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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

—¿Aquí dónde?

Tengo un ataque de náusea, pero consigo contenerlo.

—Donde ni españoles ni esbirros vienen jamás.

Consigo sentarme sobre mis posaderas.

—¿Y por qué?

La cabeza cae sobre el pecho, vuelvo a levantarla con esfuerzo.

—Porque aquí vive la gente de dinero. O mejor, digamos que quien vive aquí el dinero también lo fabrica. Y son los que marcan la diferencia, créeme.

Me alarga una garrafa de agua y empuja un barreño contra mis pies. Me la echo por la cabeza, trago, escupo, la lengua está hinchada y con cortes en varios puntos.

Consigo verlo. Es delgado, de unos cuarenta años, sienes plateadas y mirada despierta.

Me alarga un trapo con el que me seco la cara.

—¿Es esta tu casa?

—Mía y de quien se encuentre en problemas. —Señala hacia fuera de la ventana—. Estaba en lo alto de un tejado y lo vi todo. Por una vez a los imperiales les han dado por culo.

Me aprieta la mano:

—Soy Lodewijck Pruystinck, y me dedico a poner tejados, pero los hermanos me llaman Eloi. ¿Y tú?

—He ido a parar por casualidad en medio de esa trifulca y puedes llamarme como te plazca.

—Quien no tiene nombre debe de haber tenido por lo menos cien… —Una sonrisa extraña—. Y una historia que bien merece ser oída.

—¿Quién te dice que tenga ganas de contársela a nadie?

Ríe y asiente:

—Si todo cuanto posees son los harapos que llevas, bien podrías aceptar mi dinero a cambio de una buena historia.

—Tú lo que quieres es tirar tu dinero.

—Oh, no, muy al contrario. Quisiera invertirlo.

No lo sigo ya. ¿Con quién diablos estoy hablando?

—Debes de ser de la raza de los ricos tontos.

—Por ahora soy el que te ha curado las heridas y el que te mantiene fuera de la mierda.

Nos quedamos en silencio, mientras apelo a todos los músculos del cuerpo.

Está cayendo la tarde sobre los tejados, he permanecido desvanecido todo el día.

—Tenía que subir a la nave.

—Sí, Philipp me lo dijo.

Me había olvidado del paticojo.

—Y desaparecer para siempre. Estas tierras no son un lugar seguro. Los ricos sobre todo tienen una memoria excelente para quienes les han jodido a las hijas y las joyas. Y en el nombre de Dios, además…

Permanezco inmóvil, fulminado, demasiado cansado para hacer acopio de mis ideas y saber qué decir o qué hacer.

Sus ojos permanecen fijos en mí.

—Hoy Eloi Pruystinck le ha salvado el culo a un Armado de la Espada. ¡Los caminos del Señor son verdaderamente infinitos!

Mudo. Trato de leer una amenaza en su tono de voz, pero no es más que ironía. Señala el antebrazo, donde hasta esta mañana el vendaje escondía la marca.

La carne quemada está sucia, la señal casi imposible de distinguir.

—El ojo y la espada. Conocí a uno que se cortó el brazo para escapar del patíbulo. Dicen que Batenburg se comía el corazón de sus víctimas. ¿Es eso cierto?

Sigo callado, escrutando ese rostro para comprender adónde quiere llegar.

—La fantasía de la gente no conoce límites —levanta el paño que recubre el cesto de mimbre—. Aquí hay algo de comer. Trata de recuperar fuerzas, o no conseguirás ya levantarte de esta cama.

Hace ademán de irse.

—Vi rodar su cabeza. Gritó libertad antes de que lo mataran.

Mi voz tiembla, estoy debilísimo.

Se da la vuelta lentamente en la entrada, una mirada decidida.

—El Apocalipsis no ha llegado. ¿De qué sirvió asesinar a toda esa gente?

Me aflojo como un saco vacío, demasiado cansado incluso para respirar. Sus pasos se alejan tras la puerta.

Capítulo 3

Amberes, 23 de abril de 1538

Es una casa grande. Dos pisos enormes, con habitaciones que dan a largos pasillos. Niños medio desnudos se persiguen arriba y abajo por las escaleras, algunas mujeres preparan la comida en amplios calderos en una cocina que rebosa de todos los bienes de Dios. Alguno me saluda con un gesto de cabeza y una sonrisa, sin interrumpir su trabajo. Todos parecen relajados, plácidos, como si compartiesen la misma felicidad. En la que se diría la sala más grande se extiende una larga mesa, puesta con vajilla de plata: en la chimenea arde un trashoguero de haya.

Experimento la misma sensación que producen ciertos sueños un momento antes de verse interrumpidos por un brusco despertar: la conciencia de estar recorriendo un sueño y las ganas de saber qué hay detrás de la próxima puerta, de ir hasta el final.

De pronto me llega su voz desde una de las estancias:

—¡Ah, por fin te has decidido a levantarte!

Eloi está cortando un gruesa tajada de carne de ternera sobre una mesa de mármol.

—Llegas justo a tiempo para comer con nosotros. Ven, ven, échame una mano.

Me pasa un trinchante.

—Sostenlo firme, así.

Corta unas tajadas finas y las coloca en un plato en cuyo borde campea un escudo de plata.

Con el rabillo del ojo escruta mi expresión confusa.

—Apuesto a que estás preguntándote adónde has ido a parar.

La boca está demasiado pastosa para articular ninguna frase, respondo con un gruñido.

—La casa ha sido puesta a nuestra disposición por el gentil micer Van Hove, un comerciante en pescado y buen amigo mío. Tal vez lo conozcas a su regreso. Todo cuanto ves era suyo.

—¿Era?

Sonríe:

—Ahora es de todos y de nadie.

—¿Quieres decir que todo es de todos?

—Así es.

Dos niñas atraviesan la habitación canturreando una cantinela cuyas palabras no pesco.

—Bette y Sarah son las hijas de Margarite. Nunca me acuerdo de quién es una y quién la otra.

Levanta el plato y grita:

—¡A la mesa!

Una treintena de personas afluyen en torno a la gran mesa ya puesta. Me hacen sentarme al lado de Eloi.

Una muchacha alta y rubia me sirve una jarra de cerveza.

—Te presento a Kathleen. Está con nosotros desde hace un año.

La muchacha sonríe: es guapísima.

Antes de que dé comienzo la comida, Eloi se pone en pie y reclama la atención del grupo.

—Hermanos y hermanas, escuchad. Ha llegado entre nosotros un hombre sin nombre. Un hombre que ha luchado largo tiempo y ha visto derramar mucha sangre. Estaba perdido y cansado, y ha recibido cuidados y amparo como es nuestra costumbre. Si decide quedarse con nosotros, deberá aceptar el nombre que queramos ponerle.

Al fondo de la gran mesa, un joven rubicundo, con unos tupidos bigotes rubios, exclama:

—¡Llamémoslo Lot, el que no vuelve la mirada atrás!

Un eco de asentimiento recorre la sala, Eloi me mira satisfecho:

—Está bien. Te llamaremos Lot.

Comienzo a comer con esfuerzo: me duelen la lengua y los dientes, pero la carne es tierna, de primera calidad.

—Ya sé lo que estás preguntándote.

Se pone más cerveza.

—¿Qué?

—Te preguntas qué hacemos permitiéndonos todo esto.

—Me imagino que os lo proporciona todo micer Van Hove…

—No exactamente. No es él el único en haber aportado fondos a las arcas para hacer un patrimonio común.

—¿Quieres decir que existen otros ricos que regalan todo a los pobres?

Ríe:

—Nosotros no somos pobres, Lot. Somos libres.

Con un gesto abarca enteramente la gran mesa:

—Aquí hay artesanos, carpinteros, gente que pone tejados, albañiles. Pero también tenderos y comerciantes. Lo que los reúne no es otra cosa que el Espíritu de Dios. Es lo que agrupa a todos los hombres y mujeres, por lo demás.

Lo escucho y no consigo comprender si está verdaderamente loco o no.

—Los bienes, Lot, el dinero, las joyas, las mercancías, sirven al cuerpo a fin de que disfrute de ellas el espíritu. Mira a esta gente: es feliz.

No tienen que matarse de esfuerzo para vivir, no tienen que robar a quien posee más ni tampoco trabajar para él. Y por su parte, quien tiene más no tiene nada que temer, puesto que ha elegido vivir con ellos. ¿Te has preguntado alguna vez cuántas familias dejarían de pasar hambre con lo que los Fugger tienen en sus arcas? Yo creo que medio mundo podría comer durante un año entero sin tener que mover un dedo. ¿Te has preguntado cuánto tiempo emplea un mercader de Amberes en amasar su fortuna? La respuesta es simple: toda su vida. Toda la vida acumulando, llenando cajas fuertes, joyeros, fabricando la prisión para sí mismo y para sus propios hijos varones, y la dote para las hembras. ¿Por qué?

Vacío la copa: su sueño ha sido también el mío.

—¿Y quieres convencer a los mercaderes del puerto de que es mejor para su espíritu dároslo todo a vosotros?…

—En absoluto. Lo único que quiero es convencerlos de que es más hermosa una vida libre de la esclavitud del dinero y de las mercancías.

—Olvídate de ello. Te lo dice alguien que ha luchado contra los ricos durante toda su vida.

Frunce los ojos y levanta el vaso:

—Nosotros no queremos luchar contra ellos, son demasiado fuertes. —Gotea la cerveza—. Lo que queremos es seducirlos.

Los dos sillones de cuero del gabinete son cómodos, me arrellano despacio, tratando de evitar los pinchazos en el costado. Una pluma de oca larguísima sobresale de un tintero negro sobre la mesa. Eloi me ofrece un poco de licor en una copita de cristal tallado.

—Amberes es oficialmente fiel a la Iglesia de Roma. El devotísimo Emperador tiene a sus oficiales guardianes de la verdadera fe, es decir, de su poder. Pero muchos aquí, a escondidas, prestan su apoyo a las ideas de Lutero. Las clases mercantiles sobre todo no pueden más con la ocupación española, ni con los sacerdotes que acusan de herejía a quienquiera que abra la boca contra el Catolicísimo o sus serviles obispos. Los mercaderes producen, los mercaderes hacen el dinero, los mercaderes construyen los palacios y las calles. Los imperiales ponen tributos, persiguen y procesan. Las cuentas no salen. Lutero predica la abolición de la jerarquía eclesiástica y la independencia de Roma, sus príncipes alemanes se han rebelado y han atacado a Carlos y al Papa mediante un acto formal de protesta. Conclusión: antes o después, Flandes y los Países Bajos saltarán por los aires como un polvorín. Con la salvedad de que aquí, más que príncipes, lo que hay son grandes mercaderes. El único motivo por el cual todavía no han llegado al enfrentamiento es que hasta hace pocos meses estabais vosotros todavía de por medio.

—¿Qué pretendes decir?

—Los anabaptistas lo querían todo. Querían el Reino: la igualdad, la sencillez, la fraternidad. Ni el Emperador ni los mercaderes luteranos estaban dispuestos a concedérselo. Su mundo se basa en la competencia de los estados y de las compañías comerciales por el mando y la obediencia. Como dijo Lutero, a quien tuve el poco gusto de conocer hace ya más de diez años: puedes poner en común tus bienes con los demás solo si los tienes, pero ni soñar con hacerlo con los de Pilatos o de Herodes. Batenburg resultaba incómodo tanto para los católicos como para los luteranos. Ahora que los anabaptistas han sido derrotados, los dos contendientes que han quedado se enfrentarán encarnizadamente.

Trato de comprender adónde quiere llegar:

—¿Por qué me cuentas estas cosas?

Se queda pensando, como si no se esperase la pregunta:

—Para que te hagas una idea de cuál es la situación aquí.

—¿Por qué me lo cuentas a mí?

—Has hecho la guerra. Y la has perdido. Tienes todo el aspecto de alguien que ha atravesado el infierno y ha salido vivo de él.

Se levanta y se acerca a la ventana tras haberse servido una segunda copita.

—No sé si eres la persona adecuada. La que yo ando buscando desde hace tiempo, quiero decir. Quisiera oír tu historia antes de opinar.

Eloi juguetea con la copita vacía.

Dejo la mía sobre la mesa:

—Eres una persona a la que resulta difícil quitarle la sonrisa del rostro.

—Es una cualidad, ¿no crees?

—¿Cómo se las arregla alguien que pone tejados para estar tan informado y hablar tan pulidamente?

Se encoge de hombros:

—Basta con frecuentar a las personas adecuadas.

—Que es como decir a los mercaderes del puerto.

—Al mismo tiempo que las mercancías circulan las noticias. Y respecto a lo que dices de hablar bien, las amistades a las que debo el dominio de la lengua no me han dado la oportunidad de aprender latín, lo que me disgusta bastante.


Omnia sunt communia
. Esto sí que lo conoces.

Tiene un momento de vacilación, que disimula con su acostumbrada media sonrisa de quien está por encima de cualquier engaño o de un antiguo secreto.

—Era la divisa de los rebeldes del veinticinco. En ese año yo fui a Wittenberg para conocer a Lutero y presentarle mis ideas, Alemania estaba sumida en el caos. Yo era demasiado joven y estaba lleno de grandes esperanzas por un monje que lo que hacía era engordar en el comedor de los príncipes. —Una mueca. Luego, no muy convencido de preguntármelo—: ¿Estabas tú con los campesinos?

Me levanto, ya demasiado cansado para continuar, necesito echarme en la cama, me duelen las costillas. Lo miro y me pregunto por qué he tenido que encontrarme con este hombre, sin ser lo bastante lúcido como para encontrar una respuesta.

—¿Por qué debería contarte mi historia? Y olvídate del ofrecimiento que me hiciste. No tengo ningún lugar adonde ir, no sabría qué hacer con tu dinero. Lo único que quiero es morir en santa paz.

Insiste:

—Y yo tengo curiosidad. Cuéntame por lo menos un poquito del comienzo: cuándo empezó todo, dónde.

El pozo es profundo; una sorda zambullida en el agua negra.

Las palabras:

—Lo he olvidado. El comienzo es siempre un final; es la enésima Jerusalén poblada aún de fantasmas y de profetas alucinados.

Por un instante su mirada se llena de horror, pero no debe de ser nada en comparación con el mío, delante de esos espectros.

—Dios santo, ¿estabas en Münster?…

Me arrastro cansado hacia la puerta, la voz es ronca y pastosa:

—En esta vida no he aprendido sino una cosa: que el infierno y el paraíso no existen. Los llevamos dentro de nosotros adondequiera que vayamos.

Dejo sus preguntas a mis espaldas, tambaleándome por el pasillo para llegar a la habitación.

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