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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Q (53 page)

—No habrá ningún acuerdo, Oporinus, porque los papistas no van a ceder jamás sobre la justificación
por las obras
, y Lutero y Calvino, por otro lado, no están dispuestos a dar un paso atrás en lo que a la justificación
por la fe
se refiere. Para ellos supondría dejar un nuevo espacio al poder anticristiano del Papa, a las indulgencias, a la compraventa de la fe…

—Esto no podemos saberlo con certeza absoluta, Serres. Existe más de un cardenal en Italia que ve con buenos ojos una pacificación con los protestantes y siente aprecio por la teología luterana. Existe ya una literatura al respecto, tal vez pequeñas cosas, pero se trata de señales importantes. Habéis leído todos
El beneficio de Cristo
. ¡Se dice que su autor es un fraile apoyado por importantes literatos italianos y hasta por un cardenal! Estos son hechos, hermanos míos, no podemos ignorarlos. Si existe la posibilidad de que en ese Concilio se abra un resquicio de esperanza de una nueva unión y de una reforma radical de la Iglesia romana, yo digo que no debemos dejar la iniciativa tan solo a Calvino y a Lutero. Nos va en ello la libertad. —Su mirada busca entre todo aquel hacinamiento de cabezas hasta que da con la pelada de Perna—. Me gustaría oír vuestro parecer, micer Perna, vos que más que ningún otro estáis al tanto de los asuntos italianos.

El pequeñajo estira sus cortísimos brazos, no se esperaba ser llamado a la lid, se rasca la frente y se pone en pie sin conseguir superar las cabezas de los presentes.

Un largo suspiro:

—Señores, he oído muy bonitas palabras, pero ninguna ha conseguido ir al meollo del problema. —Todos lo miran perplejos, inclinados para comprender la insólita pronunciación del italiano—. Ya podéis escribir o encargar las más hermosas obras teológicas del siglo, si esto os hace sentiros mejor, pero eso en nada cambiará la realidad de los hechos. Y la realidad, señores, es que no serán las cuestiones doctrinales las que marquen los destinos del Concilio, sino la política.

Se hace un silencio sepulcral, el pequeño Perna no conoce el término medio, me doy cuenta de que está a punto de verse dominado por la verborrea:

—Si este Concilio se celebra es por las presiones que el Emperador está ejerciendo sobre el Papa. Es el Habsburgo quien quiere reunir a católicos y protestantes, porque el Imperio se le está yendo de las manos y el turco Solimán, hombre que según se dice consigue satisfacer a veinte mujeres en una sola noche y que no en vano es conocido como el Magnífico, está poniéndolo en dificultades. A Carlos Quinto no le importa cómo y en qué los teólogos se pongan de acuerdo, lo que a él le interesa es reunificar a los cristianos bajo su bandera para resistir a los turcos y retomar el control de los propios confines. —Sacude la cabeza—. Ahora bien, escuchad lo que voy a deciros, en Roma hay un discreto número de cardenales a quienes las hogueras agradan una barbaridad. Pero no vayáis a creeros que estos santos varones se mueren de ganas de asar en ellas a Lutero, a Calvino, a Bucero, y a todos los presentes. Porque, mirad, mientras estos herejes, como ellos los califican, circulen, podrán lanzar a la Inquisición a la caza de los intelectos más incómodos, y en primer lugar de sus adversarios políticos dentro de la Iglesia romana. Desde que el mundo es mundo los enemigos exteriores se ponen de acuerdo para acabar con los interiores. Oporinus tiene razón cuando dice que existe un grupo de cardenales favorables al diálogo con los protestantes, y es precisamente con estos con quienes cuenta el Emperador para hacer realidad su proyecto. Pero veamos quién está alineado en el bando contrario. —Perna cuenta con sus dedos regordetes—. Tenemos, así pues, a los príncipes alemanes, que es como decir a Lutero y a Melanchthon. Esos, para conservar precisamente su autonomía respecto a Roma y al Imperio, no tienen el menor interés en que tomen parte sus teólogos en el Concilio. Más aún, si en el Concilio se llegara a la conclusión de que son todos unos apóstatas, el Emperador no podría seguir gritando que se trata de un acto de lesa majestad y tendría que resignarse a ver perdidos los principados alemanes. Luego está el rey de Francia, que significa todos los cardenales franceses: veinte años de guerra son una prueba de la enemistad de Francisco Primero con el Habsburgo. ¿Hace falta algo más para deducir de ello que los cardenales franceses votarán contra la hipótesis de una reconciliación? Por último, están los cardenales romanos de la Inquisición, los que quieren la línea dura y que ponen trabas al diálogo con los protestantes.

Perna toma aliento, los rostros de los presentes están atónitos, como si un oso amaestrado hubiera entrado en la estancia. Un instante y el italiano vuelve de nuevo a la carga:

—El Concilio, señores, será un arreglo de cuentas entre los potentados de Europa. Escribid, escribid si queréis, todos los tratados teológicos del mundo, pero no seréis vosotros, ni Calvino, ni Lutero quienes jueguen esta partida. Si queréis sobrevivir tendréis que pensar en algo distinto.

—¡Micer Pietro, esperad!

El pequeñajo deja de apretar el paso por el barro, se vuelve lo justo para verme y se para en medio de la calle.

—Ah, sois vos. Creía…

La distancia no me permite comprender el resto de la frase.

Me pongo a su lado:

—¿Qué intentabais decir? ¿Qué quiere decir que deben pensar en algo distinto?

El italiano sonríe y sacude la cabeza:

—Venid conmigo. —Me lleva de un brazo hasta el final de la calle, tomamos por un callejón, su modo ridículo de caminar, como si diera saltitos, hace asomar en mi rostro una sonrisa irreverente. Este hombre tiene el extraño poder de ponerme de buen humor Escuchad, compadre. Aquí no hay nada más que hacer. Todos vuestros amigos… —Se para delante de mi mano alzada—. Perdonadme: todos los amigos de micer Oporinus son personas muy queridas, ¿entendido?, pero no van a ningún lado. —Los ojillos negros escrutan entre las arrugas de mi rostro en busca de no sé qué—. Sus preocupaciones se agotan en las divergencias o en los puntos en común entre su pensamiento y el de Juan Calvino. Y gente como yo, y como vos, compadre, sabe muy bien que lo que mueve el mundo es algo muy distinto, ¿entendido?

—¿Adónde queréis llegar?

Aprieta de nuevo mi brazo:

—¡Vamos, micer! ¡Nada de tomarme el pelo: si ha de ser un librero italiano quien les diga cómo están las cosas, eso quiere decir que esas lindas cabezas no ven más allá de sus propias narices! Escriben tratados teológicos para otros doctores, ¿entendido?, y el día que vengan a cogerlos para atarlos a un palo con algún haz de leña debajo, ¡tal vez entonces abran los ojos! Solo que será ya demasiado tarde. Lo que quiero decir con ello, amigo mío, es que la suerte está echada. En Alemania armasteis ruido, y las hicisteis sonadas, y luego vinieron los holandeses, que menudos juerguistas están hechos, locos como chotas, y ahora los franceses y los suizos, y Calvino que se convierte en el paladín de la revuelta contra el papado. Todo patrañas, señor mío, el poder, el poder, por esto se matan unos a otros. Por el amor de Dios, no digo que el viejo Lutero no crea, no digo que el adusto Calvino no esté convencido, pero ellos no son sino peones. Si no les resultasen cómodos a los poderosos, esos cuervos negros no serían nadie, os lo digo yo, ¡nadie!

Me libero del apretón, ebrio de palabras. Perna se encoge de hombros y extiende los brazos increíblemente cortos:

—Yo me dedico a mi oficio, ¿comprendéis? Soy librero, voy de aquí para allá, veo a un montón de gente, vendo los libros, descubro talentos ocultos bajo montañas de papel… Yo propago ideas. El mío es el oficio más arriesgado del mundo, ¿entendido?, soy responsable de la difusión del pensamiento, incluso del más incómodo. —Señala en dirección a la casa de Oporinus—. Ellos escriben e imprimen, yo difundo. Ellos se creen que un libro vale por sí mismo, creen en la belleza de las ideas en cuanto tales.

—¿Vos no?

Una mirada de suficiencia:

—Una idea es válida en tanto que se difunde en el lugar y en el momento adecuados, amigo mío. Si Calvino hubiera impreso su
Institutio
hace tres años, el rey de Francia lo habría mandado a la hoguera en menos que cuesta decirlo.

—Sigo sin comprender adónde queréis llegar.

Da saltitos nervioso en el sitio:

—Diablos, escuchad, ¿no? —Saca de su inseparable bolsa un librito amarillento—. Tomad
El beneficio de Cristo
. Pequeño, ágil, claro, cabe en una faltriquera. Oporinus y sus amigos lo ven como una esperanza. ¿Sabéis qué veo yo, en cambio, en él? —Una pequeña pausa de efecto—. Guerra. Esto es un golpe bajo, esto es un arma poderosa. ¿Creéis que es una obra maestra? Es un libro mediocre, rebaja con agua y sintetiza la
Institución
de Calvino. Pero ¿en qué radica su fuerza? ¡En el hecho de que trata de hacer la justificación
por la fe
compatible con la doctrina católica! ¿Y qué significa eso? ¡Pues que si este libro se difunde y tiene éxito, incluso entre los cardenales y los doctores de la Iglesia, tal vez vos y Oporinus, y sus amigos, y todos los demás no tendríais a la Inquisición detrás de vosotros el resto de vuestros días! Si este libro encuentra el aplauso de la gente adecuada, los cardenales intransigentes corren el riesgo de encontrarse en minoría, ¿entendido? Los libros cambian el mundo solo si el mundo consigue digerirlos.

Resopla y me escruta un largo momento, luego con los ojos fruncidos:

—¿Y si el próximo Papa estuviera dispuesto a dialogar? ¿Y si fuera uno de esos contrarios a los métodos del Santo Oficio?

—Un Papa es siempre un Papa.

Un gesto de desaprobación:

—Pero vivir y poder continuar diciendo lo que uno piensa es algo muy distinto a morir abrasado.

Hace ademán de recoger la alforja e irse, pero esta vez soy yo quien lo retiene.

—Esperad.

Se detiene. Miro a este pequeño hombre que trasuda astucia y fuerza por todos los poros. Hay algo de Eloi en el guiño de sus ojos, algo de Gotz von Polnitz en la determinación de sus palabras.

—¿Qué diríais si os dijese que me importa un comino cambiar nada?

Sonríe:

—Diría que deberíais partir enseguida para Italia, antes de que el fango de esta ciudad os ahogue la mente.

—¿Putas, negocios, libros prohibidos e intrigas papales? ¿Es esto lo que prometéis?

Da un pequeño saltito, mientras se aleja ya tratando de alargar el paso:

—Pero ¿es que hay alguna otra cosa que dé sabor a la vida?

Capítulo 5

Basilea, 28 de abril de 1545

—He oído que os disponéis a partir. ¿Hablamos de negocios?

Radiante, se ríe a carcajadas y me hace entrar en la sala de estar, donde chisporrotea el fuego y nos aguardan dos sillones. La botella de vino no puede faltar sobre la mesa. Parece como si me estuviera esperando.

Se frota las manos, inclinándose hacia delante, aguzando el oído.

Es imposible no sonreír delante de este hombre.

—Si he de invertir mi dinero, es necesario que me expliquéis qué os ronda por la cabeza.

Asiente con grandes cabeceos:

—Por supuesto, no faltaría más. Pero a cambio vos me diréis qué os ha convencido.

—Me parece aceptable.

Da unos saltitos hasta la bolsa de viaje de la que saca el librito amarillento.

—Aquí tenéis:
El beneficio de Cristo
, de fray Benedetto de Mantua. Este es el negocio del momento. Bindoni lo imprimió en Venecia en el cuarenta y tres y consiguió vender algunos miles de ejemplares. Yo mismo he contribuido a difundirlos, mi contrato con Bindoni me garantiza la mitad neta de las ganancias.

—Id al grano.

Apoya los pies en el suelo y acerca el sillón al mío, con la expresión astuta de quien sabe que puede vender abrigos de pieles a los suecos:

—Bindoni tiene agallas, ¿entendido?, pero le falta capital y la necesaria amplitud de miras. Me explicaré mejor: en la República de Venecia no es difícil vender libros como este, digámoslo así, no ortodoxos: a los venecianos les importa mucho seguir siendo independientes del Papa incluso en las cuestiones religiosas, pues de lo contrario Bindoni tendría que olvidarse de imprimir
El beneficio
. Pero si una persona avispada y con un poco de astucia que sirva para viajar por el mundo, se encargara de llevar los ejemplares por Italia, a Ferrara, Bolonia, Módena, Florencia… accedería a un mercado de un potencial ilimitado.

—Hum. Habría que aumentar la tirada. ¿Estáis seguro de que el tal Bindoni está dispuesto a brindarnos su apoyo?

—¿Cómo no? Los venecianos se huelen los negocios a la legua, pero aunque él no estuviera interesado, encontraríamos a algún otro impresor en menos de lo que cuesta decirlo, ¿entendido? Venecia es la capital de la imprenta.

Se queda mudo buscando mi asentimiento con unos ojos como platos. Fuera, un grupo de estudiantes entona una canción vulgar que se pierde a lo largo de la calle.

Más leguas, más tierras, ciudades.

—Imagino que tendré que ser yo quien viaje a Italia con los ejemplares del libro.

—Es un negocio que compartiremos equitativamente, ¿entendido? Yo me ocuparía del Milanesado y de Roma. Y a vos os correspondería el nordeste, la Emilia y Florencia. Pero es indispensable que alguien vaya a Venecia a contactar con los impresores y ponerlos a trabajar en
El beneficio
. Daos prisa, de este libro pueden venderse decenas de miles de ejemplares.

Lo miro de reojo:

—¿He luchado toda mi vida contra Lutero y los curas para ponerme ahora al servicio de los cardenales enamorados de Lutero?

—Un servicio bien retribuido, compadre. Y útil para quien, como vos y yo, piensa que es mejor que los libros y las ideas continúen circulando libremente, sin tribunales de la Inquisición de por medio. No os estoy pidiendo que apoyéis a los autores de este libro, sino tan solo que los ayudéis a hacernos la vida más fácil, quizá incluso a salvárnosla, ¿entendido?

De nuevo el silencio, el fuego tan solo y un carro que pasa por la calle lanzando crujidos. El italiano sabe lo que se hace, esgrime sólidos argumentos. Sirve vino y me ofrece el vaso. Un suspiro, luego en tono casi fraternal:

—Amigo mío, ¿de veras queréis pasar el resto de vuestros días en Basilea? ¿De veras no llegan a aburriros las infinitas discusiones de toda esta gente? Sois un hombre de acción, lo dicen vuestras manos y vuestra mirada.

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