Sostengo el cigarro entre los dientes y cruzo las manos tras la espalda. Un escalofrío me dice que es mejor volver adentro. No puedo permitirme caer enfermo.
En la sala la chimenea está aún encendida, alguien está reavivando el fuego con un atizador, forma oscura de espaldas, sentada en una de las viejas sillas de madera de la posada. Una camisa de franela larga hasta los pies que cubre todo el tonelaje y la birreta encarnada sobre la cabeza tonsurada.
Apenas se vuelve al advertir mi presencia.
Me apresuro a tranquilizarlo:
—No temáis, Señoría, solo es el paso de un insomne.
Un hablar extraño, entre el refunfuño y el resoplido, ojos con ojeras hundidos sobre unas mejillas llenas de arrugas.
—Entonces ya somos dos, hijo.
—¿Puedo ayudaros en algo?
—Solo trataba de reanimar este fuego para conseguir leer algunas líneas.
Me acerco, recojo el soplillo y me pongo a soplar sobre el rescoldo.
—El insomnio es una mala bestia.
—Ya podéis decirlo bien alto. Pero cuando se ha alcanzado la edad de sesenta y seis años no hay que lamentarse demasiado y conviene aceptar con humildad lo que el buen Dios tenga a bien mandarnos. Hemos de estar agradecidos de tener aún una buena vista para poder leer y engañar las horas nocturnas.
El fuego ha reanudado su chisporroteo, el cardenal Del Monte recoge el libro abierto del suelo. Entreveo el título a la luz de la chimenea y no puedo contener la sorpresa.
—¿Leéis a Vesalio?
Un farfulleo de incomodidad:
—El buen Dios tendrá a bien perdonar la curiosidad de un viejo que no se reserva para sí mismo otro placer que el de estar al tanto de las extravagancias alumbradas por la mente humana.
—También yo he leído este libro. Extravagante de verdad todo ese manipular cadáveres, pero lo que finalmente parece derivarse de ello es un gran homenaje a la grandeza de Dios y a la perfección que supo crear, ¿no os parece? Si fueran más quienes cultivasen la misma curiosidad que vos tal vez se evitarían muchos malentendidos, como el de ver el mal allí donde no hay ni rastro de él.
Me observa con expresión burlona, parece un viejo oso bonachón, arrellanado en la silla:
—¿Así que lo habéis leído? Pero ¿a qué os referís cuando habláis de malentendidos?
Lo pongo a prueba.
—Muchos fervientes cristianos en la actualidad corren el riesgo de caer presos por sus ansias de renovar y traer una savia nueva a la Iglesia de Roma. Son señalados como miembros de sectas peligrosas, como alquimistas, brujos, apestados. Son procesados como enemigos de la Iglesia, luteranos, cuando ellos nunca, pero que nunca han osado poner en entredicho la autoridad infalible del Papa y de los teólogos. Con solo que alguien prestara a las ideas de estos una centésima parte de la atención que vos ahora mostráis, creo que no sería difícil distinguirlos de los herejes de más allá de los Alpes y de los cismáticos.
Del Monte me mira con aire paternal:
—Hijo, ahora, delante de este fuego, tú y yo no somos más que dos insomnes. Por la mañana yo seré de nuevo el cardenal—obispo de Palestrina y podría no poder permitirme esta liberalidad. Es difícil combinar de forma armónica al mismo tiempo la responsabilidad de una grey amada que hay que defender y la justa medida en reprender a las ovejas descarriadas por el camino, extraviadas por el intelecto, por malas lecturas e insanas deducciones.
Decido ir hasta el fondo:
—Yo temo la imprudencia y el miedo de los jueces, temo que cercenen el espíritu renovador, midiendo a todos con el mismo rasero…
El cardenal frunce los ojos:
—Estáis pensando en algo concreto, ¿no es así?
—En efecto. No sé si puedo permitirme hablar de ello a Vuestra Señoría, pero esta hora tardía y la intimidad que me brindáis me animan a decir unas pocas palabras acerca de un asunto que me aflige desde hace tiempo y que tiene que ver con un paisano vuestro.
—¿Un miembro de mi diócesis?
—Y hombre piadoso, Eminencia. Fray Benedetto Fontanini de Mantua.
Ninguna reacción, el paso está dado, no puedo echarme ya atrás.
—Encerrado desde hace meses en el monasterio de Santa Justina de Padua, bajo la acusación de ser el autor de
El beneficio de Cristo
. Reo de apostasía.
Un carraspeo:
—Sobre ese libelo pesa la excomunión, hijo.
—Lo sé, Eminencia. Pero seguid mi razonamiento, os lo ruego. La excomunión del libro por parte del Concilio de Trento se remonta a mil quinientos cuarenta y seis, y por un motivo muy concreto: solo entonces, en efecto, los doctores de la Iglesia fijaron definitivamente la doctrina católica en materia de salvación, declarando herética la soteriología luterana. Pues bien, fray Benedetto escribió
El beneficio de Cristo
en mil quinientos cuarenta y uno, ¡cinco años antes de que se llegara al pronunciamiento definitivo del Concilio!
Asiente sin emitir ningún sonido. Continúo:
—Fray Benedetto escribió el libro movido por el sincero propósito de ofrecer un punto de interlocución para la reconciliación con los luteranos. No hay ninguna página en
El beneficio de Cristo
que ponga en entredicho la autoridad del Papa y de los obispos, no hay nada de escandaloso en él. Simplemente se enuncia abiertamente la doctrina de la salvación
por la fe
. Pero vos sabéis mejor que yo, Eminencia, que hay pasajes en la Biblia que se prestan a ese tipo de interpretación…
—Mateo 25, 34 y Romanos 8, 20-30…
—Y Efesios 1, 4-6.
Del Monte suspira:
—Sé de qué habláis. He leído
El beneficio de Cristo
y la suerte de fray Benedetto también a mí me angustia. Pero hay equilibrios muy delicados por los que hay que pagar un precio, conflictos difíciles de resolver…
Me inclino apenas hacia él:
—No quisiera, por consiguiente, que la encarcelación de fray Benedetto tuviera algo que ver con la guerra intestina que sacude a la Iglesia, sino más bien con los luteranos. En dicho caso habría más necesidad que nunca de la intervención de personalidades que estén por encima de las partes, a fin de evitar que inocentes sean víctimas de un enfrentamiento que en verdad nada tiene que ver con ellos.
Apenas asiente:
—Conseguís ser muy explícito. Pero os digo que no es fácil, sobre todo ahora que el Papa está enfermo y soplan desde Roma vientos de macabras negociaciones. No es fácil para quien quiere ser hombre de paz, permaneciendo al margen del conflicto. Cualquier gesto, aunque esté dictado por la más simple caridad, sería interpretado actualmente como un alinearse con uno o con otro partido. Para aquellos que quieren impedir el castigo de los inocentes, la única vía es la de apelar a la caridad y al buen sentido de los hombres de la Iglesia.
Le insisto:
—Hay modestos gestos que sin embargo pueden significar mucho.
Mira las llamas que van apagándose ya, como si buscara algo. Tiene un aire resignado y cansado:
—Conozco bien al general de los benedictinos. —Por un instante parece querer añadir algo más—. Una carta a Monte Cassino es lo único que todavía puedo permitirme.
—Sería ya mucho.
—Ahora creo que conseguiré dormir.
Un mensaje bastante explícito. Es hora de despedirme.
—Eminencia, vuestra magnanimidad es algo raro en estos tiempos. No son muchos los santos hombres de la Iglesia que aceptarían hablar con un desconocido en plena noche, acogiendo incluso sus solicitudes. Mi nombre es…
Levanta una mano:
—No. Mañana el obispo de Palestrina no podrá permitirse la confianza de esta noche. Por lo que a mí respecta, seguiréis siendo el insomne erudito que me ha hecho compañía.
Viterbo, 25 de junio de 1549
Farnesio está moribundo. Podría ser mañana, como dentro de tres meses. El frenesí de las negociaciones crece a medida que la salud abandona el cuerpo cansado de Paulo III.
Los equilibrios no son favorables a los guardianes de la ortodoxia. Reginald Pole es el caballo de batalla del Emperador y su fama está por todo lo alto. El campeón de la fe parece capaz de poner de acuerdo a muchos. Si se entrara mañana en el Cónclave, el asunto estaría arreglado. En dicho caso toda la trama urdida por Carafa en estos años se deshilacharía. Su gran adversario en el solio pontificio elegido por su más acérrimo enemigo: el Emperador. No hay día que perder: Carafa incita al aliado francés a intentar contraataques. Quiere descomponer el actual marco, retardar el curso de los acontecimientos, reiniciar el juego.
El rey de Francia, Enrique II, siguiendo los pasos de su padre, ha renovado su alianza con los príncipes protestantes. Carafa lo incita a reanudar la guerra, pero existen muchas resistencias: finanzas con muchos agujeros, equilibrios internos tambaleantes, el progresivo alejamiento de los asuntos italianos. El cabeza del Santo Oficio debe poner en juego todas sus artes, para darle la vuelta a un resultado que le sería fatal.
El clima no es otro que el de un arreglo de cuentas. Quien salga vencedor, no dudará en borrar de en medio al adversario. El cálculo es incesante, cualquier voto que cambie de bando puede resultar decisivo. Se promete todo a todos. Los privilegios que deben repartirse y el tiempo que queda son los verdaderos dueños y señores de este enfrentamiento.
Carafa ha de hacer frente al momento más importante precisamente cuando la suerte favorable del odiado Emperador está en su punto álgido; casi se palpan su humor negro y su fría determinación. Aquí en Viterbo, en cambio, se ven rostros mucho más distendidos, pues va extendiéndose la confianza en la inminente «cosecha de una antigua siembra», como les gusta llamar al resultado que se tiene en perspectiva. El inglés reparte sonrisas y pocas, moderadas palabras, mientras que a su alrededor crece la euforia.
Viterbo, 7 de septiembre de 1549
Farnesio se resiste a morir. Los espirituales están que trinan, sus sonrisas son más bien raras: la espera los consume. Se temen acontecimientos que puedan modificar los equilibrios que los favorecen. Temen, sin disimularlo, cualquier movimiento de Carafa.
No les falta razón. El viejo teatino siempre se guarda algún arma secreta, la
extrema ratio
de una guerra que no puede permitirse perder:
El beneficio de Cristo
.
Aun en el caso de que los pronósticos no cambiaran, no dudaría en emplearla. Me ha dicho que estuviera alerta, pero mantiene sus planes aún en secreto.
Podría utilizar
El beneficio
para atacar a Pole y a los espirituales de forma frontal, acusando al inglés de ser el verdadero redactor de un libro condenado por el Concilio. Podría interrogar a alguno de los peces chicos del círculo viterbés para hacerle confesar. Pero tendría que hacerlo ahora, exponerse personalmente. Y ello sería arriesgado, pues a Carafa no le gusta ponerse en medio del fuego adversario. Si puedo preciarme de conocerlo, elegirá otra vía: hacer circular rumores, cada vez más insistentes, más detallados, sobre las consecuencias del ascenso de Reginald Pole al solio pontificio. El Papa que sostiene doctrinas excomulgadas por el Concilio de Trento. Imágenes de disgregación, sombríos presagios de un conflicto paradójico e incurable, el dramático debilitamiento de la Iglesia de Roma, su total dependencia de la autoridad secular del Emperador.
Un cuadro sombrío que espantaría a muchos, que haría perder votos decisivos.
Solo entonces Carafa entraría en el juego, con el Cónclave en curso, como quien sale en defensa del orden y de una razón superior. Carafa el Conciliador.
Me dan ganas de echarme a reír.
Roma, 10 de noviembre de 1549
Paulo III Farnesio ha muerto. Se extingue una de las dinastías más influyentes de Europa.
Una larga agonía y ahora nadie respira, como congelados por la sensación de algo amenazante. No es cuestión ya de quién será la próxima familia que tenga en sus manos las riendas del poder pontificio, no es este ya el debate. Es el papel de la Iglesia, la concepción misma del poder que ella deberá ejercer. Estamos al final de una época y en el durísimo enfrentamiento entre dos facciones, dos formas enfrentadas de entender la Cristiandad.
Una sola cosa es cierta: que no hay vuelta de hoja.
Se acabó ya el alternarse de potentados familiares, el alinearse o separarse, ahora es la necesidad de mantener en equilibrio una constelación de fuerzas, aparatos y nuevas entidades que emergen con fuerza. La Iglesia luterana, Calvino y sus seguidores, la Inquisición, las órdenes de caridad, los jesuitas, con ese Ignacio que no da tregua a nadie. Y todo ello haciendo frente a la mudable fortuna de imperios, reinos, principados.
Por más que sean acérrimos adversarios y con miras distintas, tanto Carafa como Pole saben que la Iglesia deberá ser otra cosa respecto a lo que ha sido hasta ahora. Miran adelante, lejos de los viejos modelos.
Roma, 29 de noviembre de 1549
Los cardenales han entrado en el Cónclave. En las calles de Roma se apuesta por Pole, el favorito.
Yo he apostado en contra.
Siguiendo las directrices de Carafa me muevo por los corrillos de curas, clérigos, curiosos, tahúres y gente del pueblo que atestan las plazas. Los desoriento con las indiscreciones sobre los verdaderos autores de
El beneficio de Cristo
. No soy el único.
Los espirituales tratarán de resolver la partida enseguida, aprovechando el hecho de que los cardenales franceses se retrasan. Un trayecto difícil el suyo, tanto por tierra como por mar, a través de los territorios del Emperador que obstaculiza su llegada.
No salen los números para contrarrestar a los espirituales, Carafa tendrá necesidad de infundir todo su proverbial temor en el corazón de los indecisos.
Roma, 3 de diciembre de 1549
Fumata negra. Veintiún votos para Pole. Necesita veintiocho para alcanzar los dos tercios necesarios.
Cómo consiguen salir las noticias de aquí dentro no deja de ser un misterio, pero no cabe ninguna duda de que por lo menos un par de veces al día llegan puntuales y detalladas.
Roma, 4 de diciembre de 1549
Fumata negra. Pole ha obtenido veinticuatro votos. El consenso aumenta, pero corre el rumor de que los cardenales franceses están a punto de llegar. Si Carafa consigue retrasar la elección de Pole un día más, el inglés podría quedar fuera de juego.