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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Sí. Y el Turco debería convertirse.

Puedo volver a Roma ahora, para encontrarme con el destino que aguarda a los siervos ya acabados y envejecidos. El epílogo banal de una vida atrapada entre acontecimientos demasiado grandes como para tener en cuenta las inquietas emociones de un espía en su ocaso. Frente a todo esto, y a estas jaulas, puedo decir que no he vivido, no me he atrevido nunca, excepto en los días de la traición infame y perfecta de la mayor empresa que el valor y la locura humanos pudieran imaginar. La lúcida razón de un espía y la fidelidad apasionada de un lugarteniente a un caudillo admirado desde el primer día: esos días rebosan de recuerdos, los únicos, cargados de sensaciones contradictorias, como la vida misma, que he mantenido apartada de mí, temeroso ejecutor de grandiosas tramas. El tiempo para resolver el enigma va agotándose, y justo es que así sea. Habría tenido que matarte entonces. Solo así me habría evitado a mí mismo, tras quince años, casi al final, el desear encontrar de nuevo el fuego de tus ojos y el frío de tu espada, capitán Gert del Pozo.

Capítulo 35

Pineta di Classe, en las cercanías de Ravena, 9 de octubre de 1550

No hay luna. Apenas si distingo las formas más oscuras de los árboles y el cabrilleo de las olas en la playa.

Malcantòn, en cambio, escruta la oscuridad como si pudiera valorar a la perfección la entidad y la distancia de las cosas. Edad indefinida, cara torva de marinero, velada por una preocupación constante. Manos como palas y una cicatriz que va desde la oreja al hombro. Alguien debe de haber tratado de arrancarle la cabeza sin éxito. Alguien que debe de haberse arrepentido de ello. Malcantòn, el mal cantón, el noroeste, de donde llegan los temporales imprevistos, las granizadas que arruinan las cosechas, las borrascas que hacen zozobrar las embarcaciones. Si a alguien le interesa su verdadero nombre puede ir a leerlo a la plaza de Ravena, donde cuelga bien a la vista junto con la recompensa que pende sobre su cabeza.

También los otros pueden enorgullecerse de una. Mèlga y Guacín, es decir, los hermanos Rasi, buscados desde hace más de un año por el asesinato de un aduanero.

Tambòcc, no más de veinte años, cara de ángel, negros rizos y una fuerza descomunal. Estafador empedernido, un oficio heredado de su padre junto con el odio por los curas y toda autoridad. Está echado contra un tronco contemplando fijamente la noche a nuestras espaldas. Desde la pineda los rumores del bosque, susurros y aleteos, que reconoce uno por uno.

Este trozo de tierra y de mar que se confunden es frontera. Se la disputan Venecia, Ferrara y el Papa, y al mismo tiempo es tierra de nadie, laberinto de tributos, derechos de consumo y aduanas, que cada uno de los señores trata de imponer sobre todo tipo de mercancías en tránsito o productos de la tierra. Con el resultado de humillar a la pobre gente aún más que en otras partes y hacer languidecer todo tráfico o comercio.

Para esto es para lo que sirven los contrabandistas.

Conocen palmo a palmo la costa llana del delta del Po hasta más allá de Rímini. Atracaderos provisionales, muelles fuera de uso, viejos canales romanos abandonados, que dan acceso a las tierras del interior, vasto terreno pantanoso que se extiende a lo largo de leguas y leguas bajo un techo uniforme de pinos marítimos. Dédalo de agua y mosquitos por donde solo estos fugitivos de la ley saben orientarse, diseminado de improbables puntos de referencia, trampas, depósitos perfectamente disimulados.

Los mercaderes dálmatas, pero también venecianos, tienen todo el interés en negociar con los contrabandistas romañolos: nada de extenuantes esperas en los puertos, nada de tasas o tributos, nada de desvalijamientos por parte de los salteadores de caminos locales.

Una buena parte del tráfico comercial tiene lugar en estas costas, en una línea de puntos invisibles en medio del mar, donde los navíos mercantes se cruzan con los bajeles de los contrabandistas perfectamente camuflados en barcas de pesca. No es un trabajo fácil, porque nada es seguro por mar: esperas que pueden durar horas, días, con cualquier estado del tiempo. Cuando finalmente se produce el encuentro se transborda la mercancía, se saldan cuentas. O bien los navíos mercantes son pilotados hacia atracaderos secretos por ágiles chalupas, se desembarca la carga en la playa, se contrata el precio y se cierra el negocio.

Las emboscadas son frecuentes. Se arriesga la vida y penas severísimas.

Pero solo gracias a esta invisible red comercial la gente de aquí no se muere de inanición. Quien elige la vida de contrabandista es porque proviene de la más negra miseria, del odio instintivo, y perfectamente justificado, que todos sienten en estas tierras por toda autoridad; casi siempre se trata de hombres sobre los que pesa toda suerte de cargos acusatorios, obligados a esconderse dentro de la pineda para escapar de los esbirros.

No hay mujer, anciano o campesino de cualquier burgo que no los proteja, aunque solo sea por medio de su obstinado silencio. Porque una parte de lo que circula es normalmente repartido entre el pueblo. Este es el único tributo.

Antes de que el obispo mande a sus recaudadores para el cobro del diezmo sobre la cosecha, parte de esta es escondida por los contrabandistas en los muchos depósitos del bosque, para hacer menos gravoso el impuesto calculado sobre el total de lo recolectado y para garantizar la supervivencia de las comunidades durante el invierno.

Esto era lo que sucedía hace un mes, al presentarse el grupo de los recaudadores, cada año con mayor adelanto.

Eran Malcantòn, Guacín y Mèlga, los hombres que se disponían a transportar el trigo hacia los almacenes disimulados en la marisma.

Bastan una honda y proponérselo un poco para ganarse el aprecio duradero de estas gentes. Basta con tener un poco de fuego en la sangre.

Noche sin luna. Esperamos ver la señal de las antorchas. Me arrebujo en la capa, calado hasta los huesos, mientras Malcantòn mantiene la mirada fija en el mar.

Mèlga, el Liante, está preparado ya con la barca, los remos en el escalmo.

Su hermano sostiene el fanal, preparado para encenderlo en respuesta.

Tambòcc en todo momento con el oído aguzado en dirección a la pineda.

Para ellos esta noche señala el inicio de un nuevo comercio, que los sorprende y los llena también de curiosidad.

No estaban precisamente preocupados. Reían. Han hecho muchas preguntas. ¿Prohibidos? ¿Y por qué? Nadie entiende nada de todo ello.

No. Ni se les pasaba por la cabeza poder hacer dinero con el contrabando de libros.

El diario de Q.

Roma, 1 de noviembre de 1550

Hay un último trabajo que hacer. Carafa lo ha reservado para mí. Delicado e importante como todos los demás encargos. Tal vez más. Tan importante que no puede llevarlo a cabo más que alguien que sea el soldado de más confianza, el más digno. Sabe que me ha puesto muchas veces a prueba, que siempre me ha pedido el máximo esfuerzo. Después de esta última misión podré disfrutar de un merecido descanso, por supuesto, siempre que tenga ganas.

He aceptado con entusiasmo. Esta vez el viejo no ha sabido leer dentro de mí.

Joder a los judíos, esos odiosos parásitos, impenitentes asesinos de Cristo, a menudo convertidos a la verdadera fe por simple conveniencia, sin más objeto que seguir lucrándose con sus sucios negocios, ha dicho. Una enfermedad que apesta desde el interior del cuerpo de la Cristiandad. Una enfermedad que ha llegado el momento de extirpar. Es preciso comenzar por donde más arraigada esté.

Venecia.

Ha dicho que ha comprendido una vez más por mis informes que era el hombre más adecuado para este cometido. En realidad tomó conciencia de la importancia de la cuestión mientras leía el gran poder que pueden acumular esas inmundas familias de usureros. Desde hacía tiempo venía estudiando la solución más adecuada y ahora están los tiempos ya maduros, está todo listo, los acuerdos están estipulados.

La entrada en vigor del Índice de libros prohibidos en los territorios de la Serenísima es señal evidente de que las autoridades venecianas han comprendido por fin la necesidad de llegar a un compromiso, superando la vanagloria y la arrogancia que siempre las caracteriza. El motivo es claro: las familias patricias de la Serenísima están endeudadas hasta las cejas, sus fortunas dependen totalmente de las bolsas de los banqueros marranos. Una deuda tan ingente que únicamente puede verse satisfecha con la extinción de los acreedores. El intercambio supone una satisfacción mutua: para Carafa una demostración de fuerza del Santo Oficio en la ciudad más hostil a las injerencias de Roma, preludio de la mano de hierro que el poder inquisitorial adoptará en todo el territorio católico; a los venecianos el saneamiento de las finanzas por medio de la confiscación de los bienes de los ricos judíos.

El mecanismo ha sido puesto ya en marcha. La Inquisición y las magistraturas venecianas comenzaron a instruir procesos a personajes marginales de la comunidad sefardita, bajo la acusación de prácticas judaizantes. Pero es a los peces gordos a quienes hay que llegar.

Y para llegar a ellos hace falta alguien como yo. Alguien con treinta años de guerra espiritual a sus espaldas, capaz de crear en la ciudad una amplia hostilidad contra los judíos, de señalarlos como la causa de todos los males, preparando el terreno para una ofensiva que afecte a la comunidad entera.

He aceptado con entusiasmo.

He disimulado el asombro de ver prolongado mi tiempo.

He mostrado la máscara del celo, la que actualmente ya no me es propia.

Último trabajo antes del merecido descanso.

Última infamia.

Reservada para quien es partícipe desde siempre de los secretos de Carafa.

Creía haber llegado al final. Me ha sido concedido más tiempo. ¿Cuánto? ¿Y por qué?

No son los estirados y famélicos dominicos que atestan estos pasillos los que van a poder llevar a cabo tramas de este tipo. Demasiado fanáticos. Muy pagados del papel que les ha sido confiado, son tan incapaces de sutiles estrategias como eficientes a la hora de perseguir ciegamente la presa que se les indica. Todo a plena luz del día. Carafa los prepara para la ofensiva más importante de la guerra espiritual. La rendición de cuentas, después de diez años de cuidadosa planificación. La construcción que he contribuido a levantar, ladrillo a ladrillo, será llevada a cabo por otros y muy pronto. La proximidad de la reanudación del Concilio, muy querida por el Emperador, parece ser el momento en que Carafa mostrará sus cartas, desencadenando el ataque frontal contra los espirituales. La tensión en los rostros y en las voces de los jóvenes sabuesos encabezados por Michele Ghislieri, ave rapaz que vuela alto en la consideración del viejo, dice que van a acabarse las demoras.

No estaré en esta partida porque conozco todos los movimientos anteriores: Carafa sabe perfectamente que dos solo pueden mantener un secreto cuando uno de ellos está muerto.

Mientras tanto me confía la última y sucia cruzada, para la que no tengo ya estómago: inventar el nuevo enemigo y lanzar contra él el ejército cristiano. A quien acepte entrar en la lid se le garantiza una espléndida recompensa: las riquezas de sus víctimas y un lugar en el paraíso. Los venecianos son los primeros, otros deberán seguirlos.

A mí, como siempre, la tarea de preparar el terreno para la primera matanza. Luego no quedará más que guardar el secreto. Bajo dos palmos de tierra.

He aceptado con entusiasmo. Venecia. Queda tiempo aún para resolver el enigma. Esta vez no seré el incansable y eficiente servidor que Carafa ha conocido. Será el enigma, la inminencia de su solución, el que señale el tiempo que queda.

Capítulo 36

Costa de las Romañas, 5 de febrero de 1551

—¡En Dalmacia ha sido un éxito, compadres! —Perna hace rebotar una piedra sobre la superficie del agua—. Gente que no sabe comer, ¿entendido?, pero que sí sabe elegir con acierto sus lecturas. Si seguimos a este paso corremos el riesgo de hacernos famosos como los distribuidores del libro más difundido después de la Biblia.

Un viento gélido que sabe a noche, a mar y a resina. En la playa, con Pietro Perna y João Miquez, un encuentro para intercambiarse noticias y proyectar el futuro inmediato. Encuentro de corsarios, como en otros tiempos en las costas holandesas. La mano se hunde lentamente en la fría arena, el sol hace otro tanto tras la pineda.

Entramos en la cabaña de pescadores. Dentro, el fuego está ya encendido. Las redes cuelgan del techo para secarse.

Busco la mirada de João:

—¿Sabes algo de Demetra?

Se vuelve asintiendo:

—Esa señora está volviéndote rico. La última vez que me pasé por el Tonel, no había una mesa libre. Me parece que está bien, no sé de nadie que la haya molestado.

—¿Y aquí en las Romañas? —Perna me sacude por un brazo—. Espero que no te hayas perdido el extraordinario Sangiovese Sangre de Toro. Dicen que hace soñar, ¿entendido?

Saco la botella de la alforja y se la destapo en sus mismas barbas:

—Estás invitado.

Perna pega unos ávidos sorbos:

—Tenía que venir a verte aquí para que tuvieras que invitarme a un buen vino. ¿Qué más hay de bueno en medio de estas marismas?

—La gente de esta tierra odia al clero desde lo profundo de sus entrañas. He conocido a las personas más distintas, bautizado a campesinos y a pescadores, a mercaderes y a borrachos: todos igual de testarudos, todos con el mismo fuego en la sangre. Agitar los ánimos, por estos pagos, no parece una empresa difícil.

João:


¿El beneficio?

—Las cargas han llegado con regularidad. Los he vendido bien. Trafico con los contrabandistas del lugar. Gente tosca, de feroz aspecto y una jerga que aún me cuesta entender, pero astuta y próxima al pueblo. Ninguno que sepa leer o escribir, pero enseguida se dieron cuenta de la conveniencia del negocio.

João silba dentro de una caracola y sacude la cabeza:

—Mejor así. Creo que conviene que sigas viajando por ahí durante un tiempo todavía.

Mi mirada pide una explicación.

—Las autoridades se han olido algo del concilio de los anabaptistas. Aunque no ha habido arrestos, están todos en guardia. Venecia está llena de esbirros, espías, delatores, no hay de quién fiarse. Desde que se promulgó el Índice, sobre todo los impresores están en el punto de mira, los libros no circulan ya con igual facilidad. Y además, hay una novedad: algunos judíos conversos, amigos nuestros, personas que conocemos bien, han sido detenidos bajo la acusación de prácticas judaizantes. Se anuncian los primeros procesos, por ahora marginales, sin gran ruido, pero son cosas que ya conozco de otras veces. El primer nubarrón negro que anuncia la tormenta, el sello indeleble de la Inquisición, como en España, como en Portugal.

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