Pietro Manelfi está agitado, quisquilloso, atemorizado.
—… y muchas veces he tenido la sensación de que me siguen, me espían. Pero más que nada, como te decía, son todas esas preguntas que circulan, mi nombre sacado a relucir en todos los mesones, personas que nunca se ha visto que hagan preguntas. Y luego todas las cosas que se oyen decir, que incluso fuera comienzan a soplarse al oído de los hermanos, en la Romaña, en las Marcas. Se oyen muchas cosas, está el Índice de los Libros, y todo ese lío sobre
El beneficio de Cristo
. No habrían tenido que ir así las cosas, decías que este Papa tendría más mesura, y por el contrario parece que ya nadie está seguro, ni siquiera los cardenales, así que figúrate nosotros. Hay demasiada gente que va por ahí haciendo preguntas, están encima de nosotros, preparan algo. También aquí. ¿Has visto lo que le ha pasado a Giorgio Siculo? El duque no se lo ha pensado dos veces a la hora de mandarlo a la hoguera. En Venecia, en el concilio, se habló de nicomedismo, disimular nuestra fe, pero cuando te echan la zarpa, entonces, ¿qué haces?, esos te interrogan, emplean tenazas candentes, y en el mejor de los casos te mandan a la sombra para toda la vida.
—¡Basta, Pietro! Comprendo tu ansiedad por el hecho de sentirte perseguido, pero el innoble hedor de esta cloaca en donde me has dado cita está ofuscándote la mente. ¿Acaso creías que el clero de Roma podría convertirse en nuestro aliado? ¿O que los príncipes se comprometerían a gastar una simple palabra en favor nuestro? ¿Por qué íbamos a tener entonces necesidad de disimular? ¿No comprendes que tratan de aterrorizarnos? Esa es su estrategia: sospechar de todos hasta que quien tenga motivos para temer dé un paso en falso y se descubra.
También él apesta, a sudor y a miedo:
—Pero ¿nos apresarán? ¡Yo no quiero acabar como Siculo!
—Habla de mí, solo de mí, y retráctate de todo. Di que fui yo quien te llené de falsas creencias, que eras débil y que yo supe arreglármelas para hacer pasar por la justa doctrina la falsedad.
Se retuerce las manos agitado:
—¿Y si te cogen a ti?
Lo pego contra la pared, mi cara contra la suya:
—Escúchame bien, Pietro, lárgate de Ferrara. Vuelve a las Marcas, ingresa en un convento, vete a la cima de un monte, o adondequiera que puedas sentirte en lugar seguro y se te pase el miedo. No me gustan los pusilánimes que se quedan paralizados por una simple pregunta hecha por ahí. —Lo dejo deslizarse hacia abajo hasta quedarse encogido—. El miedo puede ser un aliado, pues te hace ser más cauto y astuto. Si te cagas encima, el enemigo te encontrará simplemente siguiendo el olor a mierda.
Me alejo, lejos de tanta pestilencia.
Ferrara, 2 de octubre de 1551
Chiú ha servido aguardiente. Una frase y una despedida rápida, hacia la residencia de los Miquez.
Beatrice está de pie al lado de una gran pajarera. Un zorzal de las Indias picotea una manzana que tiene en su mano.
Cada vez que la veo comprendo por qué no tengo ya tantas ganas de irme por ahí a recuperar tipos como Manelfi. Me quedo mirándola en espera de que repare en mi presencia.
—¡Ludovico! ¿Es que quieres meterme miedo, ataviado así?
—Perdóname, pero no me ha dado tiempo de ponerme más presentable.
—Aquí tengo un mensaje de João para ti.
—João—João.
Me vuelvo de golpe hacia la jaula y Beatrice rompe a reír:
—Es sorprendente cómo consiguen imitar la voz de los humanos.
Me alarga la hoja sellada.
A simple vista es para quedarse perplejo: una secuencia de frases que exaltan la vida campestre.
—Prueba con esto. —Beatrice me da una delgada lámina de hierro agujereada, del tamaño de la página—. Es nuestro código de familia. Lo usamos desde hace muchos años para protegernos de los ojos indiscretos. Solo tienes que superponer la falsilla a la hoja.
Los espacios cortados en la lámina aíslan las palabras, fragmentos de frases, sílabas, que adquieren de repente sentido:
Un nuevo. perro. de la campiña romana. alemán. cazador. de malas hierbas. Escruta. lee. aconseja. Siempre dentro. la casa de fieras. no enseña. el rostro. ayuda a los pastores a contar el rebaño. a. separar el grano de la paja. Sirve al amo. sin. ponerse el traje. No buscar. volver. a la. laguna. Buscan. el pintor. Nuevas. llegarán.
Un hombre de Carafa colaborando con el inquisidor veneciano. Alemán. Laico.
Busca a Tiziano.
Qoèlet.
Ya estamos.
Lo que debo hacer.
Venecia, 6 de octubre de 1551
Noche profunda. La Giudecca es una larga lengua de casas y árboles que se recorta contra el cielo. La barca aborda despacio el embarcadero de Ca’ Barbaro, hago una señal al remero de que se detenga y ato la amarra al palo.
Pago deprisa, justo el tiempo de contar, y empujo la embarcación mar adentro, a riesgo de delatarme.
Mis pasos resuenan en las tablas como un tambor. La puerta.
Llamo.
Nada.
Más fuerte.
El ruido de una ventana que se abre sobre mi cabeza.
—¡Dejad que os reconozca!
—Soy Ludovico. He vuelto.
La puerta se abre de par en par de repente, una luz difusa ilumina el cañón de una pistola.
—¡Soy yo, Duarte!
Abre sus adormilados ojos:
—¡Diablos! ¿Te has vuelto loco? ¿Qué haces aquí?
—Tengo que hablar con João.
Entro en el jardín de la casa. Alboroto desde las escaleras:
—¿Quién es?
—¡Es Ludovico!
Un juramento en portugués.
Lleva una camisa ribeteada de encajes, los cabellos sueltos sobre los hombros:
—¿Por qué has vuelto? Te escribí…
—Ya sé que me escribiste. Pero no hay tiempo que perder. Hemos de hablar.
Con el índice y el dedo medio João se oprime un ojo.
—Ah, al infierno, estás loco. Ven dentro.
Me indica el camino hasta el escritorio:
—La Inquisición está indagando sobre el concilio de tus amigos anabaptistas. El nombre de Tiziano ha salido a relucir en más de una ocasión. Venir aquí es una estupidez por tu parte.
Reanima las brasas en la chimenea. Luego se sienta, sin dejar de frotarse los ojos para quitarse el sueño.
Me mira con la expresión de quien espera una explicación.
—¿Desde cuándo sabes lo del alemán?
Contiene un bostezo:
—Desde hace algunas semanas. No se le ve el pelo por ninguna parte, es inencontrable.
—¿Cuándo llegó a Venecia?
—No lo sé. Hace seis meses, tal vez más.
Bisbiseo una blasfemia entre dientes:
—Yo diría que cuando empezaron los arrestos de judíos.
João, expresión seria:
—Dicen que es el consultor particular del inquisidor, que se pasa todo el tiempo leyendo los libros que se imprimen en Venecia para descubrir hasta el menor indicio de herejía.
—Olvídate de los rumores. Hay de por medio otras cosas.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te parece extraño que Roma envíe a uno de los suyos a Venecia y de repente se pongan a detener judíos aquí?
Se pone en pie de un brinco, despierto de repente, algún paso nervioso, los ojos fijos en el suelo.
—¿Acaso crees que se han puesto de acuerdo para tendernos una encerrona?
—Está claro. Y si se trata del alemán que yo creo, es un hombre de Carafa. El mejor.
Se pasa una mano por la barba y resopla sonoramente.
—Siendo así, tenemos que cerciorarnos de eso. Sin embargo, desde hace un tiempo se ha vuelto cada vez más difícil obtener información. Están haciéndonos el vacío alrededor. Hasta el Tonel está vigilado. He tenido que poner espías para vigilar a sus espías.
Se interrumpe, evita mi mirada.
Lo apremio:
—Dímelo todo.
—Ha salido a relucir un turco, un estafador de tres al cuarto que frecuenta el Arsenale. Se ha puesto a echar mierda sobre nosotros. Dice haber recibido dinero de un rico judío para pasar a los turcos toda la información sobre la flota de Venecia.
Una punzada en la muñeca me hace apretar los dientes.
—Hemos de intentar algo, João. Antes de que sea demasiado tarde.
Lo recorre un escalofrío. Recoge una pesada hopalanda y se la echa encima. Los arabescos dorados relucen al fuego de la chimenea, mientras se arrellana en el sillón de cuero.
El cansancio ha desaparecido, su tono es nuevamente el de siempre:
—Dime lo que te ronda por la cabeza.
Venecia, 20 de octubre de 1551
Hace tres días Pietro Manelfi se entregó espontáneamente a la Inquisición de Bolonia.
Venecia, 2 de noviembre de 1551
El angelito sabe lo que debe hacer. El angelito tiene diez años. Al sonar las campanas entrega el mensaje en el palacio, con la contraseña previamente establecida en el reverso de la hoja doblada, la reproducción de una serpiente enroscada a la hoja de una espada. El mensaje dice:
El Alemán está en Venecia. Lugar y hora convenidos.
El angelito sabe perfectamente que tiene que insistir en que Su Excelencia lo reciba inmediatamente, porque de lo contrario habrá azotes y llanto, que el amo que lo ha mandado allí ha dicho que era urgente, que si no habría problemas «para mí y para ti».
El angelito, ricitos rubios hasta los hombros, dientes blancos como las primeras nieves, es una garduña amaestrada: insiste, lloriquea, entrega y desaparece.
El lugar es la iglesia de San Giovanni, detrás del Fondaco dei Turchi.
El hombre sin rostro es puntual. De acuerdo a lo establecido se sienta en el confesionario y espera.
El hombrecillo rapado, desde el otro lado de la celosía, da comienzo a su historia.
Habla de su vida de pecador, de lo poco que asiste a misa, de los muchos años que hace que no se confiesa. Las iglesias, sin embargo, le gustan, comunican una sensación de quietud, y sobre todo esta, tan pequeña, tan apartada, le ha hecho sentir ganas de liberar su conciencia.
El hombre sin rostro maldice para sí. No, no era a este quisquilloso cascarrabias de acento toscano a quien estaba esperando.
Permanece en silencio, espera a que acabe.
La voz grazna sobre su incapacidad de resistir la tentación del juego. De lo mucho que le pesa el haber ganado esos dineros y de la necesidad de devolverlos para obras de caridad.
Algo es empujado por la rendija de debajo de la celosía, brilla a la luz que se filtra por la cortinilla, se queda enganchado en el borde y con un último empujoncito le cae en el regazo.
El hombre sin rostro está confuso.
La voz se deshace en agradecimientos, pues precisamente tenía necesidad de liberarse de ese peso, y por suerte nunca faltan santos varones dispuestos a prestar oídos, y mientras tanto va calmándose. Sus últimas palabras recuerdan que antes o después todos terminaremos en presencia del Altísimo.
El confesionario está vacío.
El hombre sin rostro se sobresalta. Abandona la nave: nadie.
Abre la palma que encierra la moneda. Las inscripciones son profusas tanto en la cara como en la cruz, tiene que acercársela para poder descifrarlas. Hablan su lengua.
UN DIOS, UNA FE, UN BAUTISMO.
UN REY JUSTO POR ENCIMA DE TODO.
LA PALABRA SE HIZO CARNE.
MÜNSTER 1534.
El hombre sin rostro se precipita fuera de la iglesia.
La luz lo deslumbra. Se detiene. No queda ni rastro del hombrecillo.
El Reino de Sión. Münster. Venecia.
En medio, un mar de tiempo dominado por el enigma.
El Alemán. Que lleva el nombre de un muerto.
El espectro que ha llevado hasta allí aquella moneda.
Todo sucede demasiado deprisa, de repente, bajo la reverberación del cielo sobre el empedrado.
El
campiello
se anima con una extraña agitación. Jóvenes corpulentos de caras siniestras de posesos acuden de lados opuestos: las casacas de los Nicolotti contra las de los Castellani. Primeros insultos, maldiciones, alguna pedrada, garrotes a la vista, luego un revoltijo de cuerpos enloquecidos ocupa la escena entera.
El hombre sin rostro, atónito, de espaldas a la pared, trata de ganar el estrechísimo callejón que flanquea San Giovanni.
A su lado aparece una criatura enorme que lo empuja en esa dirección. El hombre sin rostro se echa para atrás, impresionado por la increíble visión de una mujer de dos metros de altura, con un sombrero tan ancho como el mismo callejón, del que sobresale el alto tocado de Medusa, de blanco rostro y con los ojos perfilados de azul, los pezones al aire, pintados de rojo carmín, apuntados hacia él a la altura del rostro, los zuecos altísimos, avanza como sobre unos zancos y sonríe.
El hombre sin rostro no está ya seguro de lo que ve. Se vuelve y trata de alargar el paso por el callejón cada vez más estrecho.
Al fondo, el angelito está esperándolo. Hace grandes aspavientos: ven, señor, ven, aquí.
El angelito tiene diez años y sabe lo que debe hacer.
El hombre sin rostro no puede hacer más que ir al encuentro de aquella cascada de rizos dorados. Cuando ve la puerta abierta de par en par en la oscuridad a su derecha, es demasiado tarde ya para tratar de echarse atrás. Bajo sus testículos centellea la hoja que el angelito esgrime con mano firme.
El hombre sin rostro no da crédito a lo que ven sus ojos.
El hermano del Sefardita se encarga de él, el frío de la hoja ahora en su cuello. Una expresión amable y casi una sonrisa en su semblante. Se cierra la puerta a sus espaldas. El hombre sin rostro desciende las estrechas escaleras hacia la débil luz de una antorcha. Nota el acre olor a moho, la humedad que penetra al instante en sus huesos.
El fiel amigo del Sefardita le coloca una capucha, le ata las muñecas tras la espalda. Nadie dice nada.
Le hacen sentarse en un banco maltrecho.
El hombre sin rostro no ve, no siente ya pasar el tiempo. El hermano del Sefardita dice que habrá que esperar, las explicaciones llegarán en el momento debido, no antes. Luego de nuevo el silencio.
El hombre encapuchado siente entumecidas todas sus articulaciones, mucho frío, dobla la espalda, estira las piernas, comienza a acusar la fatiga.