Al cabo de un tiempo infinito tres golpes sordos desde el fondo de la bodega. El hermano y el amigo del Sefardita lo cogen por debajo del brazo y se lo llevan, arrastrándolo hasta un angosto pasadizo. El hombre encapuchado no opone resistencia, piernas que flaquean, siente el chapaleo de una embarcación en el agua. Le hacen subir.
El Jorobado hunde la pértiga y arranca con la barca hacia el dédalo de canales, al amparo de la oscuridad.
El hombre encapuchado no sabe qué suerte le aguarda.
El Sefardita espera en una casa segura en la Sacca della Misericordia. El hombre encapuchado es desembarcado y acompañado al interior de la casa. Un rápido y continuo subir y bajar de escaleras, luego le hacen acomodarse en un sillón.
El Sefardita se sienta enfrente de él. El hombre encapuchado olfatea el cigarro y percibe una luz tenue.
El Sefardita es de modales amables e ideas claras. Dice que la desagradable situación de prisionero vuelve a todo hombre, aun al más fuerte, incapaz de prever el destino inmediato. Si esta le es impuesta además a quien está acostumbrado a decidir sobre los destinos ajenos, no es difícil imaginar la incomodidad que ello puede provocar. No obstante, añadir alguna noticia, que contribuya a aclarar un poco lo que está sucediendo, puede aliviar sin duda su peso.
El Sefardita dice que en Venecia hay que ser especialmente cautos a la hora de elegir a los informadores. Que en Venecia probablemente ese es el oficio más extendido después del meretricio, o, mejor aún, se puede decir que no se diferencia en nada de este último. En Venecia los informadores no tardan en cambiar de bandera. Por lo demás, lo único que un espía pide es una buena paga y seguridad para su persona; quien sepa ofrecérselas, gozará de sus servicios. Por lo que es posible que semejantes inconvenientes sean debidos a las escasas remuneraciones ofrecidas por los inquisidores, o bien a la excesiva generosidad de sus adversarios. Y no deja de ser divertido que esa espléndida remuneración provenga en este caso de quien siempre ha sido calificado de avaro y usurero.
El hombre encapuchado oye avanzar sus pasos en círculo.
Al cabo de unos segundos la voz prosigue. Dice que fiarse de informadores poco leales ha sido ciertamente una ligereza, pero no la única. No dejar ninguna vía de salida al enemigo, en efecto, es una imprudencia no menos grave. Estrechar el lazo en el cuello de toda una comunidad, hacerle presagiar un futuro de sufrimiento y de muerte, no puede sino desencadenar reacciones sorprendentes. El hombre de espaldas contra la pared es el que mejor se defiende. La guerra, no solo la espiritual, es un arte refinado igual que la diplomacia, que deriva de ella. Y en este arte los judíos, a su pesar, están obligados a destacar. Cuando uno se ve rodeado, se urden tramas; frente a la muerte se lucha.
El Sefardita anuncia que habrá mucho más de que hablar, como por ejemplo de ese turco que se jacta de estar a su servicio por cuenta del Sultán. Pero cada cosa a su debido tiempo. Porque antes, tras unas pocas horas de reposo, le espera otro viaje.
El hombre encapuchado se deja extender en un camastro y cae en un sueño inquieto.
Venecia, 3 de noviembre de 1551
Gélida claridad del alba.
Escruto las breves olas encrespadas de la laguna, que deben llevarme a la derrota. Ponerme frente a su rostro.
Isla de San Michele. Una iglesia, un claustro, un cementerio.
En pocos días cuajan los movimientos de toda una vida. Se juega la partida final, sin un resultado previsible.
Debe evitarse toda demora. El viejo baptista, la liebre herética, Tiziano, por fin descubierto. Su cazador en Venecia. Los judíos sujetos por una mordaza que lleva directamente al patíbulo.
Décadas de tramas y asaltos, traiciones y retiradas, actos atrevidos y remordimientos, se vienen abajo de golpe. Profetas y reyes de un único y trágico día; cardenales y papas y nuevos papas; banqueros, príncipes, mercaderes y predicadores; literatos, pintores y espías y consejeros y rufianes. Por todas partes, y para todos, la misma guerra. Estos, y yo entre ellos, son los más afortunados. Han disfrutado del privilegio de luchar en ella. Pobres miserables o nobles, bastardos o héroes, infames espías o caballeros de los humildes, sórdidos mercenarios o profetas de un tiempo nuevo, eligieron el campo de batalla, abrazaron una fe, animaron el fuego de la esperanza y de la vanidad. El campo de batalla no es otro que aquel en el que encontraron a quien había de desgarrar sus carnes; la fe, la que los traicionó en el último día; el fuego, la hoguera donde aún arden. Ellos fueron los artífices de la ambigua fortuna y de la incesante ruina. Llenaron, día tras día, la copa del veneno que había de matarlos.
Debemos pedir perdón, por una suerte demasiado propicia. Gozar hasta el fondo del privilegio. Elaborar un último plan. Intentar una salida alocada.
No quedarse mucho esperando. La vaga luz del amanecer comienza a dar forma a las lápidas y a las blancas cruces, rala tropa que desciende hasta el agua.
El campanario de San Michele destaca sobre la llana isla, apuntado hacia las estrellas que van desapareciendo una tras otra. Una brisa marina que le hace encorvarse a uno bajo el capote de lana. El cansancio se siente principalmente en las articulaciones y en el dolor martilleante detrás del ojo derecho. La atención se ve arrebatada por cualquier cosa, por cualquier detalle, pide una tregua, tras las largas noches de insomnio, con João al lado, proyectando la operación hasta sus mínimos detalles. En lontananza, barcas de pescadores que regresan, virando en alta mar para evitar los insidiosos bajíos de la marea baja. Las primeras gaviotas alzan el vuelo o se posan en las calmas aguas.
Debería estar tenso, agitado. En cambio, advierto únicamente un gran cansancio en los huesos, los reumas, así como también un cierto titubeo. Tal vez en el fondo quisiera no saber. Quisiera mantener la sospecha que me ha acompañado todos estos años. Volver la página e iniciar una historia más modesta, hecha de blandas camas y afectos no menos acogedores. Arrastrarme lejos del campo de batalla y descansar, finalmente.
Pero los muertos volverían a interrogarme. Todos esos rostros insisten en la memoria y hablan de que es al último hombre que ha quedado en pie a quien corresponde ajustar las cuentas. Descubrir la verdad. Tal vez les debo más a ellos que a mí mismo, a aquellos que se quedaron en el campo de batalla, a los profetas traicionados por sus propias profecías, a los campesinos que empuñaron las azadas como si de espadas se tratara, a los tejedores que se convirtieron en soldados para destronar a obispos y príncipes, a los compañeros de toda la vida. Se lo debo también a los judíos, extraño pueblo de peregrinos sin meta que me ha acompañado en el último trecho del camino.
O bien no. A veces pienso que esta ha podido ser la ilusión que ha servido para que continuase, para trazar nuevas rutas, para no detenerse y admitir que por encima de todo han sido los años los que me han traicionado.
Lo uno y lo otro al mismo tiempo, tal vez. No consigo dar ya a las cosas la misma importancia de antaño. Y sin embargo debería hacerlo. Ahora que voy a tener la confirmación que he buscado durante tanto tiempo; ahora que la historia puede encontrar una conclusión. Ahora casi lo siento. Porque sé que me sentiré desilusionado de todas formas. Desilusionado de haber llegado hasta el final, desilusionado de reconocer al hombre que durante treinta años nos ha vendido al enemigo. No deja de resultar jocoso, ridículo, que sobre todo yo sienta ganas de pedirle que recuerde el pasado, de hacer resurgir de nuevo todos esos rostros. El único que conoce de verdad mi historia, que puede hablarme aún de aquella pasión, de aquella esperanza. Es el deseo estúpido y banal de un viejo. Nada más. O acaso no es más que el cansancio que arrastro, el sueño acumulado que apaga los ánimos.
En el horizonte aparece una barca, se dirige derecha hacia la isla.
Está bien, es hora de acabar con esto.
El Jorobado acerca la barca al pequeño embarcadero. El hombre encapuchado es ayudado a bajar. El Sefardita le libera las manos y lo despoja de la capucha. Luego vuelve atrás y sube de nuevo a bordo.
El viejo se masajea las muñecas, entorna los ojos enrojecidos, rostro marcado por el cansancio y pelos grises revueltos. Se lleva una mano al entrecejo para masajearse una cicatriz profunda, luego clava la mirada en mí.
Trato de eliminar el polvo de los años de ese rostro.
Qoèlet.
Es él el primero en hablar:
—Una acción digna del capitán Gert del Pozo.
—¿Cuándo lo supiste?
La palma aprieta en la vieja herida:
—Volví a Münster. —Carraspea, arrebujándose en la oscura capa—. Te he buscado durante años y al final has sido tú quien ha dado conmigo.
—Pero ya lo sabías.
—No fue demasiado difícil: Tiziano el baptista, un rufián con el nombre de un hereje, Amberes, los supervivientes de Münster. Hace tres días tuve la última confirmación. Una trampa bien urdida. Solo podía ocurrírsete a ti.
—Me dijeron que habías perdido la vida en Münster, tratando de forzar el cerco de los partidarios del obispo.
Se apoya en una de las lápidas, las manos en las rodillas, la mirada baja. Tampoco él tiene edad ya para gélidos amaneceres como este. Y sobre todo no tiene una razón para no recordar.
—Te fuiste la primavera del treinta y cuatro, en busca de dinero y municiones a Holanda. Me hiciste un favor: me hubiera desagradado ver que también a ti se te tragaba la ruina que me disponía a acelerar. Había llegado a Münster con un encargo: ponerme del lado de los anabaptistas en la lucha contra el obispo, convertirme en uno de ellos a todos los efectos, ayudarlos a transformar la ciudad en la Nueva Jerusalén, y en el momento oportuno hacer saltar por los aires aquella esperanza. Me presenté a Bernhard Rothmann con una espléndida donación para la causa, contándole que era un ex mercenario que había permanecido lejos de Münster durante muchos años. Más que mi historia pudo el dinero.
Miro a ese hombre encorvado, y me cuesta reconocer a aquel a quien confié la defensa de la plaza del Mercado en los días en que tomamos Münster. Solo es el despojo de mi lugarteniente, Heinrich Gresbeck.
Prosigue:
—Me junté a ti porque me dijeron que habías luchado con Thomas Müntzer: eras el único con el que podía contar. La llegada de Matthys, su rápido fin y la repentina aclamación de Beuckelssen como sucesor suyo facilitaron el trabajo. Solo faltaba que te fueras tú. Me convertí en el confidente de Bernhard Rothmann, entonces la pálida sombra del ferviente predicador que había hecho alzarse a los anabaptistas contra el obispo. Desempolvé las lecturas de Wittenberg, me pasé días y noches discutiendo con él sobre el ordenamiento de la Nueva Sión, de las antiguas costumbres de los patriarcas de la Biblia para ayudar a su mente vacilante a alumbrar los absurdos más letales.
»Tampoco esto fue difícil: Beuckelssen se proclamó pronto el Nuevo David, rey de Sión, y tras la sugerencia del teólogo de la corte Rothmann, instituí lo de la poligamia, para restablecer las costumbres de los Padres. Fue el colapso. No recuerdo cuántas fueron las mujeres ajusticiadas por no haberse querido someter a las nuevas ordenanzas. De esos meses guardo un vago recuerdo, como de un sueño. El hambre, las casas puestas patas arriba para encontrar la última hogaza, los jueces niños, con la muerte en los ojos, señalando a todo aquel que sobraba por las calles. Cuerpos pálidos y demacrados que se arrastraban por la ciudad, ya inconscientes. Habría podido marcharme y dejar que el fin llegara por sí solo. En cambio, por alguna extraña alquimia, sentí que el último gesto de piedad solo podía corresponderme a mí. Tenía que poner fin a aquella agonía.
Endereza la espalda, con esfuerzo, como si le pesaran una barbaridad los hombros. Los ojos miran fijamente a un punto indefinido de la laguna.
—Salté las murallas, recorrí la media legua que las separaba del frente de los partidarios del obispo, a riesgo de recibir un disparo, me agazapé en un foso y me quedé allí durante horas, convencido de que si levantaba la cabeza ofrecería un excelente blanco a los mercenarios de Von Waldeck. Me capturaron y escapé a la muerte, reconstruyendo con barro un modelo de las murallas e indicando cuáles eran los puntos por los que se podía penetrar. No fue suficiente: tuve que demostrar lo cierto de cuanto afirmaba volviendo a subir por la noche a las murallas y volviendo incólume al campamento. ¿Recuerdas? Fuiste tú quien me confió el control de las defensas. Las conocía palmo a palmo. Solo yo podía hacerlo. El golpe de gracia me tocaba a mí.
Se dobla de nuevo, abrumado por el peso.
Le alargo las hojas amarillentas, polvo entre los dedos. Lee, manteniendo las páginas a distancia y frunciendo los párpados.
—Las has conservado durante todo este tiempo… —Me devuelve las cartas que le escribió al Magister Thomas hace veinticinco años.
—¿Estabas a sueldo de Carafa ya entonces?
—He sido la tesela de un mosaico que ha ido componiéndose a lo largo de decenios. Cuando me reclutaron solo era el ayudante de bibliotecario de la Universidad de Wittenberg. Mi cometido consistía en no perder de vista a Lutero. En aquel entonces solo unos pocos se habían dado cuenta de lo que un pequeño y obtuso fraile agustino podía desencadenar. Carafa fue el primero en comprender que los príncipes alemanes lo utilizarían como ariete para hundir los portones de Roma y para castigar al arrogante vástago al que los Fugger habían comprado la corona imperial. En aquel enrevesado plan mi papel fue el de incitar el espíritu fogoso del mayor antagonista de Lutero, Thomas Müntzer, con el fin de alimentar el fuego de la revuelta campesina contra los príncipes y su apóstata de la corte. Mientras la rebelión se propagaba por toda Alemania, Roma se tomaba su tiempo y Carafa trataba de convencer a los cardenales del peligro que Lutero representaba. Pero luego las cosas se precipitaron. El jovenzuelo Emperador aún se reveló más ambicioso, a los ojos de Roma, que los pequeños principados alemanes. Desde aquel momento los protectores de Lutero se convirtieron en potenciales aliados contra el Emperador. Pero mientras tanto los campesinos alzados habían empezado a infundir miedo. La revuelta tenía que acabarse. Esas cartas sirvieron para lubricar el engranaje entero. Me valieron el ascenso por acto de servicio.
El viejo Gresbeck toma aliento, carraspea de nuevo, me mira. Una mueca: