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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Me has jodido de nuevo.

Hace fuego.

A mis espaldas un hombre se desploma y grita, caído sobre el pozo. Ruido de hierros por el suelo.

Los mercaderes invaden el patio.

Gresbeck me alarga la bolsa:

—¡Vamos, coño!

Un clamor indistinto, me veo absorbido por el enorme gentío, remonto la corriente que me sirve de escudo, empujones y gritos en todas las lenguas.

Pietro Perna se planta ante mí. Me arrebata la bolsa de la mano y me la cambia por una igual.

Guiña el ojo:


¡Habemus papam!

Se escabulle fuera de la muchedumbre, hacia la entrada principal. La confesión de Manelfi está a buen recaudo.

Me dejo llevar por la marea de los mercaderes de Rialto que forman un enjambre en sentido opuesto, hacia la salida al Canal. No veo a Gresbeck, llego al portal llevado en peso por una nube de hombres vociferantes que parecen enloquecidos. Golpes, gritos. El sicario de la puerta es rápidamente arrollado. Gresbeck reaparece a mi lado, se abre una brecha y somos arrojados dentro de la barca.

Vamos, vamos, al Tonel.

Pasamos por debajo del puente de Rialto, Sebastiano empuja la barca con todas sus fuerzas; tomamos por
rio San Salvador
.

Las manos me tiemblan de la agitación. Sofoco de la cabeza a los pies.

No estoy seguro de lo que ha sucedido. Enfrente de mí el rostro de Gresbeck parece tranquilo, sorprendentemente impasible.

Mientras tomamos a la derecha, por
rio degli Scoacamini
, pide que le pase un poco de pólvora y vuelve a cargar la pistola. Se vuelve hacia atrás, hace un ademán de expresión tranquilizadora: no están siguiéndonos.

Pongo en orden mis ideas, me paso las manos por el rostro.

—¿Dónde la has cogido?

—Gert, en los Fugger uno puede depositar cualquier cosa. Sé lo que has pensado. Pero como ves no he respondido mal a tu confianza. Tampoco en Münster te equivocaste al hacerlo: Heinrich Gresbeck fue un buen lugarteniente.

—He creído que ese disparo era para mí.

—Esos eran sicarios de Carafa. La presa era yo. Me pregunto cómo podían estar ya allí esperándome.

Rio dei Fuseri
, lo remontamos hasta
rio San Luca
para desembocar de nuevo en el Gran Canal. Nos dirigimos directamente a
rio dei Meloni
.

—Los Fugger saben con quién juntarse, Heinrich. Su proverbial reserva desaparece frente a quien garantiza que Dios está de su parte. Han sido ellos quienes han dado aviso a Carafa.

Se entrevé la entrada de
rio Sant’Apollinare
, viramos. Ya casi estamos.

Gresbeck sacude la cabeza:

—La caza acaba de comenzar. ¿Cómo llegaremos a Trento? Aunque lo lográramos, Carafa estará esperándonos con los brazos abiertos.

La barca atraca.

Una mueca que quisiera asemejarse a una sonrisa:

—Somos viejos, Heinrich. Lo intentaremos.

Saca un pequeño cuaderno del bolsillo. Hojas amarillentas, envueltas en una tira de cuero atada con un lazo.

—En la caja de caudales de los Fugger había también esto. Es el único rastro de mi paso. Tómalo, capitán, tuyo es.

Me lo meto en la manga. Saltamos de la barca.

Recorremos el estrechísimo callejón uno detrás de otro hasta la puerta trasera del Tonel.

El ajuste de cuentas no es como te lo esperas.

Capítulo 44

Venecia, 5 de noviembre de 1551 (un instante después)

—¡Bastardos asquerosos, amigos de los cabrones judíos! —Un bofetón—. ¡Se acabó la fiesta!

Pietro y Demetra atados a la silla, tumefactos.

—¡Feo enano de mierda, quiero divertirme antes de ver cómo te asas aquí dentro!

Olor a pez.

Entro a paso lento, apuntando con las armas, el Mulo no consigue darse la vuelta cuando el disparo a bocajarro le revienta la espalda. Cae redondo al suelo.

Apunto con la otra pistola.

Gresbeck con la suya.

Ellos son tres.

No les ha dado tiempo a sacar sus armas.

Unos ojos como platos sobre los cañones.

Inmóviles.

Con el rabillo del ojo: la bolsa. Sobre el mostrador. La confesión de Manelfi.

Adelantarse y cogerla.

Pero es Heinrich quien se mueve, lentamente, a lo largo de la pared, apoya la mano sobre el pulido mármol.

Es suya.

Una sombra en las escaleras, detrás de él.

—¡Cuidado!

Se vuelve de golpe, la hoja le pasa rozando la cara, su pistola hace fuego, le da en pleno pecho, el sicario del Mulo rebota contra los escalones.

El que está al lado de la chimenea da un patadón al recipiente, la pez se derrama sobre las ascuas, una llamarada que llega al techo.

Se abalanza sobre mí, empuñando la hoja.

Como el mordisco de un perro en el brazo izquierdo.

Pego un alarido.

Lo cojo por el pelo de detrás de la nuca mientras pierde el equilibrio y le chafo la cara contra la esquina del mostrador.

Las llamas trepan por las cortinas, corren por el suelo hasta los pies de Perna y Demetra.

Rápido, sin preocuparse por el dolor desgarrador.

Suelto las ataduras.

Libero a Demetra.

Luego a Pietro. Murmura entre sollozos:

—¡Hijos de puta!

Más allá de la cortina de fuego veo a Gresbeck sacar el puñal.

Uno contra uno.

Aquel duda.

Heinrich sonríe. Clava la hoja con un impulso instantáneo.

Un estertor, el muy bastardo echa el alma por la boca.

Toso, el humo ha invadido la estancia. Demetra sufre un vahído, la arrastro en peso con el único brazo. Hasta la salida. Estamos fuera. Una estela de sangre. La mía. La cabeza me da vueltas, las piernas no me sostienen.

Perna tose:

—La bolsa… la confesión…

Me vuelvo, Gresbeck no está.

He de volver dentro. Debilísimo, la náusea oprime el estómago, la vista nublada. Respiro hondo, no puedo perder el sentido. Recorro los pocos pasos hasta la puerta, una distancia infinita.

Desde el umbral entreveo su forma en medio de la sala: la bolsa en la mano.

Entre él y yo una cortina de fuego.

Un estrecho paso, bloqueado por dos mesas derribadas.

—¡Por aquí!

Una rodilla cede.

La máscara fragmentada del Mulo se alza entre el humo, a sus espaldas. Empuña un atizador.

Grito, mientras cae el golpe.

Se desploman ambos.

Dejo de verlos. No, Gresbeck vuelve a levantarse, se tambalea. No tiene ya la bolsa, mira alrededor.

Un instante.

Justo el necesario para ver caer sobre ellos el arquitrabe del techo.

Capítulo 45

Costa ferraresa, cuatro días después

La larga y estrecha embarcación es arrastrada a un banco de arena por los marineros. Con el brazo sano ayudo a Demetra a arrastrar los bajos de la falda empapados de agua. Perna, por su parte, sumergido hasta la cintura, maldice en voz baja.

Nos detenemos en la playa, bajo el opaco sol que no calienta.

Demetra me toca el vendaje:

—Trata de no mojarte la herida. Y come mucha carne, pues has perdido mucha sangre.

Le sonrío, el afeite apenas consigue disimular los morados de su rostro.

—No te preocupes, has hecho un excelente trabajo en este maltrecho brazo. Quedará como nuevo.

João y Bernardo estrechan la mano al pequeñajo Pietro.

—¿Estáis seguros?

Perna abre los brazos, los puntos de sutura en el pómulo lo obligan a mantener un ojo cerrado:

—Vamos, João, ¿tú me ves a mí entre los mahometanos? El turbante no me pega en absoluto y luego esa gente no toma vino. ¡No bebe ni siquiera agua! No, gracias, eso no va con Pietro Perna da Lucca. Prefiero quedarme.

Lanza una mirada complacida a Demetra:

—Estaré en excelente compañía.

Bernardo lo abraza levantándolo en peso.

Duarte lo besa en la mejilla ilesa, haciéndole enrojecer.

Los ojos esmeralda de Demetra relucen.

Le acaricio el rostro:

—¿Qué harás ahora?

—Volveré a comenzar en otra parte, creo. O tal vez acepte la propuesta de Pietro. Saldré de esta, no temas.

Perna está incómodo:

—Ferrara es siempre una buena plaza, ¿entendido? Un buen punto de partida para empezar. Tengo aún varios contactos repartidos aquí y allá por Italia, habrá mucho que hacer. Seguirán imprimiéndose libros, amigo mío, no temas, el ingenio de los hombres encontrará la manera de reaccionar contra los Índices e incluso un día hasta de borrarlos del mapa. Siempre hará falta alguien que vaya por ahí vendiendo libros, no te quepa duda.

—Dicho por ti, Pietro, suena como una garantía.

Se ríe a carcajadas emocionado. Nos abrazamos.

João señala el sendero al borde de la pineda:

—El coche está esperándoos.

Pietro recoge la alforja:

—Adiós, cabeza cuadrada de alemán. —Baja la voz—. Y cuidadito con el nalgatorio entre los mahometanos y cuidadito también dónde metes el pájaro, ¿entendido? —Luego sonríe—. ¡Adiós a todos!

Demetra:

—Buena suerte, Ludovico. Y buen viaje.

—La mejor suerte para los dos.

Se encaminan por la húmeda arena. Él, pequeñajo y rechoncho; ella, alta y elegante. En el lindero de la pineda, Perna se vuelve hacia nosotros, haciendo grandes aspavientos en un último saludo. Grita algo que se lleva el viento.

Los vemos desaparecer entre los pinos.

João se pone a mi lado:

—Tenemos que irnos. La barca de doña Beatrice debe de haber alcanzado la nave.

Nos recibe en la cubierta de la nave capitana de la flota de Miquez. El viento ha soltado algunos mechones del peinado, sin restarle nada de fascinación como mujer, o, mejor dicho, confiriéndole un aire sensual que afecta al bajo vientre y al corazón.

Le beso la mano, manteniéndola durante un instante entre las mías:

—La perspectiva de viajar a tu lado hace más dulce la derrota, Beatrice.

Se aparta el pelo del rostro con una caricia:

—¿Derrota, Ludovico? ¿De veras lo crees? ¿No estamos acaso vivos y somos libres de surcar los mares?

Bernardo dirige algunas órdenes al capitán de la nave, de un extremo al otro de la cubierta resuenan los silbidos y las advertencias.

Le sonrío:

—Tienes razón.

No añado nada más. La hija y la joven criada la acompañan al camarote.

Desde el castillo de popa, João me hace señales de que vaya.

—El capitán dice que el viento es favorable. Mejor no perderlo. Llegaréis a Lissa dentro de un par de días como máximo. Luego Ragusa. Otros dos días para Corfú. Una vez en Zante, estaréis fuera del alcance de los venecianos.

—¿Qué significa?

Baja la mirada:

—Bernardo y yo nos volvemos a Venecia.

—¿Os habéis vuelto locos? Os quieren muertos.

El sefardita mira fijamente la línea de la costa esfumada por la niebla.

Suspira.

—Ludovico, tú no puedes comprender. Somos una familia: tenemos un patrimonio que defender. Mi tarea no es otra que tratar de recuperar todo lo que sea posible de las garras de los venecianos. Y créeme, no lo he elegido yo.

Me vuelvo instintivamente hacia el camarote de Beatrice.

La sonrisa de Miquez:

—En cierto sentido, también yo, como toda la gente que ves en esta nave, estoy en la lista.

Vuelve a contemplar fijamente la costa:

—No podemos dejarlo todo en Venecia.

—¿Crees que te van a traer todo tu dinero en bandeja, después de todo lo que han hecho para joderos?

—En absoluto. Tendré que hacer uso de la diplomacia, del engaño y tal vez también de la fuerza. Todas las armas del arsenal de los Miquez.

Me arranca una risotada.

—Y luego hay otro motivo para volver atrás. La familia de la que te hablo es grande como un verdadero pueblo. En Venecia hay cinco mil marranos, como los llaman, y corremos el riesgo de que sean todos encarcelados o asesinados. Hay que encontrar la manera de sacarlos fuera lo antes posible.

Asiento.

—¿Qué haremos en tierras del Sultán?

—Constantinopla te gustará, ya verás. La ciudad más grande del mundo, de más de medio millón de hombres. También allí son muchos los que nos deben favores, con Solimán a la cabeza.

—¿Qué clase de favores? ¿Esos de los que te acusaba un tal Tanusin Bey?

Sonríe:

—Ludovico, la casa de los Miquez es grande como el mundo. Por cada puerta que se cierra, ha de abrirse otra. —Una fuerte palmada en la espalda—. Hasta luego, amigo mío. Nos veremos en Constantinopla.

João desciende a cubierta, donde Duarte está ya esperándolo junto al hermano.

Alcanzan la pequeña embarcación atracada bajo la nave. La vela se dobla al viento con un chasquido.

La veo deslizarse, mientras el capitán de la nave capitana da la orden de levar anclas.

Mar adentro de las costas romañolas he dejado de contemplar el horizonte, aterido de frío.

Debajo de la manta estiro los huesos doloridos sobre un catre. Beatrice me espera, pero antes un lío de pensamientos y sensaciones pide ser desenredado.

Hojas decrépitas, ahora ya polvo pasados treinta años.

La moneda del reino de un solo día.

La copia de un libro que no dejará huella.

Un cuaderno repleto de apuntes.

La más extraña herencia que podría confiarme el destino.

Heinrich Gresbeck, o cualquiera que sea su nombre, es el último rostro que viene a ocupar su sitio en la galería de los fantasmas. Tal vez sus mejores días hayan sido los pasados a mi lado. Tal vez es así como debería recordarlo.

Deseaba que fuera mi mano y no la de los sicarios de Carafa la que lo hiciera caer. En cambio, ha sido víctima del más ridículo de mis enemigos y de su propia maquinación. El Mulo: miserable rufián que quería vengar una afrenta sufrida, aprovechándose de la jauría lanzada contra los judíos. Habría tenido que darle muerte entonces. La carcajada que me ha acompañado en los últimos tiempos vuelve a subir a mi garganta: los destinos de los poderosos y de los hombres pendientes del gesto del último de los necios.

La confesión de Manelfi ha ardido. Los hombres no sabrán nunca que aquellas pocas páginas habrían podido cambiar para siempre el curso de los acontecimientos. Los detalles se escapan, las sombras menores que han poblado la historia vuelan olvidadas. Alcahuetes, pequeños clérigos mezquinos, fugitivos de la ley descreídos, esbirros, espías. Tumbas anónimas. Nombres que nada dicen, pero que han coincidido en las estrategias, en las guerras, las han hecho saltar por los aires, unas veces con la terca conciencia de la lucha, otras por pura y simple casualidad, con un gesto, con una palabra.

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