Q (36 page)

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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Gresbeck me despabila:

—Ha vuelto Redeker.

Llega sin resuello también él, cara sombría:

—Han entrado. No más de una veintena, a galope tendido, caballeros de Von Waldeck.

—¿Estás seguro?

—He visto las corazas, los blasones de mierda. Apuesto a que está también ese cerdo de Von Büren.

Rothmann, la cabeza entre las manos:

—Se acabó.

Silencio alrededor.

Kibbenbrock trata de levantar los ánimos:

—Estad tranquilos. Mientras el grueso de las tropas del obispo no entre en la ciudad no pueden hacernos nada. Nosotros somos más y saben que no tenemos nada que perder. Pero hay que hacer algo.

El tejedor tiene razón, hay que pensar en alguna cosa. Pensar.

El tiempo pasa. Reforzamos la defensa en las barricadas. Nuestro único cañón es colocado en el centro de la plaza, para rechazar el asalto en caso de que alguna de las defensas sea desmantelada.

Los hombres no deben tener tiempo de que cunda el desaliento. Nuevas rondas y recogida de armas, recuperamos otros arcabuces. Dicen que los católicos están clavando guirnaldas en los portales de las casas, para librarse de las hordas de Von Waldeck. Otras unidades para arrancarlas.

La ciudad está inmóvil, la plaza, iluminada por los fuegos, podría ser una isla en medio de un oscuro océano. Afuera, como animales aterrorizados, todos esperan encerrados a cal y canto en sus casas.

En sus casas.

En sus casas.

Hago un aparte con Gresbeck y Redeker. Deliberamos con urgencia.

Es posible hacerlo. Al menos intentarlo. Más en la mierda de lo que estamos…

La última consigna para Gresbeck:

—Estamos de acuerdo, entonces. Da aviso a Rothmann. Que se mueva, proporciónale los mejores hombres, apenas si tenemos el tiempo suficiente.

—Gert… —El ex mercenario me alarga sus pistolas sosteniéndolas por el cañón—. Toma estas. Son de precisión, un regalo de la campaña en Suiza.

Me las meto de través en el cinto:

—Nos veremos dentro de una hora.

Redeker me abre camino en la oscuridad casi total, con paso decidido. Doblamos dos o tres calles angostas, unos pocos pasos más y me señala el portón. En voz baja:

—Jürgen Blatt.

Cargo las pistolas. Tres fuertes puñetazos en la puerta:

—Capitán Jürgen Blatt, de la guardia municipal. Las tropas del obispo están entrando en la ciudad. El burgomaestre quiere que escoltemos a su señora y a sus hijas al monasterio. Rápido. ¡Abrid!

Pasos detrás del portón:

—¿Quién sois?

—He dicho que el capitán Blatt, abrid.

Contengo la respiración, ruido de cerrojos, apoyo el cañón en la rendija de la puerta. Apenas se abre un resquicio. Le hago saltar media cabeza.

Dentro. El de encima de las escaleras no tiene tiempo de apuntar con el arcabuz: lo agarro de una pierna, cae, grita, desenvaina un puñal, de dos brincos Redeker se planta en lo alto de la escalera y le da la puntilla con el cuchillo. Luego escupe.

Daga en mano, en el fondo del pasillo gritos de mujeres: una se para delante de mí:

—Llévame a donde está la señora.

Un gran dormitorio, baldaquino y adminículos varios. La señora Judefeldt, en un rincón, estrecha contra sí a las dos niñas, una sirvienta aterrorizada de rodillas, rezando.

Entre nosotros y ellos un pobre imbécil espada en mano, veinte años como mucho. Tiembla, no habla. No sabe qué hacer.

Redeker:

—Baja ese chisme, que podrías hacerte daño.

La miro fijamente:

—Señora, los acontecimientos convulsos de esta noche han hecho necesaria mi visita. No tengo ninguna intención de haceros daño, pero me veo obligado a pediros que me sigáis. Vuestras hijas se quedarán aquí con todos los demás.

Redeker sonríe maliciosamente:

—Echaré una ojeada a la casa, no sea que haya más criados celosos de su deber.

La mujer de Judefeldt es una mujer hermosa, de unos treinta años. Digna, contiene las lágrimas y levanta la vista hacia mí:

—Bellaco.

—Un bellaco que lucha por la libertad de Münster, señora. La ciudad está a punto de ser invadida por una horda de asesinos a sueldo del obispo. No perdamos más tiempo.

Doy un silbido a Redeker, que nos alcanza por las escaleras con un cofrecillo bajo el brazo. La expresión de mi cara no lo desalienta:

—Nos cargamos a sus criados, le robamos a la mujer. ¿Y los florines no?

En la salida, la vieja echa un abrigo de pieles sobre los hombros de su ama, mientras murmura un padrenuestro.

Escoltamos a la señora Judefeldt hasta la plaza del Mercado. Cuando la gente reconoce a la prisionera nos recibe una ovación que da renovado aliento a nuestro espíritu, las armas se alzan al cielo: ¡los baptistas están vivos aún!

Desde el otro lado Rothmann viene a nuestro encuentro, llevando del bracete a una distinguida dama, envuelta en un abrigo de marta cebellina, con una larga trenza negra que le cae por los hombros.

—Os presento a la señora Wördemann, mujer del consejero Wördemann. La señora es una hermana: yo mismo la he bautizado.

Redeker se acerca a mi oído:

—Al enterarse su marido por sus espías de este bautismo, quiso confirmarla en su fe a garrotazo limpio. La pobre ya se veía muerta: durante días no ha podido, no digo ya caminar, sino ni siquiera arrastrarse por los suelos.

La señora Wördemann, una belleza sobria, se encoge dentro del abrigo de pieles:

—Espero, señores, que dejéis que nos calentemos al fuego, después de habernos sacado por la fuerza en plena noche de nuestros aposentos.

—Por supuesto, pero antes me veo en la obligación de privaros de un objeto personal.

Saco los anillos de sus delgados dedos, dos piezas de oro con incrustaciones.

—¡Karl!

El muchacho llega a la carrera, cara de sueño y aturdimiento.

—Coge la bandera blanca y vete volando hasta Überwasser. El mensaje es para el burgomaestre Judefeldt: dile que dentro de media hora nos presentaremos en el monasterio, hemos de hablar. —Aprieto los anillos en el puño de Karl—. Entrégaselos. ¿Está todo claro?

—Sí, capitán.

—¡Vamos, ligero!

Karl se quita las botas demasiado grandes y se queda descalzo en la nieve. Cruza el campamento corriendo como una liebre, mientras yo hago una señal a los centinelas para que lo dejen salir.

—¿Quién de nosotros va? —pregunta Rothmann.

Kibbenbrock el Pelirrojo se adelanta, desciñéndose el cinto que sostiene la espada para entregársela a Gresbeck:

—Ya voy yo —nos dice. Me mira a mí y al predicador—. Si os ven a uno de vosotros podrían entrarles ganas de disparar. Yo represento a la guilda de los trabajadores del textil, no abrirán fuego contra mí.

Gresbeck interviene:

—Tiene razón, Gert, tú haces falta aquí.

Me saco las pistolas del cinto:

—Estas son tuyas. Está oscuro, no me reconocerán, utilizaré un nombre distinto.

—Te matarán.

El tono es ya de resignación.

Le sonrío:

—No tenemos nada que perder. Esa es nuestra fuerza. El mapa, rápido.

A Redeker:

—¿Conoces estos accesos por detrás del cementerio?

—Por supuesto, se llega a ellos cruzando por las pasarelas del Reine Closter.

—Probablemente habrán apostado centinelas aquí y allí. Forma grupos de tres o cuatro y llévalos a la otra orilla.

—¿Cuántos hombres en total?

—Por lo menos treinta.

—¿Y a los centinelas?

—Redúcelos, pero sin hacer ruido.

—¿Qué pretendes hacer? Nos quedaremos desguarnecidos.

Gresbeck sigue mi dedo sobre el pergamino.

—El monasterio es inexpugnable. Pero el cementerio no.

Gresbeck frunce el ceño:

—Es una plaza de armas, Gert, y hay también un cañón.

—Pero puede llegarse a él fácilmente y está fuera de tiro del monasterio. —De nuevo a Redeker—: Acercaos lo más posible; están atrincherados dentro y no vigilarán el muro exterior. Pero daos prisa, pues dentro de una hora como mucho amanecerá.

Un guiño de inteligencia con Kibbenbrock:

—Vamos.

Mientras nos encaminamos hacia el límite de la plaza, nos llega la voz de Rothmann a nuestras espaldas:

—¡Hermanos!

Recortado contra la luz de la antorcha, alto, muy pálido, el aliento que se pierde en medio del intenso frío nocturno: podría ser Aarón. O el mismo Moisés.

—Que el Padre acompañe vuestros pasos… y vele por todos vosotros.

Poco más allá de nuestra barricada nos cruzamos con Karl, que viene a la carrera, los pies congelados, con un jadeo que casi le impide hablar:

—¡Capitán! Dicen que podéis ir… que no abrirán fuego.

—¿Has entregado los anillos?

—Al burgomaestre en persona, capitán.

Una palmada en la espalda:

—Bien. Ahora corre a calentarte al fuego, por esta noche has cumplido con tu obligación.

Proseguimos. Überwasser se recorta como una negra fortaleza sobre el Aa. La iglesia de Nuestra Señora está junto al monasterio: nuestras rondas han oído durante una hora, provenientes de la torre del campanario, los tremendos alaridos de Knipperdolling, hasta que se ha quedado sin voz.

Ahora solo silencio y el leve discurrir del río.

Kibbenbrock y yo avanzamos uno al lado del otro, con una sábana blanca tendida en medio.

El crujir del portal que se entreabre y una voz alarmada:

—¡Alto ahí! ¿Quiénes sois?

—Kibbenbrock, representante del gremio de tejedores.

—¿Has venido a hacerle compañía a tu socio? ¿Quién es ese que está contigo?

—El herrero Swedartho, portavoz de los baptistas de Münster. Queremos hablar con el burgomaestre Judefeldt y con el consejero Wördemann, sus mujeres les mandan recuerdos.

Esperamos, el tiempo no pasa.

Luego otra voz:

—Soy Judefeldt, hablad.

—Sabemos que has dejado entrar en la ciudad a la avanzadilla del obispo. Tenemos que hablar. Salid tú y Wördemann, al cementerio. —Ninguna inútil condescendencia—. Y recuerda que si no volvemos al campamento dentro de media hora, los trabajadores de San Gil poseerán a tu mujer, por delante y por detrás, ¡y así tal vez tu señora te dé por fin el varón que tanto deseas!

Un silencio glacial.

Luego:

—De acuerdo. En el cementerio. Los hombres no abrirán fuego contra vosotros.

Damos la vuelta al convento: el cementerio donde descansan por lo menos tres generaciones de monjas está rodeado por tres lados de agua y cerrado al fondo por un muro bajo de piedra; entre las cruces de madera se levanta un campamento. Una veintena de caballos atados al muro que da frente al monasterio nos dicen que las rondas acaban de dar el parte. Hay un pequeño cañón que asoma detrás de un cúmulo de sacos terreros, defendido por tres luteranos, otros dos con los arcabuces están a la entrada y nos siguen con cautela. Los caballeros de Von Waldeck sacan brillo a sus espadas en su vivaque en torno a los fuegos, miradas asesinas y la superioridad pintada en el rostro: los asuntos de estos burgueses no nos incumben.

El burgomaestre y el hombre más rico de Münster vienen a nuestro encuentro, antorchas en mano, una docena de hombres armados a sus espaldas.

Lo pongo en guardia:

—Mantén a distancia a tus esbirros, Wördemann, o tu señora podría decidir que el pájaro de Rothmann es verdaderamente mejor que el tuyo…

El mercader, seco y de fiera mirada, sufre un sobresalto y me escruta con cara de desagrado:

—Anabaptista, tu predicador no es más que un rebelde bufón.

Judefeldt le hace señas de que se calle:

—¿Qué es lo que queréis?

No lleva gorra, el pelo revuelto de la noche pasada en blanco, la mano que suda nerviosa sobre el estilete que lleva al cinto.

Dejo que sea Kibbenbrock quien hable:

—Estás a punto de cometer la estupidez de tu vida, Judefeldt. Una estupidez de la que te arrepentirás para el resto de tus días. No des un paso más mientras estés aún a tiempo. Al amanecer las tropas de Von Waldeck tomarán posesión de la ciudad, recobrará el dominio…

El burgomaestre lo interrumpe irritado:

—El obispo me ha asegurado que no tocará los privilegios municipales, tengo un documento escrito de su puño y letra…

—¡Tonterías! —le espeta Kibbenbrock—. ¡Cuando recobre el poder podrá limpiarse el trasero con tus privilegios municipales! ¿Quién podrá decirle nada cuando sea de nuevo dueño y señor de Münster? Razona, Judefeldt. Y también tú, Wördemann; haz si no tus cálculos: ¿qué provecho van a reportar a tus negocios las gabelas del obispo? La producción de los conventos volverá a desbancar a la tuya, y los franciscanos se enriquecerán mientras tú le pagas los tributos a Von Waldeck. Piénsalo. El obispo es un hijo de puta que se las sabe todas, prometer no le cuesta nada, los papistas estás acostumbrados a estos subterfugios mejor que yo.

Kibbenbrock ha levantado demasiado la voz. Un crujido de corazas y espuelas nos advierte del acercamiento de los caballeros, las antorchas iluminan la cuidada barba y los guantes de cuero de Dietrich von Merfeld de Wolbeck, hermano de la abadesa de Überwasser, y brazo derecho del obispo. A su lado, Melchior von Büren: probablemente está aquí porque espera ajustar personalmente las cuentas con Redeker.

Judefeldt se anticipa a toda pregunta:

—Señores, son baptistas, están aquí para parlamentar. Hemos prometido no hacerles ningún daño.

Dietrich Bigotesarriba sonríe burlonamente, asombrado:

—¿Qué sucede, Judefeldt, aún tratas con estos miserables? Dentro de una hora, no quedará de ellos más que un montón de huesos. Son muertos vivientes, no les hagas caso.

—El señor Von Merfeld no se equivoca —intervengo—. De todos los combatientes de esta noche, los únicos que no tienen nada que perder somos nosotros. La entrada del obispo en la ciudad solo puede significar para nosotros una muerte segura. Por tanto, no os quepa duda de que lucharemos y venderemos cara nuestra piel, la ciudad tendrá que ser tomada palmo a palmo.

Von Büren resopla:

—Sois unos conejos, no resistiréis ni lo que dura un bostezo de Su Señoría. Unos rateros y ladrones callejeros es lo que sois.

Kibbenbrock sonríe y sacude la cabeza para atraer la atención nerviosa de los dos mercaderes:

—Teméis tanto perder vuestro poder que habéis tomado a los vasallos de Von Waldeck en vuestra casa por miedo a nuestros cuatro arcabuces. ¿Sabes lo que te digo, Judefeldt? Que Von Waldeck sabía esto desde el principio. Sabía que podía aprovecharse de la desunión entre vosotros y nosotros, que podía dividir la ciudad en dos.

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