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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Q (34 page)

—¡La abadesa, la abadesa, hay que encarcelar a la abadesa!

—¡Pero qué abadesa ni qué niño muerto, queremos los cañones!

Los corrillos se disuelven entre el gentío general. Parecen muchos más. Tilbeck, engallado, abre los brazos para abarcar la plaza entera.

—Gentes de Münster, no perdamos la calma. Esta historia de los treinta mil hombres no ha sido confirmada aún.

—¡Pero qué coño, si los han visto desde las murallas!

—Sí, sí, uno que viene de Anmarsch. Están viniendo hacia aquí.

El burgomaestre ni se inmuta. Sacude la cabeza y con gesto seráfico pide calma:

—Estad tranquilos: mandaremos a alguien para que lo compruebe.

La multitud intercambia miradas de impaciencia.

—Ejército o no, el obispo Von Waldeck me ha dado personalmente plenas garantías de que no violará los privilegios municipales. Münster seguirá siendo una ciudad libre. Se ha comprometido a ello personalmente. No demos muestras de haber perdido la cabeza: ¡es el momento de ser responsables! Münster debe demostrar que está a la altura de su antigua tradición de convivencia civil. En un momento en el que todos los territorios limítrofes se ven sacudidos por guerras intestinas y desórdenes, Münster está llamada a ser el ejemplo de cómo…

Un bolazo le da en plena cara. El burgomaestre se agacha sobre el antepecho, cubierto por una sarta de insultos. Uno de los consejeros lo ayuda a levantarse. La sangre corre por el pómulo roto: la nieve debía de esconder algo más.

En todo Münster solo hay una persona con semejante puntería.

Tilbeck se bate en retirada perseguido por los gritos de los más encendidos.

—¡Vendido, vendido!

—¡Tilbeck, eres un cerdo: tú y todos tus amigos luteranos!

—¿Qué coño quieres? Si no fuera por vosotros, malditos anabaptistas, Von Waldeck no levantaría un dedo contra la ciudad.

—¡Bastardos, sabemos que estáis conchabados con el obispo!

Algunos se dan empujones. Vuelan los primeros mamporrazos. Redeker está todavía solo. Los otros son tres, todos bien plantados. No saben con quién se la están jugando. El más grueso de ellos suelta un puñetazo a la altura de la cara, Redeker se agacha, lo agarra por la oreja, se da media vuelta y le suelta un patadón en la entrepierna: el luterano se dobla en dos, con los huevos en la garganta. Un rodillazo más en la nariz y los dos compadres tienen ya bien sujeto a Redeker, que suelta coces como un mulo enloquecido. El gordo lo golpea en el estómago. No le doy tiempo a repetir: un mamporrazo a dos manos en la nuca. Cuando se da la vuelta los puñetazos llueven en serie contra su nariz. Cae al suelo sentado. Me vuelvo, Redeker se ha liberado del agarrón de los otros dos. Espalda contra espalda, nos defendemos del ataque.

—¿A quién se le ha ocurrido esa historia de los tres mil caballeros?

Escupe al adversario y me da con el codo:

—¿Quién ha dicho que son caballeros?

Casi no puedo evitar reírme mientras nos arrojamos cada uno sobre el nuestro. Pero la trifulca se ha generalizado, nos arrolla. Por detrás de la catedral asoma un grupo de cincuenta hombres: los tejedores de San Gil, apasionados por los sermones de Rothmann. En cuestión de segundos los luteranos están en la esquina opuesta de la plaza.

Redeker, más hijo de puta que nunca, me mira con expresión sarcástica:

—¡Mejor que la caballería!

—De acuerdo, ¿y ahora qué hacemos?

Desde la plaza del Mercado, el sonar de las campanas de San Lamberto. Como una llamada.

—¡A San Lamberto, a San Lamberto!

A la carrera hasta la plaza del Mercado, invadimos los tenderetes ante la mirada atónita de los comerciantes.

—¡El obispo está a punto de entrar en la ciudad!

—¡Tres mil soldados!

—¡Los burgomaestres y los luteranos están conchabados con Von Waldeck!

En medio de los tenderetes los útiles de trabajo diario se convierten en armas. Martillos, hachuelas, hondas, azadas, cuchillos. En un abrir y cerrar de ojos los mismos tenderetes pasan a convertirse en barricadas que bloquean cualquier acceso a la plaza. Algunos han sacado el reclinatorio de San Lamberto para reforzar esas murallas improvisadas.

Redeker me agarra en medio de la confusión:

—Los de San Gil han traído diez ballestas, cinco arcabuces y dos barriles de pólvora. Me voy a la armería de Wesel a ver qué más puedo aprovechar.

—Yo voy a ver a Rothmann, hay que traerlo aquí.

Nos separamos sin pérdida de tiempo, rápidamente, corriendo como flechas en medio de la rabia del pueblo bajo.

En casa del párroco de San Lamberto se encuentran también Knipperdolling y Kibbenbrock. Están sentados a la mesa, con cara de pocos amigos, y al verme entrar se ponen rápidamente los tres en pie.

—¡Gert! Por suerte. ¿Qué diablos está pasando?

Miro de arriba abajo al predicador de los baptistas:

—Hace una hora llegó la noticia de que Von Waldeck ha armado un ejército para marchar sobre la ciudad. —Los dos representantes de las guildas palidecen—. No sé qué hay de verdad en todo esto, la noticia debe de haberse magnificado por el camino, pero por supuesto que no es una broma de Carnaval.

Knipperdolling:

—Están sacándolo todo, han tocado a rebato, he visto vaciar la iglesia…

—Tilbeck se ha desenmascarado delante de todo el mundo. Bien pudiera ser que los luteranos hayan llegado a algún acuerdo con Von Waldeck. La gente está hecha una furia, los trabajadores del textil se encuentran ya en la plaza, han levantado barricadas, Rothmann, están armados.

Kibbenbrock suelta una zapateta:

—¡Mierda! ¿Es que se han vuelto todos locos?

Rothmann tamborilea nervioso con los dedos sobre la mesa, pues es él quien debe decidir lo que conviene hacer.

—Redeker se ha ido a buscar más armas, los luteranos podrían intentar echarnos para entregar la ciudad al obispo.

Knipperdolling bambolea irritado su barrigón:

—¡Ese matachín de los cojones! Solo a él podía ocurrírsele semejante cosa. Pero ¿es que no le has dicho que podría mandar al traste todo cuanto hemos hecho? Si llegamos al enfrentamiento armado…

—Ya estamos, amigo mío. Y si ahora no os vais detrás de esas barricadas os quedaréis aislados y la gente proseguirá por sí sola. Debéis estar allí.

Un largo momento de silencio.

El predicador me mira directamente a los ojos:

—¿Crees que el obispo ha decidido no retrasar más la cosa?

—Ese es un problema que ya nos plantearemos después. Ahora lo que conviene es que alguien tome las riendas de la situación.

Rothmann se vuelve hacia los otros dos:

—Ha sucedido antes de lo que me imaginaba. Vacilar ahora sería, en cualquier caso, fatal. Vamos.

Bajamos a la plaza, son por lo menos trescientos, hombres y mujeres que vociferan detrás de las barricadas, las herramientas de trabajo transformadas en lanzas, mazas, alabardas. Redeker empuja una tartana cubierta por un toldo hacia el centro de la plaza. Cuando lo levanta las hojas relucen al sol invernal: espadas, hachas, además de un par de arcabuces y una pistola. Se reparten las armas, todos quieren tener algo en la mano para defenderse.

Paso ligero, espada y pistola al cinto, el ex mercenario Heinrich Gresbeck viene a mi encuentro.

—Los luteranos tienen el depósito de armas en Überwasser. Están transportándolas a la plaza central.

Nos escruta como en espera de una orden de mi parte o de Rothmann.

El predicador coge bien fuerte un mostrador del mercado y lo arrastra hasta el centro, saltando encima de él.

—Hermanos, no es nuestra intención fomentar el conflicto fratricida entre los habitantes de esta ciudad. ¡Pero si hay alguien que no comprende que el verdadero enemigo es el obispo Von Waldeck, entonces nos tocará a nosotros defender la libertad de Münster de quien la amenaza! Y todo aquel que se una a este combate por la libertad no solo gozará de la protección que el Altísimo reserva a sus elegidos, sino que asimismo podrá acceder al fondo de asistencia mutua que desde este momento es puesto a la disposición de la defensa común. —Una salva de aclamaciones—. El faraón de Egipto está allí fuera, y aspira a volver para convertirnos de nuevo en sus esclavos. Pero nosotros no se lo permitiremos. Y Dios estará con nosotros en esta empresa. Dice, en efecto, el Señor: «Caerán los aliados de Egipto y será abatido el orgullo de su fuerza: desde Migdol hasta Asuán morirán a espada. Palabra del Señor Dios. ¡Sabrán que yo soy el Señor cuando mande fuego sobre Egipto y todos sus defensores serán aplastados!».

Los corazones se exaltan en una excitación unánime: el pueblo de Münster encuentra a su predicador.

El imponente Knipperdolling y Kibbenbrock el Pelirrojo dan vueltas entre los corrillos de los tejedores: el gordo del gremio mejor organizado y más numeroso está ya allí.

Gresbeck me coge en un aparte:

—Parece que ha llegado la hora del ajuste de cuentas. —Una ojeada a sus espaldas—. Ya sabes lo que hay que hacer.

Asiento:

—Reúne a los treinta más capaces delante de la iglesia, gente que conozca bien la ciudad y con pocos escrúpulos.

Nos reunimos con Redeker, que ha terminado de vaciar la carreta.

—Forma tres grupos de cuatro hombres cada uno y mándalos de ronda por la zona de Überwasser: quiero un parte cada hora de los movimientos de los luteranos.

El pequeñajo se larga a escape.

A Gresbeck:

—Yo tengo que poder moverme, el mando de la plaza es tuyo. Que nadie tome ninguna iniciativa arriesgada y que no puedan cogernos por sorpresa: manda proteger las barricadas, pon un vigía en el campanario de la iglesia. ¿Con cuántos arcabuceros contamos?

—Siete.

—Tres frente a la iglesia y cuatro delante de la entrada de la plaza central. Dispersarse aquí y allá serviría de poco.

Gresbeck:

—¿Y tú qué vas a hacer?

—He de hacerme una idea cabal de cuál es el campo de batalla y quién domina las posiciones.

Redeker, exaltadísimo, está reuniendo a los hombres, me ve, alza una pistola gigantesca y grita:

—¡Démosles por culo!

El reconocimiento desde las murallas ha sido tranquilizador: a simple vista no hay ningún rastro de los tres mil mercenarios anunciados.

La segunda ronda viene a informar de que los luteranos han apostado hombres armados con arcabuces en el campanario de la catedral y dominan desde allí la plaza del Ayuntamiento, cuya entrada está atrancada por dos carros puestos de través, exactamente enfrente de nuestra barricada. Detrás de los carros no más de diez luteranos, pero perfectamente armados y aprovisionados desde Überwasser: en caso de ataque no tendrán ninguna necesidad de ahorrar proyectiles. En cambio nosotros tenemos que arreglárnoslas con lo que tenemos, los disparos están contados.

La plaza del Mercado en la que estamos atrincherados es de fácil defensa, pero puede resultar también una trampa. Hay que rodearlos, cerrar el paso de los puentes sobre el Aa y aislar la plaza del Ayuntamiento del monasterio.

—¡Redeker! Diez hombres y dos arcabuces. Vamos a cerrar el paso del puente de Nuestra Señora, detrás de la plaza. Rápido.

Salimos por el puesto de defensa al sur de nuestra fortaleza. Recorremos rápidamente el primer trecho, nadie a la vista. Luego la calle se bifurca: hemos de tirar por la derecha, seguir la curva que lleva al primer puente sobre el canal. Ya estamos, el puente está allí delante. Un disparo de arcabuz da en el muro a un metro de Redeker que camina en cabeza. Se vuelve:

—¡Los luteranos!

Bajan por una estrecha callejuela que lleva a la plaza central, otros arcabuzazos.

—¡Vamos, vamos!

Mientras rehacemos el camino nos persiguen gritos y confusión:

—¡Los anabaptistas! ¡Ahí están! ¡Escapan!

A la altura de San Gil nos detenemos.

Le grito a Redeker:

—¿Cuántos has visto?

—Cinco, seis como máximo.

—Los esperaremos aquí, cuando asomen por la curva haremos fuego.

Listos para disparar: los dos arcabuces, mi pistola y la de Redeker.

Aparecen a una decena de pasos: cuento cinco, no se lo esperaban, se demoran, mientras nuestras armas hacen fuego a la vez.

Uno recibe un impacto en la cabeza y se queda tieso, otro cae hacia atrás, herido en un hombro.

Salimos al ataque y los otros retroceden en desorden, arrastrando al herido. Por la esquina aparecen otros, algunos toman por San Gil. Nuevos disparos y luego el impacto: paro un golpe con la daga y el mango de la pistola rompe la cabeza del luterano. Se produce una confusión infernal. Más disparos.

—¡Vamos, Gert! ¡Disparan desde el campanario! ¡Vamos!

Alguien me agarra por detrás, corremos como unos locos con los proyectiles que silban alrededor. De esta no salimos.

Llegamos a nuestras barricadas y nos introducimos dentro. Enseguida hacemos recuento: estamos todos, más o menos enteros, si exceptuamos un corte de espada en la frente que requerirá una sutura, un hombro dislocado por el retroceso del arcabuz y una buena dosis de miedo para todos.

Redeker escupe al suelo:

—Hijos de puta. ¡Cojamos un cañón y hundamos San Gil sobre sus cabezas!

—Déjalo estar, la cosa ha acabado mal.

Knipperdolling y algunos de los suyos corren a nuestro encuentro:

—Eh, ¿hay heridos? ¿Alguien ha estado a punto de morir?

—No, por suerte no, pero hay una cabeza que necesita un cosido.

—No te preocupes, coser es lo nuestro.

El herido es puesto en manos de los tejedores.

En nuestra ausencia, en medio de la plaza, donde estaban los tenderetes de los vendedores, ha sido dispuesto un fuego para hacer la comida: algunas mujeres dan vueltas a una ternera en el espetón.

—Y esto, ¿de dónde ha salido?

Una mujer gorda y rubicunda que transporta cacharros de cocina me aparta abriéndose paso con los codos:

—Gentileza del muy munífico consejero Wördemann. Sus mozos de cuadra no han querido aceptar nuestro dinero, de modo que nos la hemos llevado… ¡por las buenas! —Ríe contenta a carcajadas.

Sacudo la cabeza:

—Solo nos faltaba ponernos a cocinar…

La gorda deposita la carga, se pone en jarras y dice con aire desafiante:

—¿Y cómo quieres quitar el hambre a tus soldados, capitán Gert? ¿Con plomo acaso? ¡Sin las mujeres de Münster estarías perdido, te lo digo yo!

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