Judefeldt grita que se acabe aquel escándalo y trata de refrenar a Redeker.
Von Waldeck, el águila, ni se inmuta, no dice palabra; nos observa con la mejor mirada de desprecio de su repertorio. Redeker se despacha como acostumbra: insultos para sus padres, sus muertos y sus santos protectores. Arrasa con el árbol genealógico del adversario con la virulencia de su hablar soez.
Nuestro Von der Wieck pega unos alaridos en medio de la confusión, tratando de pasar por el serio abogado que nunca ha sido:
—¡En el lugar elegido para una Dieta rige la inmunidad para todos y la absoluta prohibición de las armas!
Sus compadres contienen a Von Büren, que quisiera llegar hasta Redeker, Judefeldt se deshace en vanos intentos por tranquilizar a todos, incómodo y amoratado como un niño impotente.
La escena se interrumpe cuando Von Waldeck se pone en pie. Nos quedamos de piedra. Su mirada reduce a cenizas la sala: ahora sabe que el burgomaestre cuenta menos que un pitoche, sus adversarios somos nosotros. Nos fulmina con la mirada en silencio, luego se da la vuelta con desdén y se aleja, cojitranco, renqueando hasta la salida, escoltado por Von Merfeld y por su guardia personal.
Münster, 8 de febrero de 1534
Más de una fuera de la Orden se quedó
y del claustro en su locura se evadió;
presas muchas de carnal concupiscencia,
entregáronse a desenfrenada delincuencia.
Redeker se concentra dándole vueltas entre las manos a la moneda. Mira un instante a la pared y luego entorna los ojos, lanza y gana su quinta cerveza con aguardiente incluido.
—Es la última —nos asegura inmediatamente, mientras volvemos a nuestra mesa.
Hay un gentío en torno a los dos claros que se han formado entre las mesas de la taberna de Mercurio. Son los desafíos del Carnaval de esta noche: por una parte, se baila al son del laúd y gana un barril de cerveza quien abandona el último las danzas; por otra, los hombres se juegan una pinta de cerveza y aguardiente que será para quien lance una moneda lo más cerca posible de la pared, pero sin tocarla. Redeker es el campeón indiscutido.
Knipperdolling tiene un crédito con el tabernero y le fía. Cuatro jarras vacías están ya alineadas delante de su nariz esponjosa. Se pone de pie sobre la silla oscilando ligeramente, trata de atraer la atención de la sala y se pone a improvisar a partir de la música del laúd una canción sobre los hechos que están en boca de todo el mundo:
Fue un espíritu vicioso, un monstruo inmundo
el que las arrojó del dulce claustro al mundo.
Escapadas como locas de los sagrados muros
recibieron cobijo en medio de hombres impuros.
Dos mesas más allá alguien se suma inmediatamente a las rimas del jefe de las guildas y prosigue la descripción de las fugitivas de Überwasser. No le da tiempo de terminar, cuando ya otro ha aceptado la invitación y celebra la gesta de Rothmann bajo los muros del convento. La cosa funciona del siguiente modo: quien ha comenzado la canción, en este caso Knipperdolling, le paga la bebida a quien la concluye. Es una competición para ver quién deja a toda la taberna sin estrofas que añadir.
—El colmo ha sido cuando les ha recordado a las monjas su función procreadora. No sé cómo se las ha arreglado para permanecer serio —recuerda Kibbenbrock sacudiendo la cabeza, incrédulo.
—Eh, ¿tenía razón o no? —replica el otro—. ¿A qué viene tanta risa? Hasta la Biblia nos dice que hay que multiplicarse.
—¡Sí, eso, eso, a mí la que de veras me ha hecho reír ha sido la madre abadesa que, asomada a la ventana, trataba de llamar a las hermanas al amor por el único esposo!
—¡Esa pelleja de Von Merfeld! ¡Es una cerda y también una espía del obispo! Recuerdos a las guapas novicias.
Llega una ronda de cerveza, invitación de Redeker, con el fruto del botín conseguido en Wolbeck. El pequeñajo bandido baila encima de una mesa al ritmo de las alabanzas dichas en su honor. Está borracho. Se baja las calzas contoneando los costados y repite a grandes voces la invitación hecha a las monjas por los partidarios de Rothmann hace unas horas:
—¡Ánimo, hermanas, consolad a estos pobrecitos!
Un viejo con unos grandes bigotes me abraza a mí y a Knipperdolling por detrás:
—A la próxima ronda invito yo, muchachos —exclama contento—. Desde que tengo conciencia de tener la minga, voy por Carnaval con los amigos bajo las ventanas de los conventos para hacerles proposiciones a las monjas, pero, por Dios, nunca las había visto salir. ¡Mérito vuestro, lo admito, os habéis comportado como unos grandes!
Alzamos las jarras para brindar por el cumplido. El único que deja la suya sobre la mesa es Jan de Leiden. Extrañamente no ha dicho aún esta boca es mía. Se está quieto en su sitio, con aire de desinterés. Si puedo preciarme de conocerlo bien, supongo que está molesto porque no ha ido a armarla bajo la torre de Überwasser. Ha tratado de conseguir algo parecido con las putas del burdel, invitándolas a echar un polvo gratis con todos los que se hicieran bautizar por Rothmann, pero no ha sacado de todo ello más que insultos.
Levanta la vista y ve que lo estoy mirando fijamente. Se pone a rascarse un hombro con ademán de fastidio, como queriendo adoptar una actitud digna, pero no es así. Aprovecha un momento de silencio y se mete en la conversación:
—Eh, amigos, esta es fácil, escuchad: ¿quién soy, eh? ¿Quién soy?
Se rasca cada vez más fuerte empleando una cuchara sucia de sopa. Knipperdolling se queda rígido sobre la silla. Alguien mira hacia el otro lado para evitar la pregunta directa. Me siento en el deber de salvarlos:
—Eres Job rascándose la roña, Jan, está claro. —Luego, vuelto hacia los otros—: Pero ¿cómo es posible que no lo hayáis adivinado? Lo ha hecho muy bien, ¿no?
Un coro:
—¡Es verdad, es verdad, bravo, Jan!
El actor se burla:
—Sí, está bien, esta era fácil. Pero prestad atención ahora. —Se desliza de la silla debajo de la mesa con un movimiento felino, resoplando entre dientes con fuerza—: ¿Quién soy? ¿Quién soy?
Knipperdolling se levanta sin hacer ruido, murmurando que tiene necesidad de orinar.
Desde debajo la voz insiste:
—¡No os vayáis, ignorantes! Os echaré una mano: «Había bajado ya a las bocas del Hades, la región cuyos cerrojos se echaron sobre mí para siempre; pero tú, Yahvé, mi Dios, salvaste mi vida del sepulcro».
—¿Quién recita de memoria el libro de Jonás en la taberna?
La voz incrédula y un tanto jocosa es la de Rothmann, que acaba de acercarse a nuestra mesa. No le da tiempo al profeta de volver a salir del vientre de la ballena cuando estalla una salva de aplausos de admiración para el conquistador de Überwasser. Si hace una semana hizo que las mujeres de Münster le entregaran todas sus joyas para que pasaran al fondo para los pobres, hoy ha convencido a un tropel de monjas para que abrazaran la fe renovada.
—En otros tiempos, para gustar a las mujeres hacía falta dinero —es el comentario del tejedor—, pero ahora es menester interesarse por las Escrituras. ¿Qué les das tú a nuestras señoras, Bernhard?
—Sobre vuestras señoras no pienso decir ni media palabra, pero sobre las novicias de Überwasser sí diré que ha bastado con decirles que si no salían Dios haría hundirse sobre sus cabezas la torre del campanario. —Un estallido de carcajadas—. Y en cualquier caso, amigos, dentro de esos muros, vocación hay poca; son esos obesos tenderos de sus padres los que convencen a las novicias para que renuncien al mundo con tal de no tener que soltar la dote.
Un vaso de licor invitación personal del tabernero «al más fascinante de todos los münsterienses» corre sobre la mesa. Rothmann se lo toma a lentos sorbos. Una mirada a Beuckelssen:
—¡Pero qué cara de abatimiento tiene nuestro querido Jan! ¿Qué te ha pasado esta noche, dónde has acabado?
El Santo Rufián se pone en pie de golpe:
—Buscaba inspiración, ¿me explico? Para el gran espectáculo de esta noche. ¡Yo rechazo con absoluta firmeza la idea del pecado original! Por lo que ahora me despojaré de mis ropas y, desnudo como el padre Adán, iré por las calles para invitar a los habitantes de la ciudad a redescubrir al hombre incorrupto que todos llevamos dentro. —Comienza a quitarse la casaca, cada vez más excitado, se abalanza sobre el barrigón de Knipperdolling—. ¡Ánimo, amigo Berndt, tú y yo seremos los actores principales de esta gran comedia del Edén!
—¡Coño, Jan, pero si está nevando!
Knipperdolling lanza miradas atemorizadas a su alrededor, luego se deja convencer. Jan le está desatando ya el cinturón:
—¡Arrepentíos, ciudadanos de Münster, limpiaos del pecado!
El grito hace sobresaltarse a los parroquianos. No falta quien comienza a repetirlo en son de broma y, como a modo de desafío, visto el frío que hace en el exterior, una docena de personas comienzan a despojarse de sus ropas. En el intento de comprender qué está pasando, Redeker se distrae y lanza contra la pared su moneda, perdiendo la primera de por lo menos quince partidas.
Jan grita a voz en cuello. Jan está completamente desnudo. Jan sale del local. Knipperdolling sigue cada uno de sus pasos. Detrás de ellos, una docena por lo menos de adanes. Una multitud se concentra en la puerta de la Taberna de Mercurio. Hay que empujar para asistir a la escena.
Knipperdolling, a pesar de la grasa de que está revestido, no puede soportar el frío y corre como un río en crecida para entrar en calor. Jan lo alcanza. Se pone a la cabeza del extraño cortejo. La gente sale a la calle y hace la señal de la cruz no se sabe si por devoción o para alejar de sí una desgracia. Nos dispersamos entre los varios corrillos de personas arrojándonos al suelo presa de fingida agitación, pero se nos escapa la risa. Rothmann declama las visiones del libro de Ezequiel, Redeker echa espumarajos por la boca, yo ataco con la espada a unos demonios imaginarios.
Son muchos los que nos imitan divertidos, pensando en una escena de Carnaval. Otros se lo toman incluso demasiado en serio. No falta quien comienza a llorar y se postra de rodillas para pedir el bautismo. Hay quien quisiera recibir castigos corporales y quien arroja a las calles sus haberes. Un anciano, que ha sido uno de los primeros en desnudarse, cae al suelo incapaz de moverse. Kibbenbrock lo cubre con su pelliza y se lo lleva.
El sastre Scheider, cuya hija ya en una ocasión se sintió arrebatada por los ángeles, grita con la mirada hacia el cielo:
—Mirad, Dios está sentado en su trono entre las nubes. ¡Mirad el estandarte de la victoria que aplastará a los impíos!
Echa a correr a lo largo de las murallas, bate palmas, con los brazos hace ademán de volar, salta, pero al no tener alas se cae en el barro como un crucifijo.
Münster, 9 de febrero de 1534, por la mañana
Me despiertan una serie de golpes en la puerta.
Instintivamente llevo la mano debajo del jergón, a la empuñadura de la daga.
—¡Gert! ¡Gert! ¡Levántate, Gert, vamos, muévete!
El sueño se retira dejándome un dolor en el entrecejo: pero quién coño…
—¡Estamos hundidos en la mierda, Gert, despiértate!
Salto de la cama tratando de mantener el equilibrio.
—¿Quién es?
—¡Soy Adrianson! ¡Muévete, todo el mundo está corriendo hacia la plaza!
Mientras me pongo las calzas y sostengo el viejo jubón pienso ya en lo peor:
—¿Qué ocurre?
—¡Abre, tenemos que ir al Ayuntamiento!
Pronuncia la última palabra mientras abro de par en par la puerta en sus mismas narices.
Debo de parecer un fantasma, pero el frío agudiza los sentidos en pocos instantes.
El herrero Adrianson no tiene el aire jovial con que acostumbra a animar nuestras discusiones vespertinas. Entre jadeos:
—Redeker. Ha traído a la plaza a un forastero recién llegado… Dice que en Anmarsch ha visto al obispo reuniendo un ejército, tres mil hombres. Se disponen a caer sobre nosotros, Gert.
Una opresión en el estómago:
—¿Lansquenetes?
—Muévete, vamos, Redeker quiere interpelar a los burgomaestres.
—Pero ¿estás seguro? ¿Quién es ese forastero?
—No lo sé, pero si lo que dice es cierto no tardarán en asediarnos.
En el pasillo llamo a la puerta de enfrente:
—¡Jan! ¡Despiértate, Jan!
Abro la puerta que, a pesar de los consejos, mi compadre de Leiden no cierra nunca con llave: la cama está intacta.
—Siempre jodiendo en algún henil…
El herrero me lleva escaleras abajo. Casi me caigo en el último tramo. Adrianson me precede por la calle, ha estado nevando toda la noche, el barro salpica las polainas, alguno me manda a tomar por culo.
A todo correr hasta la plaza central: un blanco prado. En medio la mole oscura de la catedral parece más grande aún. La agitación circula entre los corrillos reunidos bajo las ventanas del Ayuntamiento.
—El obispo quiere entrar en la ciudad armado.
—¡Y una porra! ¡Pues tendrá que pasar por encima de mi cadáver!
—¡Seguro que ha sido esa gran puta de la abadesa la que lo ha llamado!
—Con nuestros tributos. Ese bastardo paga un ejército para jodernos vivos.
—No, no, esa gran cerda de la abadesa de Überwasser… Es por la historia de las novicias.
A pesar del intenso frío, por lo menos quinientas personas han acudido a la plaza movidas por la noticia.
—Tenemos que defendernos, necesitaremos armas.
—Sí, sí, oigamos qué dice el burgomaestre.
Descubro a Redeker en medio de una treintena de personas. Aires chulescos de quien quiere expresar su parecer contra el de todos los demás.
—Tres mil hombres armados.
—Sí, están a las puertas de la ciudad.
—Basta con subir a la ciudadela de la Judefeldertor para verlos.
Siento un golpe en la espalda, me vuelvo. Redeker contra todos, bolas de nieve en la mano. Alguien debe de haber tratado de hacerle callar. El alboroto cesa de improviso. Miradas hacia lo alto: el burgomaestre Tilbeck está en la ventana del Ayuntamiento.
Estalla un clamor de protestas.
—¡El ejército del obispo marcha sobre la ciudad!
—¡Algún cerdo nos la ha jugado!
—¡Nos han vendido a Von Waldeck!
—¡Hemos de defender las murallas!