Q (35 page)

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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Me vuelvo hacia Redeker:

—¿Capitán?

El bandido se encoge de hombros.

—Sí, capitán. —La voz de Rothmann nos llega de detrás, está en compañía de Gresbeck, tienen unos pergaminos en la mano. El predicador tiene todo el aspecto de quien no quiere perder tiempo en explicaciones—. Y Gresbeck es tu lugarteniente… —Advierte la agitación inmediata de Redeker, que estira el cuello entre nosotros para hacerse notar, y acto seguido añade resignado—: Y Redeker el segundo.

—Ha ido mal. Yo quería dar la vuelta a la plaza, pero nos han cogido por sorpresa antes de que pudiéramos cruzar el canal.

—Las rondas informan de que están atrincherados con las armas en Überwasser. El burgomaestre Judefeldt está con ellos, junto con la mayor parte de los miembros del Consejo; Tilbeck no. Son unos cuarenta, y no creo que intenten atacarnos, están a la defensiva. Cuentan con un cañón en el cementerio del convento; el edificio es inexpugnable.

Suelto un suspiro de alivio. ¿Y ahora?

Rothmann sacude la cabeza:

—Si el obispo ha reunido realmente un ejército, las cosas podrían ponerse muy feas.

Gresbeck desenrolla el pergamino delante de mí:

—Echa una ojeada a esto mientras tanto. Hemos encontrado estos viejos mapas de la ciudad. Pueden sernos de ayuda.

Aunque el dibujo no es preciso, están indicados incluso los pasos más estrechos y todos los meandros del Aa.

—Excelente, veremos si nos sugieren algo. Pero ahora hay una cosa que hacer, la idea me la ha dado Redeker. Sacaremos de las murallas un cañón, uno que no sea ni muy grande ni demasiado pesado, que pueda transportarse fácilmente hasta aquí.

Gresbeck se rasca la cicatriz:

—Hará falta un árgana.

—Consíguela. Siete arcabuces servirían de poco si tuviéramos que resistir a un ataque. Toma a los hombres que necesites, pero trata de traerlo lo más rápidamente posible. El tiempo pasa y cuando comience a oscurecer será mejor estar bien protegidos.

Me quedo solo con Rothmann. En la cara del predicador una expresión de asombro que se transforma poco menos que en reprensión.

—¿Estás seguro de lo que estás haciendo?

—No. Sea lo que sea lo que crea Gresbeck, no soy un soldado. Aislar a los que están en la plaza me parece lo más acertado, pero evidentemente han organizado grupos que recorren las calles de alrededor. Los muy bastardos se protegen el culo.

—Tú ya has luchado, ¿no es cierto?

—Un ex mercenario me enseñó a adiestrarme con la espada, hace muchos años. Combatí con los campesinos, pero no era más que un muchacho.

Asiente decidido:

—Haz todo lo que creas que deba hacerse. Estaremos contigo. Y que Dios nos asista.

En aquel preciso momento, de espaldas a Rothmann aparece al fondo de la plaza Jan de Leiden, nos ve también él, se acerca, con una expresión casi divertida.

—Ya era hora, ¿dónde te habías metido?

Mueve la mano arriba y abajo en un gesto alusivo:

—Ya sabes lo que pasa… Pero ¿qué ha sucedido, hemos tomado la ciudad?

—No, putañero de los cojones, estamos atrincherados aquí, allí fuera están los luteranos.

Sigue mi gesto y se enfervoriza:

—¿Dónde?

Le indico la barricada que está enfrente de los carros de la entrada de la plaza central.

—¿Allí, están allí detrás?

—Exacto, y cuidadito que están armados hasta los dientes.

Reconozco la mirada de mi santo rufián, es la de las grandes ocasiones.

—Cuidado, Jan…

Ya es tarde. Se está encaminando hacia nuestras defensas. No tengo tiempo de pensar en él, pues he de dar instrucciones a las rondas. Pero mientras estoy hablando con Redeker y Gresbeck, con el rabillo del ojo veo a Jan que se acerca a los defensores de la barricada, ¿qué coño se le habrá metido en la cabeza? Me tranquilizo cuando lo veo sentarse y sacar del bolsillo la Biblia. Bien, lee algo.

El mapa de Münster nos muestra los recorridos que podrían intentarse para rodear las posiciones de los luteranos. Redeker da una serie de consejos, cuáles son las zonas más expuestas, qué manzana de casas podría cubrir una eventual acción de aproximación. Pero cada conjetura se detiene ante la inexpugnabilidad de Überwasser: una cosa ha sido hacer salir a las novicias y otra muy distinta es arrebatárselo a cuarenta hombres armados.

De pronto llega hasta nosotros el alboroto del otro lado de la plaza. ¡Mierda! Justo el tiempo de echar un vistazo hacia nuestras defensas cuando veo a Jan de Leiden erguido de pie sobre la barricada con los brazos abiertos.

—¿Qué coño está haciendo?

—¡Corre, Gert, ese quiere que lo maten!

—¡Jaaan!

Me precipito por la plaza, casi me llevo por delante a la ternera en el espetón, tropiezo, vuelvo a levantarme:

—¡Jan, baja de ahí, loco!

Con la camisa abierta, muestra el pecho lampiño llamando a los tiros. Sus ojos echan chispas hacia los carros luteranos.

—Ahora, dentro de poco, derramaré mi furor sobre ti y sobre ti daré desahogo a mi ira. Serás juzgado según tus obras y te pediré cuentas por todos tus actos nefandos, luterano inmundo.

—¡Baja de ahí, Jan!

Ni que fuera invisible.

—Y no se apiadará mi ojo y no tendré compasión, pero te consideraré responsable de tu conducta y serán puestas de manifiesto tus vilezas: entonces sabrás quién soy yo, el Señor, aquel que castiga. Lo has comprendido, hijo de la gran puta luterana, tus proyectiles nada pueden hacerme. Rebotarán contra este pecho y se volverán contra ti, porque el Padre está en mí. ¡Él puede tragárselos y disparártelos por el culo cuando así lo quiera, directos a tu cara!

—¡Jan, por Dios!

Allí sigue erguido con la boca abierta de par en par emitiendo un sonido espantoso. Luego el rubio leidense loco levanta el rostro hacia el cielo:

—¡Padre, escucha a este tu hijo, atiende las súplicas de tu bastardo: barre del empedrado estas mierdas de perro! Ya has oído, luterano, cagón, te ahogarás en un escupitajo de Dios y el Reino será para nosotros. ¡Lo celebraré con los santos sobre tu cadáver!

El arcabuz estalla dejando de piedra a Jan. Por un instante pienso que le han dado.

Se vuelve hacia nosotros, de la oreja derecha le corre un hilo de sangre, los ojos de poseso. Se deja caer y lo cojo en volandas antes de que se dé de bruces contra el suelo, sufre un vahído, no, se recupera:

—¡Gert, Geeert! ¡Mátalo, Gert, mátalo! ¡Casi me ha arrancado una oreja! ¡Dame la pistola que a ese me lo cargo yo… te lo ruego, dámela! Dispárale, Gert, dispárale o lo haré yo… ¡Está allí, míralo, está allí, Gert, la pistola, la pistola… me ha echado a perder!

Le dejo acurrucarse contra la pared y digo dos palabras a nuestros defensores: si vuelve a intentarlo, atadlo.

El sol desciende por detrás del campanario de la catedral. Los perros roen los huesos de la ternera amontonados en el centro de la plaza. He establecido turnos de guardia en las barricadas: dos horas cada uno, para permitir a todos dormir un poco. Las mujeres han preparado yacijas improvisadas con lo que tenían a disposición y encendido los fuegos para la noche. El frío es intenso: alguno ha preferido dormir bajo cubierto. Sin embargo, los más decididos se han quedado, gente con la que se puede contar.

Nos calentamos al amor de la lumbre, arrebujados en las mantas. Un repentino alboroto en la barricada que cierra la plaza al sur nos hace ponernos en pie de un salto. Los centinelas escoltan hasta nosotros a un muchacho de unos veinte años, aire atemorizado y jadeante.

—Dice que es el servidor del consejero Palken.

—Al senador y a su hijo… Se los han llevado, iban armados, no he podido hacer nada, Wördemann… Estaba también el burgomaestre Judefeldt, los han cogido…

—Con calma, recupera el aliento. ¿Quiénes eran? ¿Y cuántos?

El muchacho está empapado de sudor, mando traer una manta. Los ojos saltan de un rostro a otro, le ofrezco una taza de caldo humeante.

—Yo sirvo en casa del consejero Palken. Hace media hora… entraron… una docena de hombres armados… Iban al mando de Judefeldt. Y han obligado al consejero y a su hijo a seguirlos.

—¿Qué querrán de Palken?

Knipperdolling, irritado:

—Es uno de los pocos que nos apoya en el Consejo. Wördemann, Judefeldt y todos los demás luteranos lo odian.

Rothmann no parece convencido. ¿De qué les sirve un rehén? En Überwasser son inexpugnables. El pánico en los ojos de Rothmann:

—¡Las llaves!

—¿Qué?

—Las llaves, Palken es quien guarda las llaves de las puertas del noroeste de las murallas.

—Sí, sí. —El criado levanta la nariz de la taza—. ¡Lo que precisamente querían eran las llaves!

—¡Gresbeck, el mapa!

Lo desenrollo a la luz del fuego con la ayuda de Knipperdolling. La Frauentor y la Judefeldertor: las puertas de detrás de Überwasser, el camino hacia Anmarsch:

—Quieren dejar entrar a los episcopales en la ciudad.

Mal asunto.

Es posible leerlo en los rostros de cada uno. Enjaulados en la estrecha plaza del Mercado, aislados de la otra orilla del Aa, donde los luteranos están llevando a cabo el perverso crimen que nos aniquilará. ¿Intentar una salida? ¿Salir de este embudo y desencadenar por sorpresa el asalto a Überwasser? La ciudad entera está sumida en un silencio irreal: a excepción de los contendientes, todos se hallan encerrados en sus casas. Mudos, en torno a tenues fuegos en espera del destino inminente y desconocido. ¿Quién está llegando a la ciudad?

¿Los tres mil combatientes asalariados del séquito de Von Waldeck? ¿Una avanzadilla en espera del día? Esta noche traerá las respuestas.

Knipperdolling está furioso:

—¡Vaya unos cabrones! ¡Patanes enriquecidos! Me acuerdo de todos esos bonitos discursos contra el obispo, los papistas y tanto llenarse la boca con las libertades municipales, con la nueva fe… ¡Quiero que digan a la cara que se venden al obispo por un puñado de escudos! ¡Al obispo lo hemos echado juntos! Quiero hablar con ellos, Gert, hasta ayer mismo todo hacía pensar cualquier cosa menos que dejaran que la ciudad fuese pasto de los mercenarios. ¡Que me diga a la cara ese cerdo de Judefeldt qué le ha prometido Von Waldeck! Proporcióname una escolta, Gert, quiero hablar con esos bribones.

Redeker sacude la cabeza:

—Tú estás loco. Sus palabras cuentan una mierda, lo único que miran es la bolsa; eres tú el necio que perdías el tiempo hablando con ellos.

Rothmann interviene:

—Tal vez pueda intentarse. Pero sin correr ningún riesgo inútil. Tal vez no son tan duros como parece. Tal vez no tienen más que maldito miedo…

Parten dos unidades. Una dirigiéndose a la Frauentor del sur, para luego volver a subir hasta las murallas, en total una decena de fantasmas. Redeker, por la parte opuesta, hacia la Judefeldertor.

Nada de iniciativas o ataques desesperados, todavía no. Vigilar las entradas caídas en sus manos, controlar los movimientos de entrada y salida. Tratar de leer el futuro en sus movimientos. Las dos unidades tienen como cometido inspeccionar y dejar centinelas a lo largo del recorrido y en la calle de Überwasser: ojos para escrutar el menor pestañeo y correos listos para dar noticias a cada hora.

Conmigo, para escoltar al jefe de las guildas del textil, una veintena, casi todos muchachos, dieciséis, diecisiete años, pero tienen agallas para dar y vender.

—¿Tienes miedo? —pregunto a esos bigotillos que crecen a duras penas.

La voz ronca del sueño sacudido de encima:

—No, capitán.

—¿Cuál es tu oficio?

—Mozo de tienda, capitán.

—Olvídate de lo de capitán. ¿Cómo te llamas?

—Karl.

—Karl, ¿eres rápido corriendo?

—Todo lo que me permitan las piernas.

—Bien. Si nos atacan y caigo herido, si ves que la cosa se pone fea, no pierdas el tiempo en recogerme, vete corriendo como el viento a dar la alarma. ¿Entendido?

—Sí.

Knipperdolling toma consigo a tres de los suyos y se pone en cabeza con un paño blanco en señal de tregua. Lo seguimos a algunas decenas de pasos.

El jefe de los tejedores está ya en las proximidades del monasterio, se pone a pedir que salga alguien a parlamentar. Nosotros nos quedamos un poco más adelante de San Nicolás, montamos las armas y las hondas preparadas para el lanzamiento. Desde Überwasser silencio. Knipperdolling sigue avanzando.

—¡Vamos, Judefeldt, sal! Burgomaestre de los cojones, ¿así es como defiendes tú la ciudad? ¡Raptas a un consejero y le abres las puertas a Von Waldeck! La ciudad quiere saber por qué habéis decidido dejar que nos maten a todos. ¡Sal y hablemos como hombres!

Alguien desde una ventana le responde:

—¿Qué coño has venido a hacer, sucio anabaptista? ¿Has traído a alguna de tus rameras?

Knipperdolling vacila, pierde la calma:

—¡Hijo de perra! ¡Ramera lo será tu madre!

Se adelanta de nuevo. Demasiado.

—¡Te estás liando con los papistas, Judefeldt, con el obispo! ¿Qué coño se te ha metido en la cabeza?

Vuelve atrás, idiota, vamos, no te acerques tanto.

El portal se abre de par en par, salen una decena de hombres, armados, se le echan encima.

—¡Al ataque!

Nos lanzamos, Knipperdolling se agita desgañitándose, lo sostienen entre cuatro. Retroceden mientras nosotros les disparamos con las hondas y las ballestas, ellos hacen fuego desde la torre. El portón vuelve a cerrarse y nosotros quedamos al descubierto, nos dispersamos, nos desparramamos por la plaza, respondemos al fuego, resuenan los gritos de Knipperdolling y los arcabuzazos. Nos han jodido. No hay nada que hacer, es preciso retirarse, recoger a los heridos.

Doy la orden:

—¡Atrás! ¡Atrás!

Maldiciones y lamentos nos acompañan hacia la plaza del Mercado.

Nos han jodido y estamos hundidos en la mierda. Cruzamos nuestras barricadas y nos detenemos en la escalinata de San Lamberto, alboroto, voces, juramentos, todos se apiñan en torno a nosotros. Tendemos a los heridos, se los confiamos a las mujeres, la noticia de la captura de Knipperdolling corre de inmediato con el rugido de rabia.

Rothmann está consternado, Gresbeck en cambio conserva la calma, ordena mantener los puestos, hay que refrenar el pánico.

Estoy furioso, siento que me hierve la sangre, me laten las sienes. Estamos hundidos en la mierda y no sé qué hacer.

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