Knipperdolling cierra la ventana saludando con grandes aspavientos.
—Ganaremos. Ganaremos las elecciones, basta con una palabra tuya y no tendremos rival.
Señalo la ciudad más allá del cristal:
—Es más fácil expulsar al tirano que estar a la altura de sus esperanzas. Tal vez lo difícil viene ahora.
Me mira perplejo, luego espeta:
—¡No seas malasombra! Cuando hayamos ganado las elecciones decidiremos cómo administrar esta ciudad. Ahora disfruta de la gloria.
—La gloria me espera en una tina de agua humeante.
Münster, 24 de febrero de 1534
La marea ha subido hasta este día crucial. Ayer Redeker arengó al pueblo en la plaza del Ayuntamiento: como resultado veinticuatro de ellos han sido elegidos para el Consejo. Herreros, tejedores, carpinteros, obreros, hasta un panadero y un zapatero remendón. Los nuevos representantes de la ciudad cubren todo el espectro de oficios menores, la escoria humana en cuyas manos nunca se podía imaginar uno que fueran a poner la suerte de este mundo.
La noche ha pasado en medio de festejos y danzas carnavalescas, y esta mañana han sido despachadas las últimas formalidades: Knipperdolling y Kibbenbrock son los nuevos burgomaestres. El Carnaval puede empezar.
Los primeros en comenzar son los mendigos de Münster, que entran en la catedral y como verdaderos últimos que son se toman un anticipo a cuenta de lo que ha de corresponderles en el reino de los cielos: desaparece todo el oro, los candelabros, los brocados de las estatuas y el óbolo para los pobres pasa directamente a las manos de los interesados, sin que los sacerdotes puedan sisar nada. Cuando Bernhard Mumme, hilandero y cardador, se encuentra frente al reloj que durante años ha marcado el tiempo de sus sudores, hacha en mano, no se lo piensa dos veces y hace saltar todos aquellos artilugios infernales. Entretanto sus colegas hacen sus necesidades en la biblioteca capitular, dejan recuerdos malolientes en los libracos litúrgicos del obispo, los retablos del altar son abatidos y, a fin de que puedan servir de estímulo a los estreñidos, se construye con ellos una letrina pública junto al Aa. El baptisterio es demolido a mazazos, juntamente con el órgano de tubos. La gente se entrega a una desenfrenada francachela bajo las bóvedas, se prepara un banquete sobre el altar, por fin se come hasta el hartazgo, por fin se jode, contra las columnas de la nave, en el suelo, el espíritu liberado de toda atadura, todos meándose sobre las losas sepulcrales de los señores de Münster, sobre aquellos nobilísimos esqueletos que yacen justo debajo del pavimento. Y después de haber abonado a voluntad aquellos restos mortales aristocráticos, todos a lavarse el culo en la pila bautismal.
Llorad, santos, mesaos las barbas, pues vuestro culto ha llegado a su fin. Llorad, señores de Münster, vosotros que con la devoción del oro rodeáis el pesebre de Cristo: vuestra época ha entrado en el ocaso. Nada de cuanto durante siglos ha representado el poder nefando de los curas y de los señores debe permanecer en pie.
Las demás iglesias sufren el mismo tipo de visitas, tropeles de pobres miserables cargados de botín andan por los caminos, regalan las vestiduras de misa a las rameras, prenden fuego a los documentos de propiedad que se han llevado de las parroquias.
Toda la ciudad está de fiesta, las procesiones carnavalescas recorren las calles en carros. Tile Bussenschute vestido de fraile atado a un arado. La puta más famosa de Münster llevada por todo el cementerio de Überwasser con acompañamiento de salmos, ondear de estandartes sagrados y repicar de campanas.
—¿Sois vos Gert Boekbinder? —Un asentimiento distraído—. Me manda Jan Matthys. Os informa de que estará en la ciudad antes de la puesta del sol.
Aparto los ojos del tablado. Un rostro joven.
—¿Eh?
—Jan Matthys. ¿No sois uno de sus apóstoles?
Busco en los ojos el brillo alegre de la broma, pero en vano:
—¿Cuándo has dicho que llegará?
—Antes de que oscurezca. Hemos hecho noche a diez leguas de aquí. Yo he partido de madrugada.
Lo aferro por un hombro:
—Vamos.
Nos abrimos paso con los brazos entre el gentío. El espectáculo ha reunido a mucha gente: está en escena el mejor imitador de Von Waldeck de todo Münster. Cada plaza tiene su atracción en el día de hoy: música y danza, cerveza y lechón, juegos de destreza, parodias del mundo al revés, representaciones bíblicas.
Mi joven amigo se deja distraer por un par de tetas exhibidas con descaro en un rincón de la calle.
—Ven, ánimo. Te presentaré a otro de los apóstoles.
Ahora hay necesidad de él. Beuckelssen es el único que puede improvisar algo en un momento así. Si no recuerdo mal está actuando delante de la iglesia de San Pedro.
Un cortejo de Carnaval viene a nuestro encuentro y nos aplasta contra las paredes de las casas. Abren su marcha tres hombres con un asnillo a cuestas. Detrás viene un carro, tirado por una decena de reyes. En el centro figura un arbolito con las raíces en alto, en una tina un hombre desnudo se ensucia con barro. En una esquina el Papa ora en actitud de recogimiento.
—¡Muera Sansón con todos los filisteos!
La voz de Jan llega hasta nosotros de lejos, da lo mejor de sí mismo: se la oye como vibrando en el esfuerzo sobrehumano de demoler las columnas del templo de Tiro. El entusiasmo de los espectadores no es menor.
Subo al tablado al lado del Santo Rufián y el estallido de los aplausos se detiene casi de golpe. Una sensación de expectativa, un rebullir de voces que se aplacan.
Al oído:
—Matthys estará aquí antes de la puesta del sol. ¿Qué hacemos?
—¿Matthys?
Jan de Leiden no sabe hablar en voz baja. El nombre del profeta de Haarlem es como una piedra lanzada en el estanque vociferante que hay debajo de nosotros. Las ondas se van ensanchando rápidamente.
—Esta noche tenía que celebrarse el banquete de fiestas a cargo de los consejeros, el reparto de las pellizas y todo lo demás… —Una caricia en la barba—: Tranquilo, amigo Gert, ya pensaré yo en ello. Tú ve a avisar también a los demás, si es que aún no lo has hecho. Knipperdolling estará entusiasmado de poder conocer al gran Jan Matthys.
Asiento, de nuevo indeciso. Al dejarlo en el escenario, casi una súplica:
—Jan, por favor, nada de tonterías…
Por la noche se levanta un viento que dejaría helados a los mismos lobos. Las ráfagas llegan cargadas de una nevisca gélida y cortante. Las calles se blanquean.
El rumor de que Matthys está ya aquí ha llegado a todos los oídos de la ciudad. En torno al Aegiditor, por la calle que lleva a la catedral, algunos han ocupado ya sitio desde hace rato. Las antorchas se encienden a medida que la luz se disipa.
—¡Sí, es él! ¡Sí, Enoc!
Kibbenbrock y la mitad del Consejo, de un lado; Knipperdolling y la otra mitad, del otro, empujan por fuera los pesados batientes. El chirriar de los goznes es una señal. Los cuellos se alargan hacia la puerta. La escasa luz que ha quedado de este día penetra primero como una hoja, luego lentamente se expande hasta llenar la arcada entera.
Jan Matthys es una sombra oscura, erguida, el bastón en la mano. Avanza a paso lento, sin una mirada para la multitud. Los dos nuevos burgomaestres, junto con todo el Consejo, caminan detrás de él, a corta distancia, las antorchas en alto sobre la cabeza. Un canto quedo los acompaña.
Observo mejor: en la nieve que continúa posándose sobre el empedrado en copos cada vez más grandes, los pies del Profeta Panadero están descalzos, desnudos. En la mano no sostiene un simple bastón, sino un aventador: la pala usada por los campesinos para separar el grano de la paja.
Mientras Matthys avanza los dos bandos encendidos de entusiasmo de la calle se cierran tras él y el cortejo se engrosa. Jan de Haarlem se para, agarra el aventador con las dos manos, lo levanta apuntando al cielo. Los cantos cesan de golpe.
—¡Dios está a punto de barrer su era! —grita, primero solo y luego acompañado del rugido de centenares de voces. La larga pala agita la nieve con brazadas furiosas.
—¡Dios está a punto de barrer su era!
Le hace eco la voz de la multitud, que informa a los recién llegados:
—¡El profeta, el profeta está aquí!
—¡Ha llegado!
—¡Jan Matthys, el gran Jan Matthys está en Münster!
Avanza, la gente se agolpa hacia la plaza central. Todos quieren ver al mensajero de Dios, alto, enjuto, negro, barbudo, descalzo.
Ahí está.
He aquí a Enoc.
Se detiene, el asomo tal vez de una sonrisa, tal vez.
Beuckelssen se para delante de él con los brazos abiertos:
—Maestro. Hermano. Padre. Madre. Amigo. Un ángel me ha dicho que llegarías hoy. El ángel que he visto entrar a tu lado y que ahora revolotea sobre tu cabeza. Hoy, no ayer, ni mañana. Hoy, que la victoria es nuestra y los enemigos están derrotados. Ángel de Dios. Cuánto te amo.
Matthys se acerca a él y le suelta un puñetazo en una mejilla que lo manda al suelo. Todos se quedan helados. Se levanta de nuevo. Sonríe. Los dos Jan se abrazan estrechamente como si quisieran triturarse, se quedan así en aquel doble apretón, tambaleándose un buen rato. Beuckelssen llora de alegría.
Me acerco, busco la mirada:
—Bienvenido a Münster, hermano Jan.
Me abraza también a mí, muy fuerte, me deja sin respiración. Le oigo murmurar conmovido:
—Mis apóstoles, mis hijos…
Los ojos son antorchas negras, los mismos que mil meses atrás me confiaron una misión. Pero hay algo, como un malestar extraño: no caigo en la cuenta hasta ahora de que no había vuelto a pensar en Matthys desde que llegamos aquí. Los acontecimientos me han trastornado. La lucha y el peligro que esta gente ha vivido le son ajenos. Lo hemos hecho todo por nuestra cuenta, pero ahora él está aquí y recuerdo que vinimos en su nombre, con su palabra en la boca. Münster nos ha chupado las energías, nos ha hecho combatir, empuñar las armas, arriesgar la vida. ¿Cómo puedo explicártelo, Jan, cómo? Tú no estabas.
Me quedo callado. Lo miro subir al palco de los espectadores, levantado al amparo de la catedral. Los hachones dibujan su sombra alargada en la fachada de la iglesia, un demonio danzante que hace gestos de mofa a la gente allí reunida. La nieve intercepta la luz, remolinea sobre las cabezas: un escalofrío en el cuerpo.
Altísimo y flaco como no lo recordaba, pasa revista a los rostros, como si quisiera recordar los rasgos, uno por uno, los nombres.
Se ha hecho un silencio irreal. Las miradas dirigidas todas a él, desde debajo de los hachones, la respiración de cientos de hombres y mujeres, suspensa sobre la plaza, junto con las vidas también.
La voz es un gorgoteo profundo, que parece salir de una cavidad de la tierra.
—No a mí. No a mí. No me adoras a mí, progenie festiva de elegidos. No a mí. El fuego de esta noche arde en los altares, consume las estatuas, arde en el infierno con todo lo que existía. Y no existirá nunca más. El viejo mundo se consume cual pergamino en el fuego. El mundo, el cielo, la tierra, la noche. El tiempo. No existirá nunca más. No me elevas a mí a la gloria de la eternidad. No a mí. La palabra no conoce el pasado, el futuro. El Verbo es solo el ahora. Es carne viva. Todo lo que sabías, el conocimiento, el caduco buen sentido del mundo que existía. Todo. Es ceniza. No me conduzcas a la victoria. No me entregues a este día de gloria. No me defiendas con el puño apretado contra tu enemigo. No soy yo el caudillo de esta guerra. Ni tampoco esta boca, estos huesos corroídos por la pasión. No. Tu Señor. Al que desde siempre te han obligado a adorar en las iglesias, en los altares, postrado de hinojos delante de las estatuas. Está aquí. Dios es esta sangre, estas caras, esta noche. Su gloria no es flor de un día, no dura la fiesta de una estación, sino que quiere la eternidad. La hace suya mediante el hierro, tritura, hunde, aplasta. Allí fuera, allende las murallas, el mundo se ha acabado ya. He atravesado la nada para llegar hasta aquí. Y los campos se hundían tras los pasos, los ríos se secaban, los árboles caían y la nieve descendía como una lluvia de fuego. Y de sangre. Un mar discurría detrás. Un océano que subía, una oleada de ira. Cuatro caballeros galopaban a mi lado, caras de muerte, pestilencia, hambruna, guerra. Ciudad, castillos, aldeas, montañas. No queda ya nada. Dios se ha detenido solamente delante de estos muros, para pedirte el alma, el brazo y la vida. Y ahora te anuncia que la Escritura está muerta y que en tus carnes grabará la nueva palabra, escribirá el último testamento del mundo y lo quemará en el fuego. Tú, Babilonia de lodo y meretricio. Tú, la última en la tierra. Tú eres la primera. Todo comienza a partir de aquí. De estas torres. De esta plaza. Olvida tu nombre, a tu gente, a tus impíos mercaderes, a tus sacerdotes idólatras. Olvida. Pues el pasado es de los muertos. Hoy tienes un nombre nuevo y ese nombre es Jerusalén. Hoy eres conducida a la batalla por Aquel que te llama. Por medio de tu mano su hacha edificará el Reino, paso a paso, ladrillo a ladrillo, cabeza a cabeza. Hasta el cielo. Escoria de los humildes, de los despreciados de una era remota, combatirás sin temer ningún daño, milicia de Dios en el reino por venir. Pues tu caudillo es el Señor.
Tiemblo. Un instante detenido. Suspendidos en el tiempo, la noche borra el mundo más allá de la plaza, ya nada, solo nosotros, aquí, reunidos en un solo respirar. Compacto, en el terror de las palabras, el ejército de la Luz. Sus ojos recorren las filas, enrolándonos uno tras otro. Temor y orgullo, y también certeza, porque solo esas palabras pueden ahuyentar el miedo. Estar a la altura de su cometido.
Tiemblo. Queríamos la ciudad. Nos ha puesto delante el Reino. Queríamos el Carnaval de la libertad. Nos ha obsequiado con el Apocalipsis.
Dios mío, Jan. Dios mío…
Münster, 27 de febrero de 1534
¿Son gélidas las llamas del infierno? ¿Hay que esperar semidesnudos, hambrientos, uno detrás de otro, mudos, la hora en que Cerbero nos arroje por la puerta al hielo eterno de la impiedad?
La era tiene que ser barrida.
¿Qué infamia, que no pueda ser borrada, estigmatiza a estos chiquillos bañados en lágrimas, estrechamente apretados a madres deshonradas, a viejos aterrorizados que se mean en sus propios harapos? ¿Quién les explicará por qué fueron arrojados del Edén?