—¿Estás seguro de que no está en la iglesia?
Sacude la cabeza:
—Por aquí no ha pasado.
Nos apresuramos hacia la plaza de la catedral. No necesito mirar a Gresbeck: respiramos los mismos presentimientos pesimistas.
Poco antes de que se haga de noche la macabra confirmación.
El cuerpo de Jan de Haarlem, en una cesta catapultada dentro de las murallas. Descuartizado, hecho pedazos.
Knipperdolling como enloquecido. A todo correr, en medio del estupor de la ciudad, invoca a voz en grito el nombre de Jan Beuckelssen, el nuevo David.
En el tablado al pie de la catedral se destaca la forma inconfundible del Leidiano Loco.
Escena primera: el sueño del Rey David
(Knipperdolling en el papel de Matthys, Beuckelssen en el de sí mismo)
.
MATTHYS: Sí, sí. Eres un bastardo, Jan de Leiden. Un hijo de puta. El bastardo y el hijo de puta que me sucederá a la cabeza de las filas del Señor.
BEUCKELSSEN: ¡No, no! ¡Soy un gusano viscoso y asqueroso, indigno, indigno!
MATTHYS: Jan, homónimo apóstol mío, sabes cuánto te amo. Y mi amor no es sino el reflejo del amor aún mayor del Padre por ti. No eres más que un gusano. Y yo te saqué del lodo de los burdeles para hacerte luchar en Münster a mi lado. Gusano. Regio gusano al que corresponderá la tarea de retomar mi espada e instaurar el Reino. Dentro de ocho días el Profeta deberá dejar el puesto al Señor. Y el Señor te elegirá a ti, para ser el guía de la Nueva Sión.
BEUCKELSSEN
(contiene las lágrimas, no ve ya a nadie, o tal vez lo tiene todo claro. Mucho más claro que yo y que Gresbeck)
: Ven para acá. Bernt.
Intermedio
(Knipperdolling, en el papel de sí mismo, avanza torpemente, con el espadón de la Justicia en la mano)
.
KNIPPERDOLLING: Es cierto. Hará unos ocho días Jan de Leiden me dijo que había sido visitado por Matthys en sueños y que había recibido de él la consigna de llevar a cabo el Plan.
Escena segunda: el cumplimiento del Plan
(Beuckelssen en el papel de Dios y de David, Knipperdolling en el papel de sí mismo)
.
DIOS: Hombres y mujeres de Münster, ved a este homúnculo. Ved a David. Hombres y mujeres de la Nueva Jerusalén: ¡el Reino es vuestro! ¡ Yo soy el que triunfa! Todo cuanto había sido prometido se ha visto cumplido. Vosotros sois los dueños del Reino. ¡Corred a lo alto de las murallas y reíos en la cara de vuestros enemigos, pedorread vuestra alegría en sus bestiales jetas! Ellos nada pueden, Matthys lo ha demostrado. Lo que él ha querido deciros es que esos impíos lamestolas ya pueden reducirlo a pedazos del tamaño de los mocos, que no harán ni un simple rasguño al Plan. ¡Y mi plan no es otro que vencer! ¡Vencer! ¡Una honda! ¡Una honda para David!
(Knipperdolling se apresura a pasarle una honda a Beuckelssen, de esas que los campesinos emplean para mantener alejados a los cuervos de su cosecha).
DAVID: ¡Ciudadanos de la Nueva Jerusalén, yo soy el hombre que viene en el nombre del Padre: el nuevo David, el bastardo hermanastro de Cristo, el elegido! Admirad al Padre, que ha querido elegir a un mentecato, a un putañero, para hacer de él un apóstol, su caudillo. Y por boca del arcángel Matthys le ha anunciado su preñez. Sí, preñez del cumplimiento del Plan. ¡Jan Matthys no está muerto! Matthys el Grande me ha fecundado con la Palabra del Padre y vive en mí, vive en todos vosotros, porque estamos destinados a llegar hasta las últimas consecuencias, somos nosotros la fuerza de Dios, somos los mejores, los elegidos, los santos, los que han heredado la tierra y pueden hacer uso de ella como les plazca. ¡No existen ya límites para nosotros: el mundo se ha acabado, está a nuestros pies!
(Suelta el aliento, hace planear su mirada azul sobre la muchedumbre, que se ha engrosado hasta llenar la plaza.)
¡Hermanos y hermanas: el Edén es nuestro!
KNIPPERDOLLING
(a su lado)
: ¡Viva Sión!
La respuesta es un impacto que dobla las piernas, una borrachera, un disparo, un puñetazo en pleno mentón. Es un viva gritado a voz en cuello por miles de personas, para borrar la desesperación, el descorazonamiento, la conciencia de haber seguido a un loco que ahora yace hecho pedazos en una cesta. Mejor creer en ello hasta sus últimas consecuencias, mejor continuar soñando antes que cobrar conciencia de la locura colectiva. Lo leo en sus ojos, en las expresiones trastornadas de esos rostros; mejor un rufián saltimbanqui, sí, sí, el hijo de Matthys, mejor él, pero devolvednos el Apocalipsis, devolvednos la fe. Devolvednos a Dios.
Me tambaleo mudo, veo a Beuckelssen levantado por un bosque de manos y llevado en triunfo por la plaza. Se ríe y manda besos a todos, sensuales, provocadores besos, tal vez tiene uno también para el compadre que en más de una ocasión lo ha sacado de apuros y lo ha acompañado hasta aquí. O tal vez el Santo Putañero no piensa ya en nada de todo esto. No abandonará ya nunca más este papel, la mejor interpretación de su vida. Jan, por fin has conseguido calzar el mundo como un guante a tu repertorio de actor. O al contrario, han sido tus personajes quienes han encontrado el escenario adecuado en el corazón de estos hombres y en los acontecimientos del mundo. Ahora eres Moisés, Juan, Elias y cualquier otro que te apetezca ser. Lo eres para siempre: no tienes la menor intención de echarte atrás. Está escrito en tu sonrisa y en el hecho de que no tenías ningún motivo para hacerlo.
Gran final:
La multitud inunda la ciudad, ensalza al nuevo profeta de Münster en la Aegiditor, que los episcopales vean que la moral del pueblo de Sión está alta y que hay un nuevo caudillo. Pero un alarido de repulsión y de terror deja helado al cortejo triunfal. Las mujeres que han abierto de par en par la puerta señalan una de las dos grandes antas.
Una flecha mantiene clavado algo en la madera, como una bolsita sanguinolenta. Una broma macabra de los episcopales: deben de haber aprovechado la ausencia de los centinelas para acercarse a las murallas y luego escapar.
La multitud se abre y Jan de Leiden avanza, decidido, arranca la flecha y recoge sin pestañear el escroto de Jan Matthys, lo aprieta en la mano, asiente a los mismos ángeles. Levanta la voz y los testículos del Profeta, poniéndolos bien a la vista, a fin de que todos puedan verlos.
BEUCKELSSEN: Sí. Aunque dejé una mujer legítima en Leiden para seguir al Gran Matthys, él me dijo que debería ser yo el marido de su esposa. Por tanto, tendré que casarme con la viuda del Profeta y hacer uso de sus cojones en su lugar.
(Se mete en el bolsillo el coágulo sanguinolento y anuncia)
: ¡Traed a Divara! La esposa que me ha sido destinada.
Aplausos.
Fin.
Münster, lunes de Pascua de 1534
—¡No me llames loco!
El puñetazo me da en pleno pómulo, voy a parar al suelo.
Jan es una máscara roja y rubia de furor.
Me dejo caer en un asiento:
—Lo único que de veras has demostrado con eso es que eres un miserable saltimbanqui.
Contiene la respiración, da algún paso masajeándose los repelados nudillos, agacha la cabeza, se tambalea. El estallido de rabia queda empañado enseguida de desesperación.
—Ayúdame, Gert, yo no sé qué hacer.
Lo miro abatido: un sastrecillo lloriqueante e infeliz.
—Ayúdame. No soy más que un gusano, ayúdame. Dime lo que debo hacer. Porque yo no lo sé, Gert…
Toma asiento en el sitial que fue de Matthys, mira al suelo.
—Ya has hecho bastante.
Asiente:
—Soy un necio, sí, un jodido necio. Pero querían una esperanza, ya los viste, querían que les dijera lo que dije. Me querían así y lo he hecho, les he hecho felices, fuertes de nuevo.
Me quedo callado, inerte, la cabeza late, el duro golpe, la confusión de la hora presente.
Parece recuperarse un poco:
—¡Ayer estaban perdidos, y hoy le plantarían cara a Von Waldeck con las manos desnudas! —Busca mi mirada—. Yo no soy Matthys. Podemos volver a comenzar desde el principio, podemos ponernos a follar, ¿eh?, darnos unos buenos festines, hacer todo cuanto nos plazca. Somos libres, Gert, libres y dueños del mundo.
No tengo ganas de hablar, no tiene sentido, pero las palabras salen por sí solas, para mí y para el hermanastro loco con el que he compartido el hedor de los establos: el nuevo profeta de Münster.
—¡Qué mundo, Jan! Von Waldeck no es necio, los poderosos no lo son nunca. El poderoso ayuda al poderoso, el príncipe apoya al príncipe: papistas, luteranos… eso no tiene ninguna importancia, cuando los que están debajo se rebelan, te los encuentras a todos unidos, con sus jinetes y las armaduras relucientes, formados para cargar. Este es el mundo de allí fuera. Y estate seguro de que no ha cambiado solo porque hayas obsequiado a esta gente con el hermoso sueño de Sión.
Lloriquea como un cachorro, con los dedos hundidos en los rizos rubios.
—Dímelo tú. Tú sabes lo que hay que hacer. Haré lo que me digas, pero no me dejes, Gert…
Me levanto asombrado:
—Te equivocas. Tampoco yo lo sé. No lo sé ya.
Gano la puerta en medio de sus infantiles gimoteos.
Ella está ahí detrás. Lo ha escuchado todo.
Sus cabellos son tan claros y luminosos que diríanse de platino.
Divara: un vestido desceñido, que deja entrever un cuerpo perfecto. En el rostro la inocencia de una niña, blanca reina niña, hija de un cervecero de Haarlem.
Un leve toque me levanta la mano y me desliza dentro de ella una pequeña hoja.
—Mátalo —murmura apenas, indiferente, como si se refiriera a una araña en la pared, o a un viejo perro moribundo al que conceder el descanso eterno.
La bata abierta sobre el pecho turgente, revelando la recompensa. Los ojos de un azul intenso que infunden terror hasta los tuétanos, los pelos en punta como agujas, el corazón como un bombo. Un montón de cadáveres, visión de lo que puede suceder, el abismo abierto de par en par por una muchacha de quince años. Tengo que agarrarme al pasamanos de la escalera, mientras me tambaleo hacia abajo, lejos de la Venus Dispensadora de Muerte.
Münster, 22 de abril de 1534
Embotamiento. De los miembros, de la mente. No reconozco a nadie, ni a la propia gente que ha derrotado a los episcopales y a los luteranos en una sola noche. Mis hombres, sí, ellos, me seguirían hasta el mismísimo infierno, pero no podré llevarlos lejos: alguien debe quedarse sin embargo, vigilar al Juglar, a la Reina Blanca y a su Corte de los Milagros.
Solo. Irse inmediatamente, buscar la salida de la cloaca antes de que sea demasiado tarde.
Los acontecimientos de estos días causan espanto. Y sin embargo la moral está por todo lo alto. En una salida he capturado a un destacamento de jinetes que trataba de atacar la Judefeldertor y ahora están negociando un intercambio de prisioneros. Hemos hecho también que se les pasaran las ganas a los episcopales de acercarse hasta el pie de las murallas, fuera del alcance de los arcabuces, para enseñar sus pálidos culos al grito de «¡Padre, dame por aquí, ansío tu carne!», costumbre que habían adquirido en las veladas de borrachera y cuchipanda. Con un poco de buena balística ha bastado para darle a uno de ellos con un cañonazo entre las nalgas dejándolo reducido a pedazos para los perros.
Por espacio de una semana todos los hombres han meado y cagado en los bastiones dentro de una cuba, que luego se ha hecho rodar hasta el interior del campamento del obispo. Al abrirla, la fetidez ha llegado casi hasta aquí.
He organizado con Gresbeck ejercicios de tiro para todos, incluso para los chicos y las mujeres. Enseñamos a las muchachas a hervir la pez y a arrojar cal viva sobre la cabeza de los atacantes. Se hacen turnos de guardia en las murallas repartidos entre todos los ciudadanos, de ambos sexos, entre los dieciséis y los cincuenta años.
He hecho poner una campana en cada bastión, que deberá hacerse sonar en caso de incendio, para que se pueda saber adónde acudir con el agua.
Hemos descubierto que Matthys había inventariado los bienes secuestrados a los luteranos y a los papistas, aparte de las disponibilidades alimentarias de la ciudad. Lo había anotado todo, hasta la última gallina y el último huevo. Es posible resistir por lo menos un año. ¿Y luego? Mejor dicho: ¿y mientras tanto?
No basta, no puede bastar. Las fanfarronadas del Profeta Saltimbanqui no conducen a ningún lado.
Los Países Bajos, los hermanos. Contar qué sucede en Münster, organizarlos, escogerlos, tal vez también adiestrarlos para combatir. Buscar dinero, municiones.
No lo sé. No sé si es lo más adecuado que se debe hacer, nunca lo he sabido, siempre he elegido un camino distinto. Lo único que sientes es que no puedes continuar así, que las murallas, las paredes, comienzan a quedarse pequeñas y tu mente necesita aire fresco, tu cuerpo sentir que las leguas discurren bajo sus pies.
Sí. Todavía puedes hacer algo por esta ciudad, capitán Gert del Pozo.
Impedir que la libren solo a la locura de sus profetas.
Münster, 30 de abril de 1534
El equipaje es ligero. Dentro de la vieja alforja de cuero: galletas, queso y arenques, suficiente para algunos días: un mapa de los territorios desde aquí a los Países Bajos; el cuerno lleno de pólvora, para que no se moje; las dos pistolas que Gresbeck ha insistido en que me llevara conmigo; y tres viejas cartas descoloridas y pringosas, que traicionaron a Thomas Müntzer. Reliquias inseparables estas últimas, único recuerdo tangible de lo que está muerto y sepultado bajo los escombros del fallido Apocalipsis.
—¿Estás seguro de querer irte?
La voz ronca del ex mercenario apunta a la puerta. No es el tono de quien tiene objeciones que hacer, sino de quien se pregunta por qué no me lo llevo conmigo.
—Calculamos mal, Heinrich.
—¿Te refieres a Matthys?
—Me refiero a esta gente. —Una ojeada fugaz, mientras ato las últimas correas—. Les gusta creer que son santos. Quieren que alguien les cuente que todo ha ido como la seda, que Münster es la Nueva Sión y que no hay nada ya que temer. —Compruebo el peso de la alforja, excelente—. Cuando, en cambio, deberíamos estar cagados. ¿Has echado un vistazo fuera de las murallas? Von Waldeck está levantando fortificaciones, y estoy seguro de haber visto talar árboles al nordeste. ¿Sabes qué significa eso? Pues máquinas de guerra, Heinrich, se preparan para un asedio. Tienen toda la intención de quedarse clavados aquí el mayor tiempo posible, por lo menos hasta que las últimas fanfarronadas del último profeta besado en la boca por Dios nos hayan estupidizado definitivamente. Las naves que transportaban aquí a los hermanos baptistas desde Holanda fueron interceptadas en el Ems. Había en ellas armas y víveres. Cierran las fronteras, los caminos. Todo esto son señales, pero nadie quiere darse cuenta. No han tenido una mala idea.