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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Q (31 page)

Knipperdolling aparta el pelo de ella de su caraza sudada y mira en dirección a Jan:

—¡Mierda! —Es su único comentario.

Se me escapa una risita, pero no tengo fuerzas para exponerle la extraña costumbre de nuestro actor: cuando cuenta alguna patraña nunca consigue reprimirse ese «¿me explico?». Es un método infalible para restarle exageración a sus anécdotas.

Knipperdolling no quiere ahora perderse ninguna de las historias de su amigo rufián:

—¿Qué decías antes de los indígenas de las Indias?

—¿Cuándo?

—Hace un momento, ¿no? ¡No sé qué historia de que se nos han adelantado en el Reino de los Cielos!

—Ah, nada. Me lo contó un marinero cliente mío que estuvo por aquellos mundos. Allí son mucho más bajos que nosotros, pero tienen un pistolón así de grande. Y por si puede ser de tu interés, otro cliente, que estuvo en África, me dijo que allí se circuncidan porque a las mujeres les gusta mucho más.

—¡Esos apestosos de los judíos! Entonces, seguro que también ellos lo hacen por ese motivo, claro que pueblo elegido…

Ahora también Jan ha llegado al final. La alusión a Israel lo excita más aún. Levanta los brazos al cielo y no se contiene:

—¡Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa!

Pronuncia la última vocal como un largo lamento, mientras que lentamente se deja caer sobre la cama.

Si puedo preciarme de conocerlo, no volverá a abrir el pico.

Pasan unos pocos minutos y está de nuevo cabalgando. No lo conozco, después de todo, tan bien.

—Señores, señor, amigos todos, por favor. —Desnudo, los brazos abiertos, de rodillas sobre la cama—. En primer lugar algunas instrucciones, o preguntas, si os parece: tú, amigo Berndt, quizá tienes intención de matarme de sed, tacaño tendero de mierda, ¿es así acaso? Porque entonces recaerán sobre ti…

—Ah, sí, sí, coño, ya voy, voy enseguida, pero, pero es que me das miedo, pues chupas más que una esponja, como si no lo supiera yo…

La barriga de Knipperdolling se bambolea hacia el cuarto de al lado.

—¡Bravo, bravo! —aplaude ruidosamente—. Y tú, amiga, fiel y santa putita mía, tú sigue, sigue jugueteando con el divino hisopo que tengo entre las piernas, mientras el Santo Rufián os cuenta la historia de sus nobles orígenes. Así, estupendo, así.

Knipperdolling vuelve con tres botellas de aguardiente y una sonrisa bobalicona impresa en la cara que se apaga cuando cae en la cuenta de que su dama hunde ahora la cara completamente en el culo de Jan.

—¡Bien, estoy listo, mejor dicho, no, Gert! Gert, ¿hay alguien ahí? ¿Estás seguro de que tu querida damisela no te la ha disuelto del todo? ¡Hace una hora que la tiene en la boca, corre el riesgo de ahogarse!

—¡Vete a la mierda! —es mi respuesta.

—No, amigo, no, no es eso, por el propio bien incluso de la señora Besamelculo que tengo aquí debajo. Pero ahora basta, ¡un poco de atención, por favor!

Knipperdolling no está muy convencido, hace ademán de arrojarse torpemente en medio de aquella confusión de carne y ocupar posiciones.

—Mi madre era una inmigrante alemana, soltera. Se dejó poseer en una zanja por el viejo Schulze Bockel, gran faldero de El Haya, y me trajo al mundo con el nombre de Johann, en holandés Jan. A los dieciséis años me embarqué en un navío mercante: Inglaterra… Flandes, Portugal… Lubeck… Luego el contramaestre comenzó a demostrar una atención especial por mí. Una noche, durante una borrasca, le rompí la crisma con un remo y lo arrojé por la borda. Dos días después desembarqué en Leiden y me metí en la cama de su mujer. Consolé a la pobre viuda durante un par de años, viví en su casa y retiré una pequeña suma de sus ahorros. La señora me encontró trabajo de sastre: decía que yo estaba hecho para aquel oficio, pero no sé qué se lo hacía pensar, pues yo nunca he tenido las menores ganas de dar golpe. Menudo putón que estaba hecha: había perdido a un marido grueso y beodo a cambio de un maravilloso veinteañero… Pero mi verdadera vocación era otra muy distinta, yo no quería pasarme la vida agachando el lomo, estaba llamado a algo mejor, más elevado y espiritual, hacer de actor, escribir versos, tenía que dejar a aquella pelleja… vivir mi vida… sí. ¿Por dónde iba? Ah, sí, cuando dejé plantada a la viuda y abrí mi taberna… una mancebía de gran lujo, buenas ganancias y pocos fastidios. Alegraba la vida de los clientes declamando mis estrofas, antes de que las muchachas se ocupasen de ellos. En cierta ocasión representé también, en una iglesia, pasajes del Antiguo Testamento de memoria, hacían falta cojones. La Cámara de los Rectores me hizo miembro honorario. Habéis de saber que estos eran asiduos frecuentadores de mi burdel y se les hacía descuentos especiales, precios de favor. ¡Estaba más cerca yo de Dios en medio de mis rameras que todos esos letrados que tenían la podredumbre delante de sus narices y que venían luego a dejarse mimar la picha por ellas!

»Un día llegaron a mi burdel dos caminantes que me enviaba Dios. Uno era Jan Matthys y el otro ese con el que Inge se está refocilando sobre la alfombra. Gert, ¿sigues vivo? Y van y me dicen: “Jan de Leiden, el Señor tiene necesidad de ti, abandónalo todo y síguenos”.

—Y tú lo hiciste…

—Por supuesto, porque sentía que era lo más acertado que se podía hacer, que era mi destino, coño. Dios me habló y me dijo: «¡Jan, bastardo chuloputas, te puse sobre la tierra por una razón, no para que te revuelques en el fango y el vicio durante toda tu vida! Levántate y sigue a estos hombres, pues hay un trabajo que cumplir». Y aquí nos tienes recibiendo a tu comité de bienvenida. ¡Y nuestra gratitud, amigo Berndt, te seguirá hasta el cielo, donde recibirás lo que mereces!

Knipperdolling ríe a carcajada limpia con las manos en los cojones:

—Y una porra, malasombra, y una porra, pero escucha una cosa, al comienzo decías no sé qué de los indígenas, supongo que se trata de una tontería.

—Como un brazo de larga, Berndt, como un brazo.

Knipperdolling se pone sombrío. Jan le da un tiento a la botella y se deja caer cuan largo es sobre la cama. Comienza a parlotear:

—¿Quién soy? A ver si lo adivináis, ¿quién soy?

Silencio.

—Vamos, vamos, que es fácil.

Coge el borde de la sábana con dos dedos y comienza lentamente a taparse:

—¿Quién soy?

—Un borracho perdido.

Se pone en pie, muy serio, envuelto en la sábana:

—¡Maldito seas, Canán! ¡Esclavo de los esclavos será para sus hermanos! —Un grito a Knipperdolling—: ¿Quién soy?

El jefe de las guildas me mira espantado, visiblemente atemorizado.

Me dispongo a tranquilizarlo cuando Inge levanta la cabeza, se vuelve hacia Jan y dice:

—Noé.

Capítulo 26

Münster, 28 de enero de 1534

Münster posee una fascinación especial, estrechos callejones, casas oscuras, la plaza del Mercado en cuyos aledaños se alza San Lamberto, la arquitectura y la disposición de los edificios, todo parece casual, caótico, cuando en cambio te das cuenta con el paso de los días de que existe un orden, oculto en ese dédalo de calles. He pasado el tiempo libre conociendo la ciudad con paseos sin objeto durante horas, perdiéndome en el laberinto, y volviendo a encontrar la orientación, cada vez en puntos distintos de la ciudad. Descubro pasajes semisecretos, charlo con los comerciantes, la gente es abierta con los extranjeros, acaso porque el anabaptismo ha llegado aquí traído por los profetas errantes holandeses. He conocido a uno de ellos, Heinrich Rol, que tiene asignada una parroquia dentro de la ciudad. Hemos hablado largo y tendido de Holanda, y me ha mencionado algunos nombres de hermanos de allí, pero yo no los he reconocido. Dicen que Münster tiene quince mil habitantes, pero en los días de mercado deben de ser sin duda más. Los burgueses de este lugar son tipos que viajan, manufacturas textiles, muchísimos obreros. El haber echado al obispo ha permitido abolir las tasas sobre los tejidos y entrar a competir con los productos de los conventos: los frailuchos se las ven negras, los comerciantes engordan. He aprendido a captar la fuerza que emana de los lugares, estas paredes trasudan excitación, descontento, vida: es una encrucijada importante, entre el norte de Alemania y el bajo Rin, pero hay una energía vital que proviene de aquí, de su interior, del conflicto que nace entre la suciedad y las ruedas de los carros.

Münster es uno de esos lugares en los que te da la sensación de que más pronto o más tarde algo inevitable va a suceder.

Voy volando por el barro de la calle, sumida ya en la oscuridad, sin preocuparme de las salpicaduras que ensucian mis calzas, voy volando rápido, de puntillas, hasta casa. Ha sido Knipperdolling quien nos ha mandado llamar a todos, a mí me han encontrado en la taberna, donde estaba entretenido con una disputa teológica entre dos herradores. Rápido, rápido, un gran problema. El muchacho que ha dado conmigo me ha dicho que fuera para casa del jefe de las guildas, y que prendiera en mi capa el imperdible, un trozo de cobre que representa el acróstico de nuestra divisa: DWWF, «El Verbo se hizo carne», ya que sin él no me dejarían entrar.

Tres golpes de aldaba y al cabo de un instante una voz conocida:

—¿Quién sois?

—Gert del Pozo.

—¿Cuál es la contraseña?

Aprieto el imperdible:

—El Verbo se hizo carne.

Cerrojos que se descorren: Rothmann me hace señas de que entre, una rápida ojeada a mis espaldas, antes de volver a cerrar la puerta.

—Por suerte te hemos encontrado: soplan muy malos vientos.

—¿Qué sucede?

—¿No te has enterado de nada?

Me encojo de hombros como para disculparme.

La preocupación se lee claramente en su semblante:

—El obispo, ese hijo de puta, ha hecho fijar un edicto: nos ha privado de todos los derechos civiles, a nosotros y a todo aquel que nos brinde su apoyo. Amenaza con represalias sobre la ciudadanía si esta sigue respaldándonos.

—Mierda.

—Von Waldeck está preparando algo, lo conozco, quiere dividirnos, espera poner a los luteranos de su parte para aislarnos. Ven, hemos convocado esta reunión para decidir cómo reaccionar. Necesitamos conocer el parecer de todos.

El comedor está ya abarrotado, una veintena de personas se apiña en torno a la mesa redonda, la algarabía recuerda el ruido del mercado percibido de lejos. Knipperdolling y Kibbenbrock están discutiendo en voz baja entre sí, la caras amoratadas de los dos representantes de los gremios del textil hablan por sí solas.

Al verme me hacen una señal de que tome asiento a su lado. Me reúno con ellos abriéndome paso con los codos, Beuckelssen está ya allí, un gesto serio de saludo:

—¿Te has enterado del edicto?

—Acaba de contármelo Rothmann, no sabía nada, he estado de charla todo el día.

Rothmann hace cesar el alboroto con grandes aspavientos, los hermanos se hacen callar unos a otros.

—Hermanos, este es un momento serio, inútil es ocultarlo, la ofensiva de Von Waldeck no persigue otra cosa que aislarnos en la ciudad, ponernos fuera de la ley para poder así perseguirnos, posiblemente con la connivencia de los luteranos. Esta noche vamos a tener que decidir cómo defendernos, ahora que el obispo ha descubierto sus cartas y presenta batalla, y el peligro se cierne sobre nosotros.

Llaman a la puerta, caras atónitas, alguien corre a ver quién es, la contraseña resuena hasta aquí, más de una, son varios.

Una docena de obreros, martillos y hachas en mano, encabezada por un pequeñajo flaco y cetrino, con un pistolón al cinto, mirada de hijo de puta y ademanes rápidos. Es Redeker, bandido de oficio, que se unió a los baptistas para aligerar las bolsas de los ricos y luego fue convertido a la causa común. El propio Rothmann lo bautizó hace unos pocos días, después de que tuviera la cortesía de aportar a los fondos baptistas el fruto de una rapiña de lo más lucrativa: quinientos florines de oro arrebatados al caballero episcopal Von Büren, una proeza memorable.

Rothmann les dirige a todos ellos una mirada fulminante:

—¿Qué significa esto?

—Que la gente no quiere quedarse cruzada de brazos mientras les estrechan la cuerda en el cuello.

—No es motivo suficiente para venir armados a casa de Knipperdolling, hermano Redeker. No debemos dar a nuestros adversarios el menor pretexto para atacarnos.

—Sucederá, en cualquier caso, ¿o qué te crees? —El pequeñajo está negro de la rabia—. Derrotarles a tiempo, esto es lo que hay que hacer, y rápido. ¡Los luteranos están dispuestos a lamerle el culo a Von Waldeck y a vendernos a todos nosotros! Los han visto transportar armas a la otra orilla del canal, al monasterio de Überwasser: están preparándose para atacarnos.

—¡Redeker tiene razón, coño! ¡No podemos esperar a que entren por esa puerta para cortarnos el cuello! —Llega el eco de quienes lo han seguido, un coro de incitaciones—: ¡Sí! ¡Caigamos sobre ellos, y acabemos con esa gentuza de una vez por todas!

Rothmann frunce la mirada, como un lobo:

—¿Qué es lo que queréis hacer?

Redeker lo mira de arriba abajo, plantado allí en medio de la estancia:

—Lo que yo digo es que los echemos fuera. Cortémosles el cuello a los papistas y también a los luteranos. Antes me fiaría de una serpiente que de ese Judefeldt y de sus compadres del Consejo.

—¿Y Tilbeck? El otro burgomaestre no se muestra hostil a nosotros, ¿quieres cortarle el cuello también a él?

—Están todos de acuerdo, Rothmann, ¿o es que no lo ves? Uno se hace el bueno y el otro el duro, son unos vendidos, prefieren mil veces a Von Waldeck que a nosotros, solo esperan la oportunidad más propicia para apuñalarnos mientras dormimos, y el obispo se la está ofreciendo en bandeja de plata. Acabemos con este asunto y quien tenga que irse al infierno que se vaya enseguida.

Rothmann se cruza de brazos, da unos pasos meditabundo como un histrión:

—No, hermanos, no. Ese no puede ser el camino. —Deja que sus palabras concentren la atención de los bandos en disputa—. A lo largo de dos años hemos luchado, unidos, a veces solos, ganándonos el apoyo de la población de Münster, de los obreros, paso a paso, sembrando la semilla de nuestro mensaje, recogiendo adhesiones en la ciudad y ahora también de fuera de ella. —La mirada cae sobre mí, sobre Beuckelssen—. Los apóstoles de Matthys están aquí. Y junto con ellos está afluyendo más gente, guiada por la esperanza, hasta nuestra ciudad. Y ellos, estos hombres y estas mujeres llenos de fe en Dios y en nosotros, sí, hermanos, en nosotros, en nuestra capacidad de ganar esta batalla, no pueden ver puesto en peligro todo en una sola noche, por una simple oleada de pánico. No solo su fe nos da fuerza, sino también su contribución material, hasta patrimonial, hermanos, las donaciones que nos hacen.

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