—¿Ajusticiaron a los ocho?
Asiento:
—Al borde de la muerte desmintieron todo cuanto les habían arrancado bajo tormento: un pobre consuelo que no sé hasta qué punto pudo permitirles morir en paz. Sus cabezas fueron devueltas a Amsterdam y colgadas en la plaza pública. Un mensaje claro: quien vuelva a intentarlo tendrá el mismo final.
»Era el mes de noviembre o diciembre del treinta y uno, momento en que Lienhard Jost había de pasar a mejor vida. Aquel nombre atraía a los esbirros como el estiércol a las moscas. La familia que me tenía escondido en su casa me concedió el suyo, haciéndome pasar por un sobrino emigrado a Alemania y vuelto al cabo de muchos años. Se llamaban Boekbinder y el primo existía de verdad, solo que había muerto en Sajonia, ahogado en un río como consecuencia del naufragio de la balsa en que viajaba. Su nombre era Gerrit. Y así fui el fantasma de Gerrit Boekbinder, Gert para la familia.
»Fue a comienzos del año treinta y dos cuando llegó una carta de Hofmann. Estaba en Estrasburgo, había tenido los redaños de volver allí. Evidentemente al recibir la noticia del trato dispensado a Trijpmaker y a los demás, el viejo Melchior se había cagado de miedo. La carta anunciaba el comienzo del
Stillstand
, la suspensión de todos los bautismos, en Alemania y en los Países Bajos, por lo menos durante dos años. A partir de aquel momento íbamos a tener que movernos en la sombra a la espera de que las aguas volvieran a su cauce: nada ya de altercados a plena luz del día, nada de proclamas, y menos aún de declaraciones de guerra contra el mundo. Para Hofmann hubiéramos tenido que ser un rebaño de predicadores bonachones, diligentes y no demasiado ruidosos, dispuestos a dejarse degollar todos en fila en nombre del Altísimo. Esto más o menos estaba escribiendo en aquellos meses en Estrasburgo.
»Por lo que a mí respecta no estaba claro aún qué iba a hacer, pero no pensaba quedarme mano sobre mano, oculto como un perro con el que la emprenden a patadas, aunque la gente que me daba cobijo era amable y generosa. Un día, en la leñera encontré una vieja espada herrumbrosa, una reliquia de la guerra de Güeldres en la que algún Boekbinder debía de haber tomado parte. Sentí un estremecimiento extraño al empuñar de nuevo un arma y comprendí que había llegado el momento de intentar algo grandioso, que era preciso poner punto final al proselitismo pacífico, porque siempre el acero y nada más que el acero sería lo que encontraríamos en el bando contrario, el de las alabardas del cuerpo de alabarderos y del hacha del verdugo. Pero sabía que no llegaría muy lejos solo. Era un nuevo comienzo a ciegas, me sentía estremecer, más lúcido y resuelto de lo que me había sentido nunca: no me espantaba saber que la aventura se transformaría en guerra, puesto que sería la única que valdría la pena desencadenar: la guerra para liberarse de la opresión. Hofmann podía continuar fabricando mártires, yo buscaría combatientes. E iba a crear dificultades.
»Y ahora, amigo mío, creo que voy a dejarte por mi cama, pues debe de ser muy tarde. Continuaremos mañana, si no te importa.
—Un momento todavía. Balthasar te llama Gert «del Pozo». ¿Por qué?
A Eloi no se le pasa nada por alto, cada palabra contiene para él una ramificación posible del relato.
Sonrío:
—Mañana te hablaré también de esto, de cómo pueden nacer por pura casualidad los apodos y de cómo luego es imposible quitárselos de encima.
Amsterdam, 6 de febrero de 1532
Por suerte la cadena aguanta, agarrado al cubo, oscilando como un ahorcado, instinto, más que nada instinto, lo he cogido por los pelos, de haberme acertado de lleno a estas horas estaría empapado allá abajo, qué golpe, no siento ya nada, todo suena lejano, los gritos, las sillas que vuelan, mantenerlo agarrado con fuerza, pues si me desmayo me ahogo, al menos aquí ya no corro peligro, mierda, son demasiados, y yo metiéndome en medio como un imbécil, por alguien además a quien ni siquiera conozco, los brazos, tienen que sostenerme, los brazos o vuelo para abajo, si salgo de nuevo me la juego, y si me quedo antes o después los músculos cederán, qué jodida situación, todo da vueltas, me duelen los hombros, menudo animal que está hecho, a ese me lo cargaba yo solo, oh, no, ese me mata si vuelvo arriba, pero, mierda, a ese otro pobre estarán moliéndolo, ¿cuántos son?, tres, cuatro, como si hubiera dado tiempo de contarlos, cuando ya los teníamos encima, todo ha comenzado de repente, ese que se ha puesto a ladrar, ¿qué hacían sus madres, sino dejarse montar por no sé qué cerdos? Una mesa que vuela sobre mi cabeza, ha faltado bien poco para que me quedara tieso en el sitio, y en esto que echan mano a los cuchillos, cuando no parecían armados, pues, joder, no se entra armado a una taberna, a tomarse una cerveza, no, a armar pendencia, a hablar de negocios, pero ese tipo ha salido con la historia de sus madres, los brazos, Dios mío, los brazos, agárrate fuerte, sí, agárrate fuerte, pero no lo conseguiré mucho más rato, no puedo ahogarme así, qué asco de muerte sería, después de todas las que he pasado, de todos los lugares de los que he salido vivo, o tal vez sí, así es como va a acabar, te salvas de los ejércitos, de los esbirros, y luego la palmas como un ratón ahogado por culpa de uno que no ha sabido estarse con la boca callada, y yo me he metido en medio, en algo que ni me iba ni me venía, y me he metido en medio, joder, cuatro contra uno, porque hacían tintinear esas bolsas repletas de dinero, unos armadores bien panzudos como están, de esos que se montan a su casta mujer una vez al año y a unas puercas sifilíticas todos los santos días de su vida, unos gozadores, todo oraciones y negocios de oro, y dale con los anabaptistas pagados por el Papa, los anabaptistas no son más que unos seres apestosos a los que habría que cortar el pescuezo para arrojar sus tripas a los perros, unos grandes y hermosos lebreles que deben de tener en sus casas de campo, los muy cabrones cargados de dinero, los anabaptistas confabulados con el Emperador, que se meten en tu casa para convertir a tu mujer a golpes de vergajo, que habría que borrar del mapa, los brazos, Dios mío, están a punto de ceder, pero ¿por qué he ido a meterme yo en medio?, ha sido ese otro loco el que ha empezado todo, no hubiera tenido que levantarse y escupirles la cerveza a la cara, y luego decir lo que ha dicho de sus madres, también yo sabía que eran unas grandes rameras pero era de esperar que se lo tomaran a mal, a esta hora le habrán cortado ya el cuello, y bueno, si aún no hubiera hecho nada más que escupir, cosas de borrachos como tantos otros, pero en cambio no, es lo que ha dicho, por eso es por lo que me he metido yo, por esas grandiosas palabras, las que yo habría querido espetarles, los brazos, mierda, los brazos, tengo que subir, ánimo, arriba, vamos, no puedo acabar en el fondo de este asqueroso pozo, no puedo palmarla así, como un imbécil, probablemente ese otro sigue con vida, y tal vez diga alguna otra barbaridad antes de que lo echen a la calle a empellones, bonitas palabras, hermano, porque sí, eres un hermano, pues de lo contrario tan pronto como te hubieras levantado habrías tenido que tragarte todo lo que has dicho, no hubiera ido yo a meterme en medio por ningún anabaptista violento, he conocido ya a demasiados, amigo mío, pero tú tienes redaños, vamos, por Dios, tengo que volver a salir, así, poquito a poco, arriba, ya casi estoy, tengo que salir, oh, mierda, aquí estoy, estoy en el brocal, un empujoncito más, ya estoy.
Se han convertido en cinco. Me habían parecido cuatro, juro que me había parecido contar cuatro. Ahora resulta que son cinco, todos alrededor de él, está fuera de combate, el tabernero sobre el empedrado del patio, sosteniéndose la cabeza, la jarra que he lanzado está hecha pedazos pero no ha dejado de causar su daño. Y el amigo desconocido allí está tieso como un palo desafiándolos con la mirada como si fuera él el más fuerte, vamos, dilo, ¿cómo era?, ¿qué dijiste antes de que se me viniera el mundo encima, antes de que ese gigante me arrojara aquí abajo?
Me subo de pie, y comienzo a recoger la cadena, sin darme cuenta siquiera de que grito:
—Oye, ¿qué es lo que dijiste… sobre Cristo bendito y estos mercaderes comemierda?
Se vuelve estupefacto, casi tanto como todos los demás. La escena se detiene, como impresa en una página, y yo estoy a punto de perder el equilibrio, debo de parecer un maldito asqueroso.
—¡Bien, estoy totalmente de acuerdo contigo! Y ahora sigue el consejo de un hermano: agacha la cabeza.
El gigante que creía haberme ahogado se pone de color morado, avanza hacia mí, ven, ven ahora que he sacado toda la cadena y tengo el cubo en la mano, ven, si tan valiente eres, ven a que te arranque esa cabezota de tocino que tienes sobre los hombros.
Es un ruido sordo, un topetazo seco, uno nada más, que deja mellado el metal y hace volar por los aires una lluvia de dientes. Se desploma como un saco vacío, sin un gemido, escupiendo fuera pedazos de lengua.
Comienzo a hacer girar la cadena, cada vez más fuerte; yo os enseñaré, distinguidos caballeros, lo sarnoso que puede ser un anabaptista. El cubo golpea cabezas, hombros, gira cada vez más lejos de mí, la cadena me siega las manos, pero los veo caer, encogerse por el suelo, correr hacia la puerta sin alcanzarla, la Justicia del Cubo es implacable, gira y gira, cada vez más fuerte, no lo sostengo ya, ahora es él el que me arrastra a mí, es la mano de Dios, podría jurarlo, señores, el Dios al que habéis puesto rabioso. Y al suelo, otro más, ¿dónde pensabas esconderte, eh, rico idiota borracho?
Un tirón, el cubo encallado, enganchado en las ramas de un arbolillo que a punto ha estado también de ser derribado.
Una ojeada al campo de batalla: ¡uf!, todos por los suelos. Alguno gruñe, se relame las heridas desfallecido, mirándose los testículos.
El hermano ha sido prudente y se ha arrojado al suelo a la primera vuelta y se levanta ahora atónito, con un extraño brillo en los ojos: como ángel exterminador no se puede decir que lo haya hecho nada mal.
Salto del brocal y me acerco tambaleante a él. Alto y flaco, barbilla oscura en punta. Me estrecha la mano demasiado fuerte, la cadena me la ha llagado.
—Dios nos ha asistido, hermano.
—Dios y el cubo. Nunca había hecho una cosa así antes.
Sonríe:
—Me llamo Matthys, Jan Matthys, y soy panadero en Haarlem. Respondo yo:
—Gerrit Boekbinder.
Casi emocionado:
—¿De dónde vienes?
Me vuelvo hacia atrás y me encojo de hombros:
—Vengo del pozo.
Amberes, 14 de mayo de 1538
—Y pasé a ser Gert «del Pozo». Matthys se divertía empleando ese estrambótico nombre, pero le gustaba también pensar que nuestro teatral encuentro no había sido fruto del azar. Por lo demás, para él nada lo era nunca, todo tenía un sentido dentro de la visión de Dios, un significado que iba más allá de las simples apariencias y que les hablaba a los hombres, a nosotros, los elegidos. Porque esto creía él que eran los baptistas: unos elegidos del Señor, los escogidos. Se trataba de una empresa que debía ser llevada a cabo, grandiosa, definitiva. Mi Juan de Haarlem conocía a Hofmann, había sido bautizado por él personalmente, y había leído sus profecías. Se acercaba el Día, el día de la liberación y de la venganza. Pero pronto comprendí que aquel panadero había realizado una elección distinta a la del viejo Melchior: lo que él quería era librar aquella batalla, sí, no esperaba más que la señal de su Dios para declarar la guerra a los impíos y a los siervos de la iniquidad. Y para ello tenía un plan: reunir a todos los baptistas y hacerles desertar del mundo, ese mundo de esclavitud y prostitución al que los poderosos querían condenarlos para siempre. Sí, pero ¿cómo reconocer a los escogidos? Matthys no se cansaba nunca de repetir que Cristo había elegido a unos pobres pescadores como seguidores y apóstoles, expulsando a los mercaderes del templo. Porque se trataba justamente de esto: del lucro, del maldito lucro de los comerciantes holandeses. Gente de aquel jaez elegiría qué fe profesar en función de sus propios intereses y esto la hacía un enemigo temible. Cuanto más ligada estaba la fe a ritos y dogmas indiscutibles, más apegados se sentían a ella: en el fondo el único motivo por el que no simpatizaban con la Iglesia de Roma era porque su mayor paladín, el emperador Carlos, los vejaba con impuestos y quería apoderarse de los Países Bajos como un tirano, impidiendo sus negocios. Poco importaba que muchos ricos mercaderes fueran personas de buena fe: la buena fe (decía a menudo el panadero de Haarlem) no basta, pues es necesaria la verdad. Pues si bastara la buena fe, de nada serviría la redención: «La buena fe no elimina los errores, muchos judíos de buena fe gritaron: “Crucifícalo”. La buena fe es una idea del Anticristo».
»Pero lo más sorprendente era el modo en que Matthys había desenmascarado la hipocresía de los curas y de los doctores que se habían servido de la Biblia desde los púlpitos y las cátedras: aquella miserable teología de la “rectitud moral” y de la consabida “honestidad”, que era con frecuencia y gustosamente conferida tan solo por una cuestión de grado, de autoridad. “En cambio, el Evangelio ensalza a los deshonestos, se dirige a las prostitutas, a los rufianes, no a las prostitutas arrepentidas, sino a las rameras tal como son, a la gente de mal vivir, a la hez de la sociedad.” También el elogio de la honestidad y de la moral eran para él la religión contada por el Anticristo.
»Y tal era la razón por la que él estaba con la gente común y corriente, los artesanos, los pobres miserables y la chusma callejera, entre quienes se encontrarían los elegidos, aquellos que sufrían más que todos los demás y que no tenían nada más que perder que su condición de desheredados de la fortuna. Allí podía sobrevivir la chispa de la fe en Cristo y en su inminente venida, porque las condiciones de aquella gente estaban más próximas a su opción de vida. ¿Acaso no había elegido Cristo a los desheredados de la fortuna, las prostitutas y los rufianes? Pues bien, entre ellos reclutaríamos nosotros a los capitanes para la batalla.
—¿Cómo era? Me refiero a qué tipo de individuo era ese Jan Matthys.
Eloi deja caer la pregunta tan lentamente como cae la tarde, al término de esta jornada dedicada al huerto y a la sonrisa de Kathleen.
—Era el loco más arriscado que haya conocido jamás. Pero esto antes de que nos fuéramos hacia Münster. Era lo bastante decidido y fuerte como para merendarse a Hofmann y su rechazo de la violencia. Si el viejo Melchior era Elias, entonces él sería Enoc, el segundo testigo de los pasajes del Apocalipsis. Tuve una demostración de aquella fuerza cuando un tal Poldermann, un zelandés de Middelburg, dijo que él era Enoc: Matthys se subió de pie sobre una mesa y fulminó a todos los hermanos allí reunidos con una sarta de maldiciones. Cualquiera que no lo reconociese como el verdadero Enoc ardería en las llamas del infierno para toda la eternidad. Tras lo cual permaneció callado durante dos días enteros. Sus palabras habían sido tan convincentes que algunos de nosotros se encerraron en una habitación sin agua ni comida, implorando la misericordia de Dios. Fue una prueba de fuerza, de oratoria y de determinación: la superó. Tal vez ni él mismo lo tuviera claro, pero yo sabía que Jan Matthys era ya el más serio competidor de Hofmann, y con una ventaja además: la facultad de hablar al furor de los humildes. Yo sentía que si aprendía a conducir aquel furor, se convertiría en el verdadero Caudillo de Dios, capaz de poner patas arriba el mundo y transformar a los últimos en los primeros, de producir una fuerte sacudida y acaso también definitiva en las pingües Provincias del Norte.