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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Capítulo 8

Venecia, 1 de junio de 1545

Pietro Perna ha llegado a la ciudad. Ha dejado un mensaje para mí en la librería de Arrivabene, fijando la cita en el taller de Jacopo Gastaldi, un pintor al que desea encargar un cuadro.

El maestro está instruyendo a uno de sus aprendices sobre el color que debe emplear para completar una imagen.

—¿No ha llegado micer Perna? —pregunto desde la puerta.

Un gesto con la cabeza me invita a entrar. La tela del caballete es realmente grande y reproduce Venecia, a vista de pájaro, increíble laberinto de agua y tierra, piedra y madera, morada por lo menos de ciento cincuenta mil personas de muy diversas razas, con iglesias en número superior a cien, sesenta y cinco monasterios y tal vez ocho mil casas de lenocinio.

Por unos instantes la sobrevuelo.

Llama enseguida la atención la ausencia de murallas y de puertas, de torres defensivas y bastiones. El agua de la laguna parece suficiente para desalentar a los peores enemigos. Muchos palacios, por otra parte, son tan altos o más que cualquier muralla y apostaría a que harían falta todos los colores de la paleta para dar razón de los colores y de los mármoles que se acumulan en esas fachadas.

Con el consentimiento de Gastaldi, entretengo la espera dando vueltas por entre los cuadros, unos acabados y otros en curso aún de elaboración.

Un cuadro mucho más pequeño que el anterior representa un canal repleto de embarcaciones: desde la galera más imponente, con remeros negros, hasta la más sencilla barquichuela, con un único remo. En la
fondamenta
que la bordea puede distinguirse a un turco, con el caftán árabe, y al menos a tres mujeres, inconfundibles, pues destacan sobre la multitud gracias a esos zuecos altísimos que he visto calzar, rubias como son casi todas las muchachas de aquí, no por nacimiento, como en Alemania, sino por la costumbre de exponer sus cabellos al sol, bañados en esencias y desplegados sobre esos extraños sombreros de ala ancha, sin copa.

Inmediatamente detrás de esta, hay otras dos telas, de idéntico tamaño. Dos retratos inacabados: uno de mujer y el otro de un magistrado. La mujer va enjoyada de la cabeza a los pies, incluso pendientes de oro en las orejas, a la usanza de las féminas de Venecia de exponer por todo el cuerpo un exagerado número de joyas, perlas y piedras preciosas. El magistrado lleva una toga de color vivo, que debe de indicar la pertenencia a alguna de las muchísimas congregaciones de la Serenísima.

Desde la blasfemia a las trifulcas, desde los forasteros a la vida nocturna, no hay aspecto de la vida de los venecianos que no esté regulado por una magistratura especial. Pietro Perna sostiene que el sistema es realmente complicadísimo, hasta el punto de que el pueblo probablemente ha renunciado a entender nada de él y se abstiene de protestar y replicar al poder, desahogando todas sus tensiones en los juegos más brutales, como la caza de los toros y las peleas tradicionales entre Castellani y Nicolotti, para la conquista de un puente a base de puñetazos y garrotazos.

Un marco precioso, con arabescos y calados, envuelve un cuadro un tanto misterioso: la laguna aparece en él atestada de embarcaciones de todo tipo, entre las que destaca una, ornada con drapeados y colores, desde lo alto de la cual un hombre que podría ser el Dux hace un gesto extraño hacia mar abierto.

—¿Os interesa la pintura, compadre? —La voz estridente de Perna me sorprende a mis espaldas—. ¿O más bien es el tema de la tela el que os sorprende?

Señalo la figura del centro de la pintura:

—¿El Dux, verdad?

—Su Serenísima en persona, en actitud de desposar al mar, arrojando un anillo de oro entre las olas, como es tradición para las fiestas de la Sensa, la Ascensión de la Virgen. Los venecianos se vuelven locos por este tipo de rituales. —Me estrecha la mano y muestra una sonrisa de alegría—. ¡Bienvenido a Venecia!

—Contento de volver a veros, micer Pietro. Ahora que estáis aquí, espero que me hagáis de guía en este laberinto en el que aún no he conseguido orientarme. Y si por mi parte puedo seros útil en algo…

La mirada circunspecta, se acerca a mí:

—Sí, podríais, podríais… El motivo es una señora, ¿entendido?, tengo aquí una carta para ella, pero no puedo llevársela a su sirvienta, pues si me viera el marido, se pondría especialmente nervioso. Me preguntaba si no seríais vos tan gentil como para… Sin exponeros demasiado a que os vean, claro está.

—¿Me invitaréis por fin a la cena que me prometisteis en Basilea?

—¡Pedid y se os dará, amigo mío, un corazón loco de amor no repara en gastos!

Capítulo 9

Venecia, 12 de junio de 1545

El escándalo de abajo me hace ponerme en pie de un salto. Gritos, sillas derribadas. Alguien que sube las escaleras a todo correr. Echo mano al puñal.

La puerta se abre de par en par, los ojos aterrorizados de Marco me miran fijamente.

—¿Qué ocurre?

—Una gran desgracia, señor, terrible… ¡Quiere matarla, estoy seguro de que quiere matarla!

La monserga continúa en veneciano.

—¡No entiendo ni jota! ¿Qué ocurre?

—El Mulo, señor mío. ¡Está abajo el Mulo, con dos de sus hombres, quiere darle un escarmiento a doña Demetra, Dios Santo, va a matarla!

Lo empujo fuera de la habitación.

—¿Quién es el Mulo?

—Tiene a las putas de la calle de’ Bottai y dice que doña Demetra le ha robado a las chicas…

El resto se vuelve algo incomprensible.

Bajo las escaleras. Por la taberna parecen haber pasado los lansquenetes: mesas derribadas, sillas rotas. Las muchachas se apretujan en un rincón aterrorizadas, tres hombres de pie, uno con un cuchillo en la garganta de doña Demetra.

Cinco pasos entre el más próximo y yo: treinta años como mucho, un bastón de punta acerada en la mano. El más gordo tiene agarrada a doña Demetra de los pelos, la hoja en la piel, el tercero está en la puerta.

Me ven. El gordo dice algo en veneciano. Cara de tonto matón. Es el cabecilla.

El del bastón se va por la pata abajo, un golpe inesperado, le bloqueo el brazo y le rompo la nariz de un cabezazo. Trastabillea hacia atrás sorprendido. Recojo el bastón, miro a los ojos del Mulo y escupo al suelo.

Sonríe forzadamente. Arroja a doña Demetra al suelo y le grita algo, apuntándola con el dedo índice.

Hace ademán de acercarse: le rompo el bastón en el hombro y con el trozo roto lo golpeo en el estómago. Se agacha, le he hecho daño.

Saco el puñal y se lo meto por una ventana de la nariz, la cabeza bloqueada por el pelo.

Una ojeada a los otros dos: las manos en la nariz chorreante, fuera de juego, el segundo está pensando ya en poner pies en polvorosa, lo dice su mirada.

—¡Marco!

El muchacho está detrás de mí:

—Santo Dios, señor, ¿es que queréis matarlo?

—Dile que si vuelvo a verle el pelo por aquí le parto la crisma.

El muchacho farfulla algo en veneciano.

—Dile que si toca a doña Demetra o a una de sus chicas, iré a buscarlo y le romperé la cabeza.

Marco se arma de valor y pone en ello la rabia que me falta a mí.

Empujo al Mulo hacia la salida, el último impulso se lo da una patada en el culo. Los dos compinches se largan tras él.

Doña Demetra se levanta, arreglándose la ropa y el peinado.

—Os doy las gracias, señor. Nunca podré pagaros lo que acabáis de hacer.

—Basta con que me digáis a quién he apalizado, doña Demetra, y estaremos en paz.

Recoge una silla, mientras las muchachas la rodean de atenciones y Marco le ofrece agua.

—El Mulo es quien explota los burdeles de la calle de’ Bottai.

—¿Y os odia mucho?

Se suelta el pelo:

—Algunas de las muchachas que trabajaban para él decidieron venirse conmigo. No estaban contentas con el trato que el Mulo les daba. Poca paga y a cintarazo limpio, no sé si comprendéis…

Asiento:

—Puedo imaginármelo, no tenía lo que se dice trazas de caballero.

Doña Demetra sonríe:

—Los caballeros pueden hacer cosas incluso peores, señor mío, y por eso vuestra intervención de hoy no basta para prevenir todos los riesgos del oficio.

—Comprendo. Mientras yo esté aquí, doña Demetra, espero que queráis aceptar mis servicios.

Capítulo 10

Venecia, 20 de junio de 1545

Pietro Perna arponea un pedazo de pan untado con manteca y entre un bocado y otro se lanza a una descripción del plato fuerte de la noche.

—Señores, una pequeña lección de cómo el arte culinario de estas tierras ha sabido dar sabor y renovar una típica receta del otro lado de los Alpes: el abadejo. Nuestros amigos nórdicos se limitan a hervir este pescado después de haberlo tenido en remojo durante dos días. —Se acerca y me abraza con aire de conmiseración—. Y digo yo: pero qué imperdonable falta de fantasía. A propósito, compadre, ¿lo habéis probado alguna vez?

—Por supuesto, en numerosas ocasiones.

Al italiano se le escapa una risotada y levanta los ojos hacia las vigas del techo:

—Os aseguro que es una experiencia que vuestro paladar ha olvidado. En cambio, los sabores que vais a disfrutar en el día de hoy os dejarán un recuerdo imborrable. Pues bien: después de haber sido hervido, dicho abadejo es enharinado, salpimentado y se le pone una especia oriental que llamamos canela. Luego se pone a sofreír manteca, ajo y cebolla, ¿eh?, y al cabo de un momentito se añaden unas anchoas desmenuzadas, perejil triturado y vino. Luego, una vez que se ha reducido el vino se añade la leche, ¿entendido?, y todo ello se echa sobre el pescado y se deja cocer hasta que la leche se haya consumido. Por último, se sirve exquisitamente acompañado de unas porciones de polenta. ¡Menuda, pero que menuda maravilla!

La sirvienta del librero Arrivabene me pone en el plato una ración abundante, mientras Bindoni me llena el vaso con religiosa lentitud. Me habla en una mezcla de latín, alemán e italiano, una lengua esta última con resonancias de la de los mercaderes de España y de la que consigo comprender alguna que otra palabra.

—Ninguna bebida acompaña mejor el pescado que los vinos de las colinas de alrededor de Verona, micer.

Perna se levanta de su silla de un brinco y se dirige a mí en alemán:

—Espero que no hayáis entendido lo que acaba de decir nuestro impresor, porque de lo contrario deberíais hacer una anotación en vuestro cuaderno en la voz «Tonterías de Bindoni». —Luego pasa al latín—. Nuestros amigos no saben que tuvisteis ya ocasión de probar el mejor de los vinos toscanos, ¿entendido?, y quieren haceros creer que la Serenísima no tiene rival en materia de vinos.

—¡Vamos, micer Pietro, en Toscana no tenéis ni idea de lo que es beber con un plato de pescado, es cosa sabida por todos!

—¡Así como todos saben que el Dux se hace traer las damajuanas de Mon-te-pul-cia-no!

—Me habían dicho —apunto yo en un latín torpe— que los mercaderes de Venecia, tras el descubrimiento del Nuevo Mundo, están preocupados por la importancia comercial que podrían adquirir los puertos occidentales. Es cierto que, si siempre que tienen que tratar sobre un negocio, se sientan a la mesa y se ponen a discutir de salsas y de vinos, no podrán achacarle únicamente a Colón su decadencia.

Perna me mira de arriba abajo un instante, luego apunta y espeta:

—En cambio, si los mercaderes del norte no dejan de hablar solo de negocios, pronto se encontrarán con una montaña de dinero, ¿entendido?, pero no sabrán en qué gastárselo, porque el arenque ahumado se habrá convertido en su única comida, la cerveza en su única bebida y la Biblia de Lutero en su único libro.

—De acuerdo —sonríe Bindoni—, entonces tratemos de hablar de libros, ya que al menos en materia de imprenta los toscanos tienen que agachar la cresta. ¿Qué proponéis, exactamente?

Perna es increíblemente sintético, quizá para permitirme captar cada una de sus palabras:


El beneficio
. Él financia y distribuye en el territorio de la República, tú imprimes, Arrivabene vende en Venecia y yo me ocupo del Milanesado.

Bindoni se rasca la negra barba. Es un hombre de alrededor de cuarenta años, un asomo de calvicie en las sienes y la tez aceitunada.

—Vayamos despacio, Perna, por partes. Lo estáis poniendo demasiado fácil.

—¿Cómo? ¿Cuántos ejemplares has vendido hasta ahora?

—Cerca de tres mil, la tirada entera. Pero ahora hay que ser más prudentes. Desde el pasado año la Magistratura de los Ejecutores no solo supervisa los juegos de azar y la blasfemia, sino también las violaciones de la ley en la impresión.

Perna tiene la prudencia de informarme en alemán:

—Son los censores de Venecia. —Luego mira a Bindoni, que está encogido y toma un sorbo de vino—: Pero en Venecia se ha impreso siempre de todo.

Bindoni:

—Sí, pero ahora los Diez se han vuelto más listos. Cada libro debe recibir antes de ser impreso la autorización de los Ejecutores. Tengo serias dudas de que se la concedan a
El beneficio de Cristo
.

Perna me mira para cerciorarse de que también yo haya comprendido todo, luego se dirige a los dos compadres:

—¿Existe algún problema en imprimirlo clandestinamente?

Bindoni:

—No, pero hacen falta algunos títulos de cobertura. Si pido la autorización para nueve obras hay muchas probabilidades de que la décima pase desapercibida, ¿me explico?

Perna me lanza una ojeada cuando me dispongo a coger el abadejo con las manos, y me enseña ante las mismas narices un instrumento en forma de horca:

—¡El tenedor!

Luego ensarta un pedazo de pescado, se lo lleva a la boca y espera a que yo haga otro tanto:

—Así no se quedan las manos pringosas.

Arrivabene es un tipo seboso, que frisa también la cuarentena, un copete de ralos pelos negros y un modo de hablar un tanto remilgado, con la boca abierta:

—Por lo que se refiere a la impresión no debería haber ningún problema, más que de fondos. ¿En qué tirada estáis pensando?

Un gesto a la sirvienta que llega con una bandeja de moluscos largos y negros, medio abiertos.

Perna hace las presentaciones:

—Son mejillones. Se comen con las manos. —Coge uno, lo abre bien, pone por encima unas gotitas de limón y se engulle el molusco—. ¿Le ponéis perejil? Deberíais probarlos, mejor, con pan rayado, pimienta y un chorrito de aceite… ¡toscano, naturalmente! Yo pensaba en diez mil ejemplares en tres años.

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