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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Q (57 page)

A Bindoni se le atraganta el vino. Tose mientras Arrivabene le da unas palmadas en la espalda.

Consigue recuperar el aliento:

—¿Estás bromeando? ¿Por quién me has tomado? ¿Por Manucio? No puedo invertir tanto dinero y tantas energías en un solo título.

—Porque todavía no has olido el alcance del negocio —le replica Perna—. Nuestro amigo alemán puede financiar los primeros diez mil, ¿entendido?, y distribuirlos conmigo por la península.

Arrivabene se muestra desconfiado:

—¿Cómo puedes estar seguro de que venderás tanto?

Perna extiende sus pequeños brazos:

—Precisamente porque hay muchas probabilidades de que sea prohibido. Un libro clandestino lo vendes al precio que quieras, ¿entendido?, y crecen las expectativas acerca de su contenido. ¡Lo venderemos como rosquillas! Savonarolanos, antitrinitarios, sacramenteros, criptoluteranos y muchos más curiosos. No infravaloréis la curiosidad de los hombres, amigos míos, pues puede mover montañas…

—Hum. Aquí en Venecia —precisa Arrivabene— el círculo de los compradores es el de los amigos de Strozzi y del embajador inglés: todos ellos simpatizantes de Lutero y de Calvino… aparte claro está de los caminantes, mercaderes y hombres de letras.

—Estoy convencido —lo tranquiliza Perna— de que en Milán el libro tiene buenas posibilidades de venta, y mucho más en Ferrara, o en Bolonia, que está llena de estudiantes, y en Florencia. Primero empezaremos cubriendo el territorio de la República, luego si los negocios van bien, nos extenderemos cada vez más.

Bindoni está meditabundo, se alisa la barba y mira alrededor con los ojos enrojecidos. Sopesa los riesgos y las ventajas, tiene muy presentes los primeros y no está aún convencido de las segundas.

Perna lo presiona:

—La mitad de las ganancias para nosotros y la mitad para vos.

Bindoni asiente:

—Si hay que hacer la tirada clandestinamente, mi nombre no debe aparecer.

Perna le alarga la mano:

—Asunto cerrado. Si estuviéramos en Toscana sellaría el acuerdo de negocios de la manera más digna, pero en vista de que estamos en la laguna contentémonos con este discreto vino de las colinas vénetas.

Capítulo 11

Venecia, 10 de julio de 1545

El perfume de doña Demetra es un efluvio dulce y sutil, esencia de muguete más o menos intensa, que proporciona indicios sobre su paso, o su presencia, en las habitaciones de la casa.

Sentada al escritorio, en la antesala de su habitación, con la ayuda de papel y pluma subdivide las ganancias del mes.

—Entrad, Ludovico, acomodaos aquí al lado.

Los ojos verdigrises que invitan a hablar y los pocos cabellos blancos que no han sido teñidos adrede, son los únicos signos que cuarenta años de vida han dejado en el rostro de esta mujer de Corfú, hija de un capitán veneciano y de una griega. Su cuerpo emana una energía intacta aún.

—¿Deseabais hablar conmigo, doña Demetra?

—En efecto. Pero sentaos, os lo ruego.

Los recuerdos remotos de la universidad me ayudan a comprender su alemán trufado de latín y griego, una variada amalgama que parece ser la lengua universal a la que los mercaderes de esta ciudad se han adaptado: el idioma de los negocios, de las especias, de los paños y de las porcelanas.

La claridad de esos ojos tiene un no sé qué de mágico, de antiguo y fascinante. Brilla en ellos la inteligencia de una mujer de mundo, ese mundo multiforme y variopinto que ha hecho de Venecia una etapa obligada.

—Os confieso, don Ludovico, un cierto embarazo.

La frase es estudiada, falsa en su contenido pero en absoluto en el tono: anuncia la espontaneidad que me espero.

Doña Demetra se pone en jarras:

—Sois alemán, y sé perfectamente que en vuestro país no es algo usual, por no decir bastante raro, que una mujer le hable de negocios a un hombre.

La tranquilizo.

—Si es este el motivo de vuestro embarazo, entonces descuidad. Las peripecias de mi vida me han enseñado que el genuino sentido práctico de las mujeres es con mucho preferible al estrecho materialismo de los hombres.

La sonrisa se hace más amplia:

—Creía dispensaros un favor mostrándome ingenua: de ordinario los hombres sacan un placer especial de la idea de poder comprender la mente de una mujer, de poder protegerlas por su mucha experiencia. Para tratar con vosotros los hombres de igual a igual es preciso fingir azoramiento e inferioridad, ya que de lo contrario se corre el riesgo de ofender un orgullo fácilmente susceptible.

Asiento, dejando deslizar la mirada por el cuello aceitunado y el generoso escote.

—Dejemos el orgullo para los ineptos, entonces, y por una vez, hagamos una excepción a la regla.

Es lo que quería oír que le dijeran:

—Quisiera hacer negocios con vos, y hacer de este lugar el más exclusivo y solicitado nido de amor de toda Venecia. Tengo algunas ideas al respecto, y vos contáis con el dinero para hacerlas realidad.

Me acomodo en la silla y apoyo la mejilla sobre una mano:

—Singular propuesta, doña Demetra, el huésped pasa a convertirse en regentador.

—Ahora las cosas funcionan así: los hombres echan el ojo a las muchachas en la calle, o bien llegan aquí, atraviesan el pasillo entre los sofás de las muchachas, se sientan al lado de la que es más de su agrado, la invitan y cuando deciden ir con ella pagan la habitación y el servicio. ¿Qué es lo que les gusta a los hombres de este modo de actuar?

Espera una respuesta, pongo en orden a toda prisa mis ideas para salvar la cara:

—Muchas cosas, diría yo, a juzgar por cómo se aficionan a ello. En primer lugar la naturaleza propia de todo el ritual.

—Exactamente. Tal como les digo siempre a mis chicas: no deis la impresión de estar trabajando, y cuando os inviten, levantaos como si os hubieran solicitado un baile… Por tanto, se trataría de hacer la cosa más natural aún. El cliente debería tener la impresión de haber seducido a su preferida. En la planta baja debería haber una taberna de gran lujo, con tienda de vinos de calidad y cocina. Un lugar donde un rico mercader pueda desear venir también él solo a comer.

—Eh, poquito a poco, doña Demetra, siento que me da vueltas ya la cabeza.

Sonríe a la broma y prosigue:

—Pensad si no en lo siguiente: a una cierta hora, las muchachas entran en la sala. Alguna de ellas se sienta, otra sirve las mesas, una tercera se encarga del mostrador de los vinos. Los clientes más desenvueltos las invitan a sentarse a su mesa, los más tímidos piden a un mozo que les haga de intermediario.

Doña Demetra se levanta lentamente, y estoy seguro de que el modo en que lo hace es expresamente estudiado para ofrecerme una nueva y fugaz perspectiva de su escote. Se pone detrás de mí y comienza a masajearme el cuello con la yema de los dedos. Un estremecimiento hace que se me escape un suspiro.

—Yo creo, don Ludovico, que conquistar a una mujer en la cena, aunque no sea más que fingidamente, es mucho más agradable que hacerlo en el sofá de un pasillo. ¿O me equivoco?

—Muy cierto…

—La segunda propuesta es ampliar el círculo de las muchachas. Una quincena de fijas, y otra quincena que venga cuando quiera, cuando tenga necesidad de dinero, cuando se sienta con ánimos. Cuanto más recambio haya, tantos más clientes aficionados tendrán la ilusión de no estar con mujeres del oficio y tendrán la oportunidad de llevarse a la cama, aquí, a esa muchacha a la que, fuera, no se verían con arrestos para acercarse.

El masaje me quita la tensión a lo largo del cuello y la espalda: son las manos más hábiles que nunca me han tocado.

—¿Por qué pensáis que podría estar interesado en un lugar como este?

Sus cabellos me rozan la oreja:

—Si un extranjero viene a Venecia es o a hacer negocios… o a ocultarse. Al mercader le propongo un negocio rentable. Al fugitivo una actividad que garantice discreción y ninguna injerencia por parte de las autoridades.

Asiento:

—Yo he sido lo uno y lo otro. Pero os diré que actualmente lo que más me interesa es la información.

La carcajada llena de lozanía de una jovenzuela:

—Señor mío, dejad entonces que la experiencia hable por mí: en la cama los hombres revelan cosas que no dejarían escapar ni en un confesionario. Conozco yo más de los turbios negocios del Dux que sus mismos consejeros.

Esta mujer no deja de asombrarme.

—Sabed, doña Demetra, que creo que contribuiré a hacer vuestra fortuna. En menos de lo que cuesta decirlo seréis la Vittoria Colonna de la República de Venecia.

Deja deslizar sus brazos por mi pecho y acerca la boca a mi oído:

—Con la diferencia, don Ludovico, de que Vittoria Colonna hace mi mismo trabajo sin querer admitirlo. Se da aires de gran seductora y finge no saber lo que los artistas como Miguel Ángel esperan de ella.

—Entonces, digamos tan solo que os haréis rica.

—Y también vos. Y acaso me contéis algo más de lo que habéis venido a hacer aquí. Pero os aconsejo que os apresuréis, si queréis tener el placer de contarle a una mujer lo que aún su intuición no le ha sugerido.

Capítulo 12

Venecia, 28 de febrero de 1546

—¡Llevadla despacito, pues la he hecho traer expresamente de Padua!

Los obreros hacen rodar con cuidado la cuba al fondo de la sala.

Las viejas mesas han desaparecido, sustituidas por piezas del mejor carpintero de Venecia. Unos velos coloreados cubren las viejas paredes húmedas pintadas de nuevo y un gran espejo destaca detrás del mostrador de los licores. Refleja la imagen de un hombre robusto, rostro marcado por el tiempo y cabellos grises. Me quedo un instante mirándolo, observando aquello en lo que me he convertido en cuarenta y cinco años de vida. El cuerpo parece conservar aún su fuerza intacta, pero no ya tan presta y ágil a los ojos de quien la hizo irradiar en las barricadas. Qué absurdo milagro son los espejos, y esta ciudad está llena de ellos, no hay tienda o mercería donde uno no se encuentre expuesto a alguno de los finos trabajos de los maestros vidrieros locales. Un mundo invertido, simétrico, donde la diestra se vuelve siniestra: no creía que tuviera la nariz tan torcida.

He de ahuyentar de mí toda preocupación, hay muchas cosas que hacer: la inauguración es esta noche.

Doña Demetra viene a mi encuentro con una sonrisa:

—Las muchachas están listas.

—¿Y los asados?

—La cocinera está en ello.

Mira a su alrededor casi perdida:

—¡Este lugar no parece ya el mismo!

—Eso es mérito sobre todo vuestro, habéis elegido con gusto.

—¿Os pondréis el vestido nuevo esta noche?

—No temáis: no me he gastado el dinero que me he gastado para dejar que se enmohezca en un cajón.

Pietro Perna irrumpe en la posada con los brazos abiertos. Se detiene boquiabierto, ve a doña Demetra, trata de recomponerse y avanza con una inclinación:

—¡Mis respetos a la más bella joya de toda Venecia!

—Sois el adulador más galante que haya existido jamás, micer Perna. Pero os habéis anticipado, pues no abriremos antes de la puesta del sol.

—Lo sé y os aseguro que no veo llegar la hora de probar los platos que nos tenéis reservados.

—Así pues, ¿qué os trae por aquí?

—Antes de trasponer el umbral estaba convencido de saberlo, pero la luz de vuestros ojos me ha confundido el pensamiento.

Doña Demetra estalla a reír, mientras tomo a Perna por un brazo y lo conduzco al fondo de la sala.

—Dejaos de zalamerías, ¿qué sucede?

Da un paso atrás y adelanta las manos:

—¿Ya estáis, compadre? ¿Estáis preparado?

—Soy todo oídos, hablad.

—Martín Lutero ha muerto.

El vino corre a raudales de las cubas, mientras los vasos pasan de mano en mano, en una larga cadena humana que serpentea entre el gentío del local. Vocerío de mujeres y hombres alegres, mercaderes, logreros y hasta algún aristócrata de rango menor.

Bindoni está dando buena cuenta del muslo de un faisán, que mordisquea con cuidado, procurando no mancharse el traje bueno. Arrivabene se hace alisar los cabellos por una de las muchachas, riendo con las frases que le son susurradas al oído.

Perna es el centro de una de las mesas, contando anécdotas de la vida pasada entre una ciudad y otra:

—¡Nooo, señores, el Coliseo es un timo… un lugar horrible, os lo aseguro yo, lleno de gatazos roñosos y ratones grandes como corderos!

En la mesa de al lado cuatro jóvenes vástagos de las corporaciones de los boticarios no dejan más que los huesos de un lechón asado, intercambiando miradas muy explícitas con las muchachas sentadas al fondo de la sala.

Detrás de un corrillo de cabezas, en la mesa apoyada contra la pared, un hombre y una joven se intercambian efusiones.

Me acerco a doña Demetra detrás del banco.

—¿Quiénes son esos dos que hay sentados al fondo? Nadie se trae a su amante a un burdel…

Escruta y asiente:

—Si es la mujer de otro, sí. Ella es Caterina Trivisano, mujer de Pier Francesco Strozzi.

—¿Strozzi? ¿El prófugo romano? ¿El que se entiende con el embajador inglés?

—Él precisamente. Y el que está con ella es el amigo del marido, espera… Donzellini, sí, Girolamo Donzellini. Tuvo que salir por piernas de Roma con su hermano y Strozzi porque iban detrás de él. Es un estudioso, traduce del griego antiguo, creo.

—¿Y sabes por qué lo perseguían?

Doña Demetra frunce sus relucientes ojos:

—No, pero en Roma parece que no sepan hacer otra cosa desde hace algún tiempo.

Me río y trato de retener el nombre. Un círculo de literatos disidentes al alcance de la mano.

Un poco más allá, tres individuos permanecen aparte disfrutando del espectáculo de la alegre compañía reunida en torno a Perna.

Doña Demetra se me adelanta:

—Nunca vistos antes. Por la vestimenta yo diría que son extranjeros.

Cojo una botella y un vaso y me acerco a la mesa de los solitarios, no sin antes haber pescado al vuelo parte de una frase de Perna:

—… ¡Florencia, por supuesto, Florencia, señor mío, si quiere se lo pongo por escrito, es la ciudad más bella del mundo!

Las ropas son elegantes, paños y cortes refinados, los rasgos físicos indudablemente mediterráneos: cabellos negros, más largos de lo normal, recogidos detrás de la nuca con cintas de cuero oscuro. Barbas finísimas, que arrancan de debajo de las orejas hasta acabar en una punta apenas insinuada.

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