Y yo en medio. También yo entre aquellos que han pagado el precio del tiempo, de los acontecimientos que han vivido. Lutero, Müntzer, Matthys. No echo de menos a los adversarios dejados en el campo de batalla, sino a aquel que se enfrentó a ellos, el mismo de entonces. El día de hoy me ha concedido un Pole, pío literato que cree que Dios quiere ser servido con honestidad. Él y sus amigos no saben lo que es la verdadera fe, nunca han tenido que experimentar el sacrificio, el de los demás antes que el de sí mismos y el de sí mismos a través de la aniquilación de los demás; el homicidio, sí, el exterminio, la traición de la buena fe. Müntzer, los anabaptistas, y quién sabe cuántos; cuánta maldita buena fe, cuánta inocencia en toda aquella locura. Cuánto desperdicio. Pero la peor presunción de inocencia es verdaderamente esta, la que se oculta tras la penitencia más fácil, tras la honestidad. Y nos toca en suerte encima un Tomás Moro, un Erasmo, un Reginald Pole. Locos idiotas, dispuestos a morir por su incapacidad de comprender el poder: tanto de servirlo como de combatirlo.
Sois más viejos que yo, perdidos en pos de un sueño tan distante del trono como del fango de los miserables. Me desagradáis y quisiera tener el estómago de otro tiempo, pero lo he perdido por el camino que me ha llevado hasta aquí. Los años no refuerzan el espíritu, sino que lo debilitan, y terminas por mirar a los ojos de los adversarios, por mirar en su interior, para ver el vacío, la miseria del intelecto y descubrirte dispuesto a perdonar la estupidez.
En medio. Mientras los ojos sirvan todavía para algo, mientras no descubran que la fe te está abandonando y que ahora solo ebrio consigues dejar caer el hacha, como un viejo verdugo con la razón nublada.
Venecia, 28 de julio de 1546
El pequeñajo italiano me estrecha con fuerza en un abrazo fraternal.
—Amigo mío, he hecho unos negocios estupendos. Milán es una gran plaza, te lo aseguro, llena de comecoles como tú, pero también de un montón de españoles, suizos, franceses. Los milaneses son también buenos lectores, gente que sabe apreciar una obra, he vendido casi trescientos ejemplares de
El beneficio
y he dejado cien a un librero amigo mío, que me hará el balance de ventas lo más pronto posible.
El único modo de pararlo es cogerlo por los hombros y obligarlo a sentarse. Se interrumpe, escruta mi mirada elocuente, tuerce el gesto:
—¿Qué ha pasado?
El tono es el propio de quien se espera una desgracia.
Me siento enfrente de él y pido a una de las muchachas que nos traiga de beber.
Una tos:
—Atiende, Pietro, han pasado varias cosas. Y no todas ellas graves.
Levanta los ojos hacia el techo:
—Lo sabía, sabía que no tenía que irme…
—Déjame hablar. ¿Te has enterado de la excomunión del Concilio?
Asiente:
—Es verdad, deberíamos estar más atentos, pero entraba dentro de lo previsible, ¿no? ¿Qué problema hay? Lo vendemos al doble de su precio actual y vendemos más…
—¿Quieres estarte callado un momento?
Cruza los brazos sobre el pecho y entorna los ojos.
—Promete no interrumpirme.
—Está bien, pero habla.
—Bindoni se ha retirado de la operación.
Ninguna reacción inmediata, aparte del dispararse imperceptible de una ceja, se queda inmóvil, continúo:
—Dice que ahora que pende sobre el libro la excomunión tiene miedo de buscarse problemas y que le hagan cerrar la imprenta. —Levanto una mano para cortar su reacción—. ¡Un momento! Yo creo que en realidad estaba esperando un pretexto para rajarse, debido a… nuestro nuevo socio.
Se alza también la otra ceja, el rostro toma una coloración rojiza. No se contendrá mucho rato más.
—Lo sé. Los acuerdos eran que yo debía ir a Padua a difundir el libro entre los amigos de Donzellini y Strozzi. Y lo he hecho. Pero he hecho también otras muchas cosas.
El rojo desaparece, la mirada se apaga, la cabeza redonda de Perna se inclina sobre la mesa, la rabia se trueca en depresión.
Con voz rota:
—Cuéntamelo todo desde un principio y no te dejes nada.
Nos sirven aguardiente. Perna se manda al coleto la primera copa y se llena una segunda.
—Hay un gran, pero que gran banquero interesado en entrar en el negocio de
El beneficio
. Ofrece su red comercial para difundir el libro. —La mirada de Perna se reanima—. Podría hacerlo traducir al croata y al francés. —También las orejas parecen enderezársele—. Tiene contactos con grandes editores así como con imprentas clandestinas dentro y fuera de Venecia —los ojos le brillan—, y estaría dispuesto a aumentar la tirada en diez mil ejemplares por lo menos.
Perna da un salto en la silla.
—¿Y a qué esperas para presentármelo?
—Calma, calma. Bindoni no quiere saber nada, dice que es un pez demasiado gordo, que acabaremos aplastados…
—¡Él sí que acabará aplastado! ¡Por su ineptitud! ¿Quién es este banquero, cómo se llama?
—Es un marrano, un sefardita, portugués de origen, João Miquez: ha hecho negocios con el Emperador… Vive en un palacio de la Giudecca.
Perna se pone en pie:
—Que se vaya a la mierda Bindoni. Ya te dije que
El beneficio
era un gran negocio, si un pequeño impresor mediocre no es capaz de entenderlo, pues es problema suyo. —Da algunos pasos hablando para sí—. Hacer negocios con los judíos… hacer negocios con los más grandes negociantes del mundo…
Francesco Strozzi. Romano. Literato, muy culto, ha leído a Lutero.
Girolamo Donzellini. Romano. Literato criptoluterano. Conoce el griego antiguo. Estudia la nueva ciencia. Ha estado al servicio del cardenal Durante de’ Duranti. Se escapó de Roma porque un monje copista español cantó su nombre a la Inquisición.
Pietro Cocco. Literato paduano. Posee una de las bibliotecas más nutridas de toda la Serenísima. Ha adquirido
El beneficio de Cristo
con entusiasmo.
Edmund Harvel. Embajador inglés en la República de Venecia. Le daba vueltas al volumen entre las manos perplejo y entusiasmado al mismo tiempo. Me escrutaba atentamente más que los otros, tratando de comprender quién era yo.
Benedetto del Borgo, notario, Marcantonio del Bon, Giuseppe Sartori, Nicola d’Alessandria.
Literatos acomodados enamorados de Calvino y de sí mismos.
Tontos.
Tontos útiles.
Ignoran lo que es un enfrentamiento de verdad, les gusta llenarse la boca con determinadas ideas bonitas. Están destinados a ser los primeros en ser aplastados por la guerra espiritual.
Su aliento debe de adormecer la mente de las personas de calidad, los salones cultos. Está bien que no sepan de qué están hablando, lo importante es que sigan hablando.
Uno se mueve fácilmente en medio de la niebla de un desacuerdo amplio.
Se abren nuevas perspectivas, más amplias. Las noticias que llegan del Concilio de Trento confirman el poco temple de los honestos espirituales. No es gente de lucha, imagen refleja en la Iglesia de estos serenísimos literatos. Es preciso zarandearlos, pero ¿cómo? Ni siquiera preveía volver a jugar una partida de semejante importancia, como tampoco preveía que fuera a contar con un aliado poderoso como el judío Miquez, no menos interesado que yo en contener el avance de la Inquisición.
¿Cuál es mi papel? ¿Disimular para que otros puedan entrar en la lucha? ¿Incitar a los espirituales sin que ellos se den cuenta?
Mientras tanto observar mejor el bando enemigo: dividir sus fuerzas, identificar a los jefes, comprender su estrategia.
Venecia, 1 de agosto de 1546
En esta tierra que no es tierra, los colores afectan a la visión con repetidos sobresaltos y la vestimenta como de sueño de los humanos parece hecha expresamente para desorientar al viandante, bajo la impresión de extrañas formas geométricas, polvos cosméticos y pechos al aire, oblongos cubrecabezas, tocados fantásticos e increíbles calzados. Provocan alucinadas emociones y sobresaltos en todas las calles, acompañados de estallidos de ira repentinos que tan caros parecen a los habitantes únicos de esta ciudad de otros mundos.
En esta tierra que no es tierra, el poder de las mujeres cambia el curso de los acontecimientos, impone flexiones repentinas a la cansada razón masculina, confirma en mi mente una sensación profunda, saboreada varias veces y en otras partes, sobre sus virtudes superiores, fruto de recursos a los que a nosotros se nos ha negado el acceso.
En esta tierra que no es tierra, cargada de curiosidad y de tensión que debilita los sentidos, me dispongo a ser recibido por aquella cuya fama más que cualquier otra parece confirmar lo acertado de dichas consideraciones: doña Beatrice Méndez de Luna.
Me espera en uno de los suntuosos salones de la casa de los Miquez: preciadas sedas revisten divanes de tenues bordados, tapices con motivos árabes en las paredes junto a escenas de vida flamenca de Bruegel el Viejo, una xilografía del maestro Durero, un retrato de una gran dulzura de Tiziano, la gran celebridad local, y cómodas taraceadas por los incansables maestros ebanistas vénetos, los primeros en levantarse y los últimos en acostarse, a los toques de campana de la Marangona.
Unos negros ojos brillantes me escrutan. Madurez desbordante de hembra hispánica enmarcada en un tocado negro como ala de cuervo con ligeras mechas blancas, donaire refinado que no deja traslucir temor. Unos dientes blanquísimos engastan la ambigua y muda sonrisa que me acoge. Se levanta con unos estudiados movimientos del diván para venir a mi encuentro, alargando felina el cuello realzado con perlas de Oriente.
Me inclino.
—¡Lodewijck de Schaliedecker, el Alemán, que tanta impresión ha provocado en João, mi sobrino predilecto, por fin! ¡Alemán, pero con nombre de flamenco, y qué nombre además! El primer enemigo de la autoridad religiosa y civil de Amberes, en los afanosos días de mi partida de aquellas tierras industriosas y ávidas. ¿Qué extrañas conjeturas provocan los nombres, no os parece? Los hombres parecen sentir un terrible apego por ellos, pero basta con haber pasado por más de un bautismo, y de una tierra, para descubrir que es útil, agradable incluso, tener muchos. ¿Estáis de acuerdo?
Rozo con los labios la mano recubierta de anillos. Estoy sudando.
—Sin duda, doña Beatrice. He aprendido a reconocer a los hombres por el valor de que son capaces, y nunca más por los nombres que llevan. Mi placer de conoceros es enorme.
—El valor. Bien dicho, micer Ludovico, está bien, ¿no, Ludovico?, bien dicho. Por favor, sentaos aquí a mi lado. También yo estaba ansiosa por conoceros, y el momento ha llegado por fin.
Delante de nosotros, en una mesita baja decorada, una bandeja de plata con unas amplias asas en forma de serpientes entrelazadas y encima un jarro humeante con una infusión de hierbas aromáticas.
—La fama que os precede es cuando menos enigmática, ¿sabéis? —prosigue vertiendo la infusión dentro de unas grandes tazas de porcelana—. No me extenderé, pero las noticias referentes a vos que me han llegado a través de mi sobrino no han dejado, para decirlo brevemente, de sorprenderme. Vuestros conocidos, presentes y pasados, el halo de misterio que os rodea y los caminos que seguís forman una mezcla de indudable interés. Son muchos, creedme, los motivos que me han impulsado a insistir para este encuentro, y el primero, espero que no me lo tengáis a mal, consiste en rogaros la máxima cautela posible, en cualquier paso, palabra, o incluso nada más que alusión. Os ruego que no consideréis excesiva esta preocupación por mi parte.
La observo cambiar de postura sobre el blando acolchado del diván que nos acoge a ambos, llevarse la taza a la boca con ambas manos, sorber el caliente y perfumado brebaje. Contengo la respiración.
—No lo dudéis. Lo tendré muy en cuenta, pero permitid que os pregunte a qué se debe tan explícita invitación a la reserva. Tan apremiante como si aludiera a peligros ocultos y siempre al acecho.
Devuelve la taza a la bandeja:
—Así es precisamente. Dejad que os proporcione algunos detalles de cómo funcionan aquí las cosas. El enorme poder de esta ciudad, puente entre Oriente y Occidente, no se basa en el agua tal como unos locos y geniales fugitivos la concibieron, y menos aún en el crisol de artistas y literatos que la pueblan. Desde hace ya siglos los señores de esta laguna tejen una intrincada tela de araña de poderes y de espías, guardias y magistrados a los que poco o nada escapa. Refinados equilibrios sostienen las relaciones que estas gentes mantienen con reyes y diplomáticos de todas las regiones, con teólogos, clérigos y las más altas autoridades de cada confesión y con los poseedores de riquezas, cultivos o productos que la tierra conozca. Mientras que en su interior, la inextricable red de control se despliega sobre cada uno que pasa por ella o habita en la ciudad durante un tiempo. Hay alguaciles para la blasfemia y alguaciles para las prostitutas, para los alcahuetes y para los amigos de la pendencia, hay quien controla a los barqueros y quien vigila a los armadores. Nadie es capaz de decir quién manda, pero todos han de temer los mil ojos que escrutan estas calles suspendidas sobre las aguas. Pesos y contrapesos garantizan el poderío de la Serenísima, lo único que de verdad cuenta, en un juego de espejos que devuelven imágenes deformadas, donde lo que aparece no es real, y lo que lo es se oculta a menudo tras pesados cortinajes. Tomad al Dux, por ejemplo, venerado por el cortejo de embarcaciones y por el pueblo, por su nombramiento vitalicio. Pues bien, no cuenta nada, ni siquiera puede abrir las misivas que le mandan a él sin el previo consentimiento de los consejeros propuestos para esa función. Por no hablar, además, de las refinadas mentes que dirigen el odio de la gente baja, el sordo rencor que incuba desde siempre, contra sí mismos, dividiéndolos en facciones y creando mil pretextos, y mil juegos, para que no les falten motivos para desfogarse entre sí, con derramamientos de sangre tan cruentos como inmotivados, y nunca contra aquellos que tienen en su mano la vara de mando. La multitud de prostitutas y de colores llamativos, las compañías de artistas y los placeres de la buena mesa, Ludovico mío, no sirven sino para disimular a espías y esbirros, jueces e inquisidores que escrutan sin cesar hasta el último escondrijo.
Mi ojo va a parar al escote, todavía me cuesta mucho habituarme al generoso corte veneciano. Sofoco. Observo con aprensión el fondo de la taza: un légamo de hojas negras. Siento los huesos blandos, me hundo en el diván. Sube una risotada inmotivada.