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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

»Había llegado a Amsterdam con una mujer, llamada Divara, una criatura espléndida, que mantenía celosamente al amparo de las miradas de todos. Decían que en su país había contraído matrimonio con una mujer mayor que él y que la había abandonado para fugarse con esta jovencísima muchacha, hija de un cervecero de Haarlem. También Enoc tenía por tanto un punto flaco, igual que la mayor parte de los humanos, a medio camino entre el pájaro y el corazón. Aquella mujer siempre me produjo espanto, aun antes de ser reina, profetisa, gran ramera del rey de los anabaptistas. Tenía algo de aterrador en su mirada: la inocencia.

—¿La inocencia?

—Sí. La que te puede llevar a ser y hacer cualquier cosa, a cometer el crimen más inhumano y gratuito como si fuera la acción más insulsa del mundo. Era una hembra que no debía de haber llorado jamás en la vida, a la que nada habría podido trastornar, una muchacha ignorante e incluso inconsciente de su carne blanca, y más temible aún por eso mismo en el momento en que tomara conciencia de ello.

»Pero solo más tarde aprendería a temer de verdad a aquella mujer. En aquellos primeros meses del treinta y dos teníamos otras muchas cosas en las que pensar. Ante todo el hecho de que la predicación clandestina de Matthys, ese extraño reclutamiento nuestro, había entrado en colisión con el
Stillstand
proclamado por Hofmann. En aquellos días había llegado hasta nosotros el rumor de que el Elias germano pronto vendría a Holanda a visitar nuestra comunidad y Matthys sabía que debía imponerse al maestro, si lo que queríamos era que los hermanos despertaran y se unieran a nosotros. Fue un enfrentamiento a vida o muerte: Hofmann poseía la autoridad del pasado como predicador. Pero Jan de Haarlem poseía el fuego.

Capítulo 20

Amsterdam, 7 de julio de 1532

—¡No! ¡No! ¡No! ¡Y mil veces no! —La voz se alza sobre el alboroto general—. ¡No es hora aún de reanudar los bautismos! ¡Hacerlo en este momento significaría desafiar al Tribunal de Holanda y condenarnos al patíbulo! ¿Es esto lo que queréis? ¿Y quién anunciará el Advenimiento del Señor cuando tengáis todos el mismo fin que el pobre Trijpmaker y sus compañeros?

El buen Elias suabo no se esperaba que le replicasen, sino más bien ser recibido como un padre. Y en cambio… Allí está, rojo como la grana y propenso a contradecirse a causa de la exasperación.

Enoc no se inmuta, la barba en pronunciado ángulo apuntada hacia el adversario, un profeta contra otro: el libro del Apocalipsis no habla de esto. Lo mira a los ojos, esbozando una sonrisa.

—Sé que no puede ser el martirio el que espante al hermano Melchior, lo sé porque nadie más que él ha tenido que padecer las penas del destierro y la dificultad de dar testimonio. —Una pausa estudiada, magistral—. Lo que teme es que en unas pocas horas, sin darle tiempo a escapar o a mandar una carta, la autoridad de La Haya dé con nosotros y caiga encima de nosotros, apresándonos a todos. —La atención es toda para él ahora—. Pero ¿cuántos somos? ¿Os lo habéis preguntado alguna vez? ¿Y qué estamos dispuestos a intentar con miras al Último Día? Yo os digo, hermanos, que con la ayuda del Señor podemos ser más rápidos que el brazo armado de los inicuos, puede serlo nuestro mensaje, el anuncio del Juicio.

Hofmann, irritado, lucha contra la amargura que lo invade.

Matthys insiste:

—Es cierto: pueden perseguirnos, introducir espías entre nosotros, descubrir nuestros nombres, nuestras casas seguras. Pues bien, ¿por qué íbamos a detenernos por esto? En la Biblia se dice que Cristo reconocerá a sus santos. En su epístola Pedro incita a los fieles a apresurar la venida del día de Dios. —Cita de memoria los pasajes de los que hemos hablado entre nosotros ya muchas veces—: «Pero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia, según su promesa». Y también Juan afirma que «quien conoce a Dios nos escucha a nosotros; quien no es de Dios no nos escucha». Pero ¿cómo pueden escucharnos los justos si nosotros no les hablamos? ¿Cómo podrán distinguir el espíritu verdadero del falso, si no descendemos a campo abierto a luchar? ¿Cómo, si no tenemos el valor de bautizarlos, de predicar, de llegar a ellos con el mensaje de la esperanza, desafiando los edictos y las leyes de los hombres? ¡Hemos de ser más sagaces que ellos! ¿O acaso creemos que por el mero hecho de escribir tratados teológicos y hermosas epístolas podremos llevar a cabo nuestra tarea? —El tono sube, férreo, las palabras: martillazos en un yunque—. ¿Cuánto, hermanos, cuánto no nos han puesto los santos apóstoles en guardia contra los anticristos, contra los falsos profetas y los embaucadores que en el postrer momento poblarán la tierra, para apartar a los elegidos de su cometido? Nuestro cometido. El Evangelio dice: «Convenced a aquellos que están vacilantes, a otros salvadlos sacándolos del fuego». ¡El fuego de las hogueras que en todos los Países Bajos están siendo preparadas para nosotros, hermanos, para cerrarnos la boca e impedir que se prepare el terreno para el Advenimiento de Cristo y de la Nueva Jerusalén! ¿Y hemos de humillar nosotros la cerviz y esperar al verdugo?

Su voz danza, es una música que prorrumpe, un trueno que se inicia de lejos, repercute en el estómago y de repente se aplaca. Los hermanos están divididos, el carisma de Elias contra el fuego de Enoc, los ánimos se caldean.

Hofmann se pone en pie, sacudiendo la cabeza:

—El día del Señor está ya próximo. De lo cual dan testimonio un gran número de señales, siendo la primera de ellas que el poder de la iniquidad nos persiga con tamaña crueldad en Alemania y aquí en Holanda. Por eso es por lo que nuestra tarea debe ser esperar y dar testimonio. Esperar a Cristo, sí, hermanos, y ese poder que será el único capaz de doblegar a las naciones y acabar con el mal para siempre. Hermano Jan —se vuelve solo hacia Matthys ahora—, la espera no puede ser sino breve. Las tinieblas están ya disipándose y la verdadera luz empieza a resplandecer. Juan nos dice: «¡No améis al mundo ni las cosas del mundo!». Y así también Pablo. Debemos guardarnos de la soberbia en este crítico momento, ser humildes y esperar, hermano, esperar y sufrir manteniendo firme la paz en nuestro interior. —Una mirada hacia nosotros—. Será pronto. De esto no cabe la menor duda.

Matthys: ojos de mirada penetrante, diríase que no respira:

—Pero ¡ha llegado la hora! ¡Y es esta! ¡Ahora Cristo está llamándonos a que nos movamos! ¡No mañana, no el año que viene, ahora! ¡Hemos hablado tanto del regreso del Señor que ni siquiera nos damos cuenta de que él está ya aquí, está sucediendo, hermanos, y si no nos ponemos en marcha el Reino se nos escapará sin darnos cuenta, demasiado ocupados como estamos en nuestros tratados de teología! —Corre hacia la ventana y, cuando la abre de par en par sobre los arrabales de Amsterdam, un estremecimiento me recorre el espinazo—. ¿A qué esperamos para abandonar Babilonia, ese burdel de mercaderes, y para marchar allí fuera? ¡Llamemos a reunión al pueblo de los elegidos y libremos la batalla armados de la Palabra del Señor!

Hofmann dice angustiado, trastornado:

—¡Estas ideas acabarán por desencadenar una guerra civil! ¡Y no hemos sido llamados para esto!

Los ojos vidriosos de Matthys están fijos, con una mirada asesina, en él, la respuesta es rápida, el silbido de una serpiente:

—Eso lo dices tú.

Las dos facciones estallan, están ya claras y divididas, llueven insultos, y también algún que otro escupitajo bien dirigido. Trato de poner calma entre los nuestros, sin reparar en que la mirada compasiva de Hofmann se ha posado sobre mí, sobre quien no pensaba precisamente encontrar en el bando contrario. Tal vez busca ayuda, pide que haga yo razonar a Matthys, en nombre de nuestra vida en comunidad en Estrasburgo.

—Hermano, por lo menos tú, háblales a estos locos. No saben lo que dicen.

No tengo más que unas pocas palabras de despedida:

—Deja hablar a la locura y a la desesperación: esto es todo cuanto tenemos en nuestra alforja.

Lo dejo completamente abatido. Se queda allí, con cara sombría en la brecha que se lo ha tragado. Sabe que el fuego de Enoc incendiará la llanura.

Capítulo 21

Leiden, 20 de septiembre de 1533

—Sí, la calle que andan buscando es la primera a la derecha. No tiene pérdida.

El chiquillo que nos ha acompañado se detiene en espera de alguna moneda y señala una callejuela al fondo de la manzana. Parece casi paralizado. Un susurro con la vista gacha:

—Mi madre trabaja aquí y no quiere verme por estos lugares.

Abre la mano para recibir las monedas. Jan Matthys ni se inmuta:

—Tu recompensa será grande en el cielo —sentencia con solemnidad.

—Pero mientras tanto —añado yo sacando un florín de mi bolsa—, un mísero anticipo terrenal no te vendrá nada mal.

El rubiales se larga obsequiándonos con el relampagueo de una sonrisa desdentada, mientras Jan Matthys trata de mirarme con contrariedad, sin conseguir contener una carcajada:

—¿No crees que conviene acostumbrarlos desde niños a la inminencia del Reino?

Probablemente es la madre de nuestro pequeño guía la que nos da la bienvenida en el callejón. Rubia como él, los ojos claros perfilados de negro, apoya los pechos en el alféizar medio roto de una ventana del segundo piso. No les da tiempo a las cabezas de volverse para observarla, cuando oímos detrás de nosotros el chasquido agudo de una docena de besos al aire. Igual que en la galería de retratos de una noble familia, los bustos generosos de las prostitutas de Leiden nos flanquean a derecha e izquierda, asomados a distinta altura en las paredes de enrejado de las casas.

Aunque distraídos por semejante acogida, no tardamos mucho en identificar el portón verde que andamos buscando. Es el último edificio del callejón, que hace esquina con un puentecillo sin balaustrada que se arquea salvando uno de los muchos canales sobre el Rin.

Matthys, alto y chupado, está radiante. En las escaleras que nos conducen al primer piso, me da una palmada en la espalda y asiente con la cabeza:

—¡Entre putas y alcahuetes, Gert!

—Y entre los borrachos de una taberna —añado yo con una sonrisa en alusión al reclutamiento de Gert del Pozo.

Quien hace los honores de la casa esta vez es una muchacha completamente vestida, pero no precisamente como una dama que se dirige al mercado.

—Buscáis a Jan Beuckelseen, Jan de Leiden, ¿no es cierto? En este momento no puede…

—¡Hazlos entrar! —la interrumpe un grito desde el fondo del pasillo—. ¿No ves que son profetas? ¡Venid, adelante, adelante!

La voz es baja y rotunda, de esas que parten del abdomen y retumban en la garganta. Decididamente no está lo que se dice muy a tono con la escena con que nos encontramos delante una vez abierta de par en par la puerta de la que la hemos oído salir.

Nuestro hombre está tendido sobre un pequeño sofá, con una mano asida a una manta y la otra en los testículos. Está desnudo de cintura para arriba, ungido todo el pecho de aceite. Una mujer, medio desnuda también, sostiene en la mano una navaja de afeitar y lo está depilando.

—Os ruego que me disculpéis, queridos amigos —dice con esa voz que parece casi una tomadura de pelo—. No quería haceros esperar demasiado. Nuestra antesala siempre se ve frecuentada por gente poco recomendable.

Nos presentamos. Matthys lo mira unos instantes, luego vuelve los ojos alrededor:

—¿Es este tu trabajo?

—Todo es trabajo mío, pero no me hace sudar mucho la frente, la verdad —es la respuesta inmediata, casi la salida de un actor al escenario—. Niego con la más absoluta firmeza el pecado de Adán y en consecuencia no acepto ninguna de las maldiciones que de él puedan derivarse. Trabajaba de sastre, pero lo dejé bien pronto. Ahora encarno en las plazas a los grandes protagonistas de la Biblia.

—¡Ah, claro, eres actor!

—Actor no es el término exacto, amigo mío: yo no represento, yo personifico.

Coge una esponja de un barreño y se limpia con jabón. Se pone en pie de un salto, frotándose sin el menor recato la entrepierna. El rostro es una máscara de dolorosa resignación, los ojos clavados en los míos:

—«Soy peregrino en la tierra. Sé fuerte, y muéstrate hombre. Observa la ley del Señor tu Dios, siguiendo sus caminos y cumpliendo sus estatutos, mandamientos y preceptos.»

La muchacha se pone a aplaudir con entusiasmo, con el pecho apretado entre sus brazos.

—¡Bravo, Jan! —Mirándome—: ¿No es estupendo?

El rey David hace una profunda inclinación. Del pasillo llegan ruidos: caídas, alaridos, gritos ahogados. Nuestro Jan parece en un principio no hacer caso, ocupado como está en su aseo personal. Luego algo le hace salir disparado, quizá una petición de ayuda más aguda que las demás o únicamente más convincente. Coge una navaja barbera y sale.

El trueno de su voz llena la casa. Matthys y yo nos miramos, inseguros de si intervenir o no. Pasan unos instantes y Jan de Leiden vuelve a aparecer por la puerta. Respira hondo, se arregla los fondillos de las mangas y hunde la navaja barbera en un barreño esmaltado. El agua se tiñe de rojo.

—¿Qué decís de esto? —pregunta dándose la vuelta—. ¿Habéis oído hablar alguna vez de un alcahuete amable, que respete al prójimo y tenga buenos modales? Los rufianes son gente cruel, brutal. En cambio a mí me gustaría convertirme en el primer rufián santo de la historia. Sí, amigos, soy un rufián que sueña con sentarse a la diestra de Dios. Y sin embargo de vez en cuando el sueño se interrumpe y el rufián se despierta…

—No se trata ni de sueño ni de vigilia. —La voz del otro Jan no es la de un actor, es la de Enoc—. Rufianes, meretrices, ladrones y asesinos: ¡estos son los santos de los últimos días!

Jan de Leiden se lleva una mano a los labios y luego a las pelotas:

—¡Uh! No me hables del fin del mundo, amigo. He conocido a un montón de profetas aquí dentro y todos son unos malasombras.

—Bien que te creo —respondo yo acto seguido—, esperar de brazos cruzados el Apocalipsis no es sino una pesadilla. La Revelación solo llega de abajo. De nosotros.

Se vuelve con una sonrisa sarcástica. Es difícil saber si es irónica o de iluminado.

—Comprendo. —Las comisuras de la boca siguen alzándose e hinchando los duros pómulos—. ¡Se trata ni más ni menos que de hacer el Apocalipsis!

El énfasis con que consigue pronunciar la palabra
hacer
me deja verdaderamente impresionado. Con la vieja pasión por el griego y por la etimología me esfuerzo por encontrarle un nueVonombre a la empresa final. Apocalipsis, como apoteosis, incluye el prefijo de lo que está en las alturas. Ipocalipsis sería un nombre mucho más adecuado: solo hay que cambiar una vocal.

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