Q (30 page)

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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Ahora es el turno de Jan de Leiden, ya listo, decidido, una platea toda para él. La mirada se desliza en el vacío sobre las cabezas, no cometas un error, Jan, es tu oportunidad: pose de actor, como de costumbre excesiva, ridícula, vomita palabras absurdas que van cobrando sentido poco a poco en la mente, y hallan una secuencia especial, dan en el blanco. Deben de ser los movimientos, los gestos, los ojos, que pone en blanco e instantes después, hechizadores, debe de ser la belleza, la juventud, no sé qué. Solo sé que funciona.

—Jan anda por estos caminos, sin ninguna meta, igual que un náufrago a la deriva, y busca una señal, un indicio, que le permita comprender si encontrará lo que anda buscando. —El tono sube rápidamente—: ¡Pobre estúpido, hijo de perra de Leiden! La señal no está en torno a ti, no está en las paredes, ni en los adobes, ni en el encalado, ni en los adoquines, no, no encontrarás lo que andas buscando. La señal es la búsqueda misma, la señal no eres sino tú que andas por el fango de los caminos. Sois vosotros. Nosotros que andamos buscando: nosotros que somos el presente, el aquí y el ahora. Los viejos están parados, son cosa del pasado. Viejos creyentes ya muertos. El ladrillo de la catedral nada dice. En cambio, vuestras miradas dicen que Dios está aquí, que Dios está aquí ahora, su espíritu está entre nosotros, en esta juventud, en estos brazos, estos músculos, piernas, pechos, ojos. Algo inmenso se proyecta en el umbral de la vida, sucia, maldita, insulsa vida de mierda que creías que no era más que una ventosidad silenciosa en los designios divinos. ¡Y en cambio no! Dios hará de ti un soldado. Escúchalo: Él te llama a una empresa. Escúchalo, escúchalo en tu interior. Sí, yo lo oigo llamarte por tu propio nombre, para la batalla final. ¡Jan, escucha, maldito gusarapo! —Los ojos se fruncen de improviso, dos rendijas azules, vuelan a ras de las cabezas, planean, luego se alzan nuevamente, en medio de un silbido—: Sí, tú, bufoncharlatanputañero, porque de esto es de lo que estamos hablando, ¡qué te creías! ¿Acaso pensabas luchar por un pedazo de papel manchado de tus libertades cívicas? ¡Al infierno con ellas! Dios está hablándote de algo muy distinto: no de Münster, no, no de estas casas, ni de estas piedras, ni de estas calles, ni tampoco de todo esto tal como es ahora. Sino que está hablando de aquello en lo que se ha de convertir. ¡De vosotros y de mí en la Ciudad, hermanos! Dios no pide luchar por un tratado, ni por una paz justa: sino combatir por la Nueva Jerusalén. ¡Un cielo y una tierra nuevos! ¡Un mundo, nuestro nuevo mundo a este lado del océano! —Pánico y de nuevo estupor en las miradas—. Esta es la promesa que pregonan los charlatanes, los irresolutos, los ineptos, la chusma sorda a la llamada. Que se rajen ahora y se dirijan al cementerio de la vieja fe. Nosotros edificaremos la pirámide de fuego, fundaremos la Nueva Jerusalén. ¿Por nuestra propia cuenta?, te estarás preguntando. ¡No, Jan, hijo de perra! Te crees tú ahora que estas sucias y callosas manos que nunca han sabido construir nada más que castillos de mierda van a ser capaces de amasar jamás la argamasa celestial. ¡Pues te equivocas, mentecato bufón! La promesa es clara: Yo os mandaré a un profeta, que os guiará en la batalla y reunirá vuestras fuerzas para escupírselas a la cara a mis enemigos. ¡Escuchad! Allanad el camino al profeta, que ha enviado en el día de hoy a dos de sus emisarios, Jan de Leiden y Gert del Pozo, para hacer prender la chispa. Cuando llegue el profeta, no estaremos ya solos y Münster será un gran fuego, una gigantesca pirámide de fuego que se alza contra el cielo, abre un boquete entre las nubes y levanta una escalera hacia el reino. Ya sé que su simple nombre hiela la sangre de los poderosos, de los ricos y de los impíos, que corren a esconderse bajo sus colchas de brocado, tan pronto como lo oyen resonar entre las filas de los miserables, publican edictos, dan recompensas, estúpidos gigantes de pies de barro, ignorantes de que Él está en todas partes, que sus apóstoles han llegado a las ciudades, a los pueblos, llevando el anuncio del fin de los tiempos. ¡Y este hombre es Jan Matthys, hermanos! ¡Él es el verdadero Enoc, aquel que llegará al final de los tiempos para inaugurar la ciudad celestial! ¡Después de nosotros, Matthys el Grande!

Mudos, incómodos, callados. La ansiedad se ha extendido entre las filas mientras Jan hablaba, un malestar perturbador, que impulsa a la gente a mirarse unos a otros a la cara como buscando reconocerse y convencerse de que siguen siendo los mismos. Burgueses, obreros, artesanos, madres, caras toscas, manos fuertes. Jóvenes todos ellos, porque la miseria no da tiempo a envejecer. ¿Realmente he venido a decir que existe todavía en alguna parte la esperanza de la liberación y del Reino? La belleza madura de Rothmann, su predicador, y los veinticinco años de Beuckelssen les susurran al oído que es posible.

Un hombre corpulento, panza ahíta de cerveza y poderosos hombros, abraza a Jan de Leiden besándolo en la barba. La delgadez de Rothmann y su persuasiva voz aliadas con la mole del oso representante de las guildas artesanales de Münster: Berndt Knipperdolling, curtidor y sastre. Se sube a la mesa que nos sostiene con un preocupante crujir:

—Demos la bienvenida a los apóstoles del Gran Matthys de parte de toda la comunidad de los hermanos de Münster. Todos los aquí presentes contaréis esta jornada a vuestros nietos, porque este es el principio de todo. Dios ha puesto su mirada sobre nuestra ciudad de Münster y ha decidido que es aquí donde todo dará comienzo. Nosotros hemos iniciado la lucha y nosotros la llevaremos a cabo. Y estad seguros de que no va a ser fácil: tendremos que resistir al obispo, arrebatar el poder de las manos de los notables, y ello con grandes sudores y tal vez no sin derramamiento de nuestra propia sangre en esta empresa. Pero el momento ha llegado y no va a ser posible postergarlo por mucho tiempo. Por esto os digo que quien no se vea con fuerzas, que nos abandone ahora y que se vaya al infierno. Amén.

Un solo clamor de puños alzados, de aplausos y de enseres de trabajo que entrechocan.

—Tu nombre viaja en las alas del viento: Bernhard Rothmann, el predicador de los oprimidos.

Ríe, persuasivo, sincero, con una manera de mover las manos y el cuerpo que se gana nuestra simpatía. No sabría decir si es una actitud estudiada o natural, pero he sido ya informado de los rumores que circulan a propósito del irresistible ascendiente de Rothmann sobre las señoras de Münster. La gente dice que más de un marido quisiera verlo colgado de una horca, y no precisamente por cuestiones de fe. Parece que las mujeres encuentran irresistibles sus sermones y se entretienen largo rato, tras las funciones, discutiendo en privado con el predicador. Por lo demás, no es presencia física lo que le falta, pues no aparenta en absoluto sus cuarenta años.

—El nombre de Matthys se ha abierto igualmente camino, tal vez incluso más. Lo esperamos con verdadera ansiedad.

—No tardará en llegar. Para todos nosotros es importante que os conozcáis.

Asiente, mientras me ofrece de beber:

—Es mucho lo que hay que hacer. Como has podido ver, somos un grupo sólido, pero todavía pocos. Vamos a tener que llevarnos el gato al agua poco a poco, día tras día.

—Hum. ¿Os habéis contado?

Me ofrece una vieja silla carcomida, único mueble del aposento en el que se aloja, aparte del camastro de mimbre.

—Es difícil calcular las fuerzas reales con que podemos contar. La situación es incierta. El obispo Von Waldeck puso pies en polvorosa tan pronto como las cosas en la ciudad comenzaron a inclinarse del lado protestante y ahora está a pocas leguas de aquí confabulando con sus feudatarios. Los católicos están escondidos y cagados de miedo en espera de que el muy cerdo regrese, posiblemente armado, y nos borre del mapa a nosotros los baptistas y a todos los luteranos.

—¿Y por qué no lo hace?

—Porque sabe que si lo hiciera despertaría el espíritu municipal de Münster y contribuiría a coligar a todos contra él. La ciudad no quiere volver a ser una posesión personal suya. —Una sonrisa—. Algo bueno hemos hecho por ellos, no pueden dejar de reconocerlo. Von Waldeck es listo, amigo mío, muy listo. No hay que cometer el error de infravalorarlo o pensar que está fuera de juego. Sigue siendo nuestro mayor enemigo.

Comienzo a comprender:

—¿Y dentro de la ciudad?

Se enciende:

—Los luteranos y los católicos hacen piña para obstaculizar nuestro éxito entre el pueblo, los obreros y los artesanos de Knipperdolling. Casi todos los grandes mercaderes que votan para el Consejo son luteranos, y han elegido a dos burgomaestres de los suyos: Judefeldt y Tilbeck. Judefeldt es alguien de quien uno no puede fiarse y está tan acojonado que teme al obispo como si fuera el mismísimo diablo. Tilbeck parece dispensarnos un trato de favor, haría cualquier cosa con tal de no dejar entrar en la ciudad a los episcopales, pero tampoco de él puede fiarse uno demasiado. El pueblo llano se inclina de nuestro lado, cosa que los espanta, pues tienen miedo de verse apartados del poder. Y bien que hacen en tenerlo. Pero a su vez no se fían de los católicos, porque temen que estos entreguen la ciudad al obispo. —Se encoge de hombros—. Como puedes ver, la situación es todo menos clara. Hemos de actuar en dos frentes: el obispo allí fuera, con sus espías en la ciudad y los luteranos en el interior, adversarios suyos pero no ciertamente amigos nuestros. Hasta ahora hemos conseguido vencerlos cada vez que han tratado de expulsarnos. La población nos ha defendido, ella es nuestra fuerza.

—El pueblo, sí. Tus palabras de hoy me han recordado a un hombre al que conocí hace años, cuando tenía más o menos la edad de Jan. Luché por esas palabras. Y te confieso que no creía que fuera a hacerlo de nuevo.

—¿Quiere ser un cumplido?

—Creo que sí. Pero quiero que sepas que entonces lo perdí todo.

Una mirada comprensiva:

—Comprendo. ¿Tienes miedo? ¿Teme el apóstol del Gran Matthys ser derrotado por segunda vez?

—No, no es eso. Lo único que quería decir es que debes andarte con cuidado, ser prudente.

Se pasa una mano por entre los cabellos y alisa las arrugas de la ropa. Una pobre tela llevada con increíble elegancia:

—Lo sé. Pero ahora cuento con unos excelentes aliados a mi lado. —Siempre consigue lisonjearte—. Jan de Leiden ha hablado con fuego en las venas.

Me carcajeo:

—Jan es un loco, un redomado majadero, un gran actor y un putañero de éxito. Pero sabe salirse con la suya, por supuesto. Es importante tenerlo con nosotros, lo he visto actuar: cuando quiere es una verdadera máquina de guerra.

Esta vez nos reímos juntos.

Capítulo 25

Münster, 13 de enero de 1534, noche

—¡Santo Dios, amigos, si la fe de los habitantes de Münster prospera tanto como las tetas de sus mujeres, entonces nunca he estado en ningún lugar tan próximo al paraíso!

Jan de Leiden hunde su excitado rostro en el grandioso pecho de su primera admiradora münsterita. Sus palabras son la mecha para la carcajada de Knipperdolling.

—Y eso que todavía no has visto el cacho pito del jefe de las guildas de la ciudad —le replica aquel con escasa modestia tras algunos intentos de articular una frase inteligible.

—¿Pito, amigo Berndt? —pregunta Jan con una punta de sarcasmo—. ¡Entonces es que los indígenas de las Américas se nos han adelantado en el Reino de los Cielos!

—¿Qué quieres decir? —pregunta Knipperdolling lleno de curiosidad mientras desata el corsé de su dama.

—Ah, déjalo estar, amigo. No quisiera herir tu orgullo.

Un almohadón le da a Jan en plena cara. Las dos mujeres ríen a carcajadas, divertidas, y recompensan a sus caballeros con un crescendo de atenciones.

La muchacha que se encarga de mí se despreocupa de la cháchara, no pierde el tiempo. Dos o tres besos en los labios, luego desciende con la cabeza para ocuparse de todo lo demás. Apenas oído su nombre, lo he olvidado.

Entretanto, Knipperdolling se revuelca entre las mantas. Trata de darse la vuelta para sentarse sin separarse de su amiga, pero la barriga le crea algún que otro problema.

—Eh, Jan, tú que eres del oficio, ¿conoces alguna posición cómoda para los que como nosotros somos algo bajos de tórax?

—Pues no sabría decirte, amigo Berndt. Pero si quieres puedo hablarte de cuando trabajaba con la puta más gorda de Europa. ¡No puedes imaginarte la de clientes que tenía la muy cerda!

—¡Vamos! Pero ¿cómo era de gorda?

—Mira, una gordinflona asquerosa. Pero a los que son como tú les gustaba una barbaridad.

—¿En qué sentido?

Jan frunce los labios y aprieta entre las manos las tetas de la rubia. La voz sale más aguda de lo habitual:

—Sí, Matilda, tu chicha me hace gozar. Las delgadas no, porque yo soy un tripero.

—¡Vete a tomar por culo!

—¡Te lo juro! Todos picaban, aunque solo fuera para poder decir que se habían acostado con una a la que hacían falta cinco para levantar.

Un beso agresivo hace callar a Knipperdolling. Por mi parte, no tengo necesidad de un tapabocas semejante. Medio tumbado por el suelo, con la nuca apoyada en la pared y una muchacha que me la chupa lentamente, he perdido hace rato el don de la palabra.

Jan está ahora medio sofocado por su procaz compañera. Diríase que ha tenido éxito en su tarea de hacerlo callar.

Así, en medio del silencio general, Knipperdolling comienza a emitir un sordo, jadeante, definitivo mugido.

—¿Siempre llegas a la meta tan deprisa, amigo Berndt? —lo interroga Jan con su acostumbrada risa sarcástica—. Tengo el remedio apropiado para tu caso. Pon a hervir dos cebollas en agua y cuando esté fría te la enjuagas dentro. —Agita las manos en el aire—. Es infalible, te lo garantizo. Por otra parte, si pasas por Leiden, no olvides preguntar por Hélène. Trabajaba para mí: es la única ramera que conozco que consigue hacerte gozar sin que te corras nunca.

—¿Y cómo lo hace?

—No tengo la menor idea, pero de veras que lo consigue. Piensa que hacía que me la pagaran por horas y tenía que hacer incluso reservas. Y quiero contarte una cosa: en cierta ocasión vino uno que quería echar un polvete rápido, ¿me explico? Y en cambio ella creía que debía tenerlo allí por lo menos una horita. El tipo parece que arremetía como un condenado, pero como si nada. Al cabo de un rato va y se pone nervioso de golpe. Saca el cuchillo y le hace un chirlo en la cara, ¿me explico? Naturalmente que fue lo último que hizo en su vida. ¡Joder, mira que arruinarme un capital como ese!

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