—Taberna del Tonel, propiedad de Ludwig Schaliedecker, conocido como el Alemán, y de una mujer griega. El burdel preferido por los alemanes de rango y con una buena bolsa.
—Taberna de la Seda, lugar de encuentro de mercaderes, propiedad de Hans Gastwirt. Dedicada a los juegos de azar y allí se cambia el dinero a una buena tarifa.
—Tienda de Jacopo Maniero, vidriero, todos los jueves, después de vísperas: lugar de reunión de la comunidad calvinista (italianos, helvéticos y alemanes).
Venecia, 15 de noviembre de 1548
Jornada pasada en la Selva Negra y en la librería de Hermann Reidel. Nada.
Un nombre que me suena: Ludwig Schaliedecker. ¿Dónde? ¿Entre los apóstatas alemanes? Algo que ver con Wittenberg.
Ludwig Schaliedecker, regentador del Tonel.
Venecia, 16 de noviembre de 1548
Se apoya en mí, para no perder el equilibrio, mientras sube a la barcaza que nos llevará a la carraca de los hermanos Miquez, amarrada al otro lado de la isla. Con la otra mano sostiene la pesada falda, ayudada por una sirvienta, pendiente de que los bordes del vestido no se mojen. Consigue conservar una dignidad infinita allí donde otras ricahembras parecerían simplemente torpes e incómodas por las armazones con que van adornadas. No puedo dejar de pensar que Beatrice es una criatura especial, refulgente.
La ayudo a tomar asiento, la falda recogida bajo los brazos.
El jorobado Sebastiano está listo con el remo en popa.
João y Bernardo nos abrazan.
—Tía, no temas, te dejo en buenas manos. Escríbeme tan pronto como llegues a Ferrara y transmítele mis saludos al duque Hércules y a la princesa Renata.
—Y tú ándate con cuidado, João, pues estas
calli
pueden ser menos de fiar que las mazmorras de un castillo. Y vela por tu hermano Bernardo, pues si le ocurriera algo te haría responsable a ti.
—Descuida. Nos veremos todos pronto.
João exhibe una sonrisa:
—Amigo mío, buena suerte. No expongas en vano tu pellejo, y no seas demasiado imprudente. Esa gente es peligrosa…
—También yo sé serlo si se presenta la ocasión.
Sebastiano ha desamarrado la barca del muelle, los dos hermanos nos saludan, las manos alzadas al cielo.
La noticia ha llegado al amanecer. Un franciscano ha venido a joder de tapadillo al Tonel: la Inquisición veneciana planea la detención de Beatrice. Hoy habría tenido que ser interrogada en relación con algunas delaciones que la señalan como judaizante, falsa cristiana.
Una intimidación, el débil intento de someter a presión a una familia incómoda para todos, tal vez de exigirle un rescate para obtener descuentos en el crédito. Los serenísimos patricios están cagados de miedo. ¿Quién no ha recibido algún préstamo de los Mendesi, como los llaman aquí? ¿A quién no despierta la codicia su inmensa riqueza familiar?
João ha hecho preparar enseguida la carraca, no hay tiempo que perder.
Así, partimos sin tiempo siquiera de pensar.
Ferrara. De allí deberá arrancar el viaje de Tiziano. Un viaje largo esta vez, con la ciudad estense como casa segura a la que volver para recabar noticias sobre la situación en Venecia. Quiero dirigirme al sur, hacia Bolonia y pasar los Apeninos, llegar a Florencia. Antes de despedirme de él, Perna me ha dicho que no puedo morir sin haber visto Florencia. Pobre del pequeñajo de Perna, mandado a la costa croata. No tengo la menor duda de que sabrá demostrar lo que vale también allí; llora y se desespera el librero Pietro, pero después de todo su gran cabeza pelada siempre sale ilesa, dispuesta a reanudar su infinita verborrea.
Ya estamos en ello, pues. Estamos en la carrera final, el último tramo del camino y una nueva aventura. Soy un loco, viejo pájaro encaramado en este asiento, con mi barba gris y los achaques que no me dejan tranquilo. Estoy loco y todavía me entran ganas de reír. No me lo creo aún, estar de nuevo de aquí para allá, volver a predicar tempestades. Se me ocurre pensar en el momento en que empezó todo. Se me ocurre pensar que la vida ha coincidido con la guerra, la fuga, chispas que incendian la llanura y olas de agua que la recubren. Debería dejar caer mis cansados huesos en algún agujero y desaparecer sereno, poquito a poco, acunado por el recuerdo, los rostros de las mujeres y de los amigos. En cambio, aquí estoy de nuevo, perseguido por los perros, ajustando las cuentas de todos esos rostros. La obsesión de un viejo hereje que no puede resignarse.
Último desafío, última batalla. Habría podido morir en Frankenhausen, en las plazas de Münster, en Holanda, en Amberes, en las cárceles de la Inquisición. Estoy aquí. Y dar por finalizado el juego, resolver el enigma, es lo último que me queda por hacer.
Venecia, 16 de noviembre de 1548
Visita al Tonel. Ludwig Schaliedecker, o «don Ludovico», el regentador, no estaba. Ha partido, no se sabe adónde. Preguntas hechas aquí y allá, no quiero levantar sospechas.
Recuerdos más nítidos: Eloisius de Schaliedecker. Wittenberg, más de veinte años atrás, un hombre vino a desafiar a Lutero y a Melanchthon. Dio que hablar a toda la universidad, por sus ideas extravagantes sobre el pecado y sobre la perfección.
Tal vez venía de los Países Bajos o de Flandes, ya no recuerdo.
Recabar informaciones. Escribir a la Inquisición de Amsterdam y de Amberes. Sería útil una recomendación de Carafa, lo que significaría hacerle partícipe de mis sospechas.
Se requerirían, de todos modos, meses.
Proseguir las indagaciones aquí en Venecia. No perder de vista el Tonel, en espera de que vuelva.
Escribir a los inquisidores de Milán, Ferrara y Bolonia para tener nuevas informaciones sobre Tiziano el anabaptista.
Carta enviada a Roma desde Venecia, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 17 de noviembre de 1548.
Al ilustrísimo y honorabilísimo Giovanni Pietro Carafa.
Señor mío:
Precisamente hoy acaba de llegarme vuestra urgentísima comunicación. Recibiréis esta mía como máximo dos días antes de mi llegada a Roma. Estaré a vuestra disposición de inmediato para las tareas que Vuestra Señoría quiera confiarme.
Es mi deber y mi deseo informaros de que el repentino empeoramiento de la salud del papa Farnesio, me aparta, con un disgusto que no oculto, de una pista fecunda relativa a la difusión de
El beneficio de Cristo
. Imagino que en los planes de Vuestra Señoría para obstaculizar a Reginaldo Polo está precisamente la cuestión de ese tratadillo. Confío, por tanto, en que el precipitarse de los acontecimientos no comporte más que la simple suspensión de la indagación que desde hace ya meses vengo realizando, pues está lejos aún de haber sido concluida y de haber agotado su interés.Confiando en la rapidez de las cabalgaduras italianas para poder estar cuanto antes a vuestra disposición, beso las manos de Vuestra Señoría.
De Venecia, 17 de noviembre de 1548, el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.
Finale Emilia, puesto fronterizo entre los ducados de Módena y de Ferrara, 2 de abril de 1549
La casa de postas es una gran venta aislada en medio de un terreno llano y parejo. Algún bosquecillo disperso que interrumpe la línea continua del horizonte. El caballo está cansado, mi espalda y mis piernas también.
El patio interior es un ir y venir de gallinas y gorriones que se disputan unas migajas entre el cascajo. Un viejo perro me ladra con escaso convencimiento, probablemente obligado por el deber de los años perdidos de guardia en este lugar.
—Eh, establero, ¿hay un lugar para este rocín?
Un tipo robusto, bigotes que le caen a lo largo de la barbilla. Me señala una puerta baja, con el batiente superior cerrado.
Desmonto con esfuerzo y doy unos pasos con las piernas aún abiertas por la silla.
Coge las riendas:
—Mal día para viajar.
—¿Por qué?
Una indicación hacia el oeste:
—Hay temporal. El camino se volverá un río de barro.
Me encojo de hombros:
—Eso quiere decir que tendré que detenerme.
Sacude la cabeza:
—Ni una cama. Está todo lleno.
Miro a mi alrededor en busca de algún indicio de tanta sobreocupación, pero el patio se halla desierto, ni el menor ruido en la casa.
El establero chasquea la lengua, el bigote se dispara hacia arriba:
—Esperamos a un obispo.
—Podría arreglármelas en el henil.
Otro encogimiento de hombros, mientras desaparece dentro del establo con el caballo.
El perro ha vuelto a echarse al sol, los copetes de pelo gris en torno al hocico lo convierten en el remedo animal del establero. Cuando lo veo surgir de nuevo de la sombra sonrío pensando en su semejanza.
—¿Cuántos años tiene?
—¿El perro? Oh, ocho, nueve, más o menos. Es viejo, está perdiendo los dientes. Dentro de poco tendré que matarlo.
Ojos cerrados como ranuras y patas extendidas, solo un leve movimiento de la cola y el alzarse de una ceja. Sus expresiones recuerdan también las del amo.
Me desperezo produciendo un notable crujir de huesos.
—Dentro hay sopa caliente, si queréis. Pedídsela a mi mujer.
—Estupendo. Pero ¿no querréis servírsela al obispo, supongo?
Se detiene perplejo, rascándose la sudada nuca:
—Bueno, no tenemos grandes señores por estos lugares. Nunca ha venido ningún obispo aquí.
Me inclino para comprobar que las rodillas aún funcionan, hago girar un poco la cabeza y estoy como nuevo.
Reflexiona sobre ello:
—En efecto, menudo problema. Todo el séquito, los lacayos…
—Los secretarios, los servidores, la guardia personal…
Resopla preocupado y se encoge de hombros:
—Tendrán que contentarse con lo que hay.
Sube las escaleras para entrar en casa.
—Para los lacayos y la guardia la sopa está bien. Pero para el obispo haría falta algo de caza… A propósito, ¿quién es?
Se para en la puerta:
—Un cardenal-obispo, Su Señoría Giovanni Maria Del Monte Ciocchi. Viene de Mantua, en viaje hacia Roma.
—Ah, sí. Será por el Cónclave… Dicen que el Papa está mal, pero ya se sabe que a los papas les cuesta morirse…
Se mira la punta de las botas perplejo, sin saber si mandarme al diablo o darme cuerda.
—Yo no sé un carajo. Lo único que sé es que tengo que dar hospedaje al obispo y a su séquito por una noche.
—Sí, sí. Pero no tenéis caza que servir para la cena.
Se pone morado, si no estuviera la escalera de por medio temería por mi pescuezo:
—¡Hoy no hay! ¡Esto es una casa de postas, no un albergue!
Entra en casa.
Me río solo y me acerco al perro. Ahora parece tranquilo, se deja acariciar, no debe de tener ya más ganas de gruñir, y tampoco de vivir. Dentro de poco sonará su hora.
—No estás mejor que el Papa. Pero por lo menos tú no tienes una bandada de buitres revoloteando sobre tu cabeza.
El cardenal Del Monte.
¿Guardián de la ortodoxia o espiritual?
¿Con Carafa o con Pole?
Mantuano.
El perrazo me planta en la cara un bostezo desdentado.
Mantuano, como fray Benedetto Fontanini. ¿Guardián de la ortodoxia o espiritual?
Las insignias episcopales en las portezuelas de los carruajes están salpicadas de barro. Una docena de hombres armados vivaquea sobre el cascajo del patio. Un continuo ir y venir por la escalera. El establero se apresura a limpiar el escudo con un trapo.
Los soldados apenas me dirigen una mirada cansina. Las buenas ropas que visto deben de darme aspecto de cortesano.
Un tipo delgado baja las escaleras a saltitos, envuelto en una elegante capa, tocado con un sombrero ridículo. Sobre la treintena.
Se dirige al establero:
—Su Señoría agradecería un poco de agua
antes
de cenar.
Un tono resabiado y desdeñoso.
El bigotudo asiente con la expresión más tonta del mundo, se olvida del carruaje y se precipita escaleras arriba.
Me acerco.
—En estas casas de postas el servicio siempre deja que desear.
Lo cojo desprevenido, no encuentra nada mejor que asentir:
—Es verdaderamente escandaloso…
—Un hombre de su importancia…
Es incapaz de mirarme, el aire cordial lo desorienta:
—Después de tan largo camino, y a su edad…
—Y con todas esas preocupaciones…
Decide reaccionar, ojillos grises que miran con suficiencia:
—¿Sois por casualidad paisano de Su Señoría?
—No, micer, yo soy alemán de origen.
—Ah. —La expresión de quien ha captado una profunda verdad—. Yo soy Felice Figliucci, secretario de Su Señoría.
—Tiziano, como el pintor. —Una leve inclinación recíproca—. Supongo que os dirigís a Roma.
—En efecto. Volvemos a partir por la mañana.
—Tiempos duros…
—Ya. El Papa…
Nos quedamos en silencio por un instante, mirando hacia abajo, como si estuviéramos reflexionando sobre profundas cuestiones teológicas, sé que quisiera despedirse, pero no le doy tiempo a hacerlo:
—Si puedo hacer algo por Su Señoría, no dudéis en pedírmelo.
—Muy amable por vuestra parte… Por supuesto… Precisamente tengo que volver arriba para cerciorarme de que todo anda como es debido.
Se despide incómodo.
Llueve a cántaros, pero tengo muchas ganas de fumarme un cigarro. Al resguardo de una techumbre soplo el humo de cara al temporal. Del viejo perro ni rastro. El reflejo de los ojos de un gato, antes de que desaparezca tras una reja.
Bautizaré con método, solo a la gente justa que pueda constituir el núcleo de una secta propiamente dicha. A los inquisidores les gustan las sectas, es posible fantasear sobre ellas hasta el infinito, se les puede achacar todo: el descontento popular, la peste, la prostitución, la esterilidad de tu mujer… Se necesitan apóstoles, que vayan de aquí para allá rebautizando, precisamente como hizo el viejo Matthys. No falta quien ha pensado ya en él, algún ferrarés, pero tengo que llegar más lejos: Módena, Bolonia, Florencia. Luego están las Romañas. Parece que los habitantes de esas tierras son los más turbulentos de todos los súbditos del Papa. Podría ser interesante que alguien llegara hasta allí. Herejía y revuelta: ¿hace falta algo más?