Operación contraria: imaginarse a Tiziano dando vida a su fantasma, moverlo como un títere por las calles y las tiendas de la ciudad. No.
En Venecia Tiziano no es Tiziano. Es algún otro. Si hubiera rebautizado también aquí, en alguna parte se conservaría memoria de él. Tiziano esconde su propia identidad: parece querer darles a sus gestas la máxima resonancia.
¿Quién es, quién ha sido, Tiziano en Venecia?
Venecia, 18 de octubre de 1548
Se han hecho preceder por una carta. Por esto estamos en el muelle, la mirada muy pendiente del canal de la Giudecca, por donde deberán aparecer.
Bernardo Miquez pasea de un lado a otro. João está parado como una estatua, elegantísimo como siempre, guantes de cuero colgados del cinturón y anchas mangas del jubón que flotan al viento.
Demetra me ha hecho una bufanda de lana para este gélido otoño. Tengo que estarle agradecido, porque el cuello me juega malas pasadas desde hace un tiempo.
Observo las barcazas que pasan lentas hacia los atracaderos y vacían su carga humana variopinta y extraña.
—¡Para el Dux y San Marcos!
Me estremezco ante la voz chillona de un gigantesco mirlo negro transportado en una jaula.
João ríe sonoramente ante la expresión que pongo yo:
—¡Pájaros que hablan, compadre! Esta ciudad no dejará nunca de asombrar.
Bernardo se inclina hacia delante hasta el borde del muelle, exponiéndose casi a perder el equilibrio:
—Ahí están.
—¿Dónde? —Tengo para mí que mi vista ya no es tan aguda como en otro tiempo.
—¡Allí, acaban de aparecer ahora!
Finjo reconocer la embarcación que es aún una mancha oscura:
—¿Son ellos de veras?
—¡Por supuesto! ¡Mira a Sebastiano!
—¡Por Moisés y todos los profetas! Ahí está Perna. ¡Lo ha conseguido! Duarte lo ha conseguido. —João se permite un gesto de exultación.
—¡Bastardos, asquerosos, infames, pedazos de mierda, un poco más y nos quedamos allí, santo cielo, todo lleno de hongos y de musgo, que se vayan a tomar por culo!
Recobra el aliento, aún tiene el espanto pintado en los ojos.
—Unos asesinos es lo que son. Una cosa de locos, Ludovico, amigo mío, había ratas que parecían cachorros de perro, ¿entendido?, no te lo creerías, deberías haberlas visto, así de grandes, bastardos, un mes dentro de esa letrina, prisión la llaman, ojalá los empalasen los turcos a todos ellos, bastardos, mira, Ludovico, así de grandes eran las ratas, y unos guardianes que parecían los monstruos del Apocalipsis, ten a un hombre en esas mazmorras durante un año y te confesará lo que quieras, incluso que… ah, y luego lo escriben todo, todo, no se dejan ni una coma, nunca falta un escribano de los cojones que escribe lo que tú dices, rápido, escribe rapidísimo, sin levantar la mirada nunca de la hoja, estornudas y él lo pone en el papel, ¿entendido?
Los cuatro pelos que le quedan los tiene revueltos, ojeras profundas y mandíbulas que quisieran hincarse en el filete que Demetra le ha servido, si no las tuviera ocupadas en ese torrente en crecida.
Traga finalmente el primer bocado y parece recuperar la lucidez necesaria.
Apenas levanta los ojos del plato:
—¿Han atrapado a algún otro?
—A Infante en Nápoles.
Un resoplido.
—Y no es la peor noticia.
Los ojillos de Perna me escrutan con aprensión:
—¿A quién también?
—A Benedetto Fontanini.
El librero se pasa las manos por la cabeza para peinarse los cuatro pelos que le quedan:
—Santo cielo, estamos hundidos en la mierda…
—Lo han encarcelado en el monasterio de Santa Justina, en Padua, bajo la acusación de ser el autor de
El beneficio de Cristo
. Corre el riesgo de pudrirse allí dentro para siempre.
Perna vuelve a levantar la cabeza:
—A partir de ahora hay que estar particularmente atentos. —Nos pasa revista a los tres—. Todos. —Se detiene en João—: Y tú no te creas que estás más seguro que nosotros, socio, que si se ponen en serio son jodidos para todo el mundo. Aquí en Venecia por ahora estamos en lugar seguro, pero nos han dado un aviso.
—¿Qué quieres decir? —Le vuelvo a llenar el vaso de vino.
—Han comprendido. Saben que existimos, quién está metido en esto. Primero detuvieron a João, luego a mí y a ese pobre de Infante. Luego van a pescar a Benedetto de Mantua… —Mastica y deglute.
Duarte nos mira a todos:
—¿De quién estamos hablando?
El tenedor de Perna cae dentro del plato. Silencio. El Tonel está cerrado, estamos solos, tres sefarditas y dos inveterados descreídos sentados alrededor de una mesa conspirando: la alegría de cualquier inquisidor.
Perna se ovilla como un gato:
—Estamos hablando de Pichadurísima, señores, sí, Su Eminencia Pichadurísima Giovanni Pietro Carafa. Hablamos de los guardianes de la ortodoxia. De quienes quisieran hacerse un colgante con las pelotas de Reginald Pole y de sus amigos. Unos grandes bastardos, tanto ellos como sus esbirros. Todavía no los han puesto tras nuestros pasos, pero no tardarán en hacerlo, ya lo veréis. —Una mirada a João—. Y a esos, socio, no los compras, ¿entendido? Incorruptibles bastardos.
Lo interrumpo:
—Ni Milán, ni Nápoles, ni mucho menos Venecia dejarán que la Inquisición de Roma meta la nariz en sus asuntos.
—Negocios, esta es la palabra adecuada. Por ahora no tienen ningún inconveniente en dejarles el campo libre, tienes razón. Pero todo depende de quién suba al solio pontificio, de quién establezca las reglas después de que Paulo Tercero haya estirado la pata. Pero de todas formas, para evitar toda injerencia de Roma, los venecianos podrían pensar en arreglar sus cuentas con nosotros, sin esperar a Carafa ni a sus amigos.
Se traga el bocado:
—Qué asco, cuando vuelvo a pensar en esa letrina, se me van las ganas de comer.
Venecia, 5 de noviembre de 1548
He recorrido la ciudad a lo largo y a lo ancho. Busco a un alemán, confiando en mi intuición: las librerías donde podría haber comprado
El beneficio de Cristo
.
He visitado el establecimiento de Andrea Arrivabene, el librero con el letrero del pozo, un lugar que Tiziano debe de conocer sin duda. He fingido estar interesado en las doctrinas anabaptistas, esperando que me indicasen
a alguien
a quien dirigirme.
Nada de nada.
Venecia, 7 de noviembre de 1548
El niño y la estatua de Cristo.
El niño que creía que Jesús era una estatua.
El niño de
cinco años
.
El niño al que Bernhard Rothmann, pastor de Münster, preguntó quién era Jesús.
Una estatua.
La anécdota repetida hasta el infinito, en los días de la enfermedad.
Los días del rey David.
Es difícil mirar atrás. Doloroso. Recuerdos de conversaciones, largas, interminables, instigando la locura del predicador, sugiriendo a una mente desilusionada y extraviada las elecciones más insensatas.
Terror y lenta disolución.
Los últimos días de Münster.
Extramuros, el primer estremecimiento de incertidumbre. Quise olvidar.
Tiziano, el peregrino alemán que bautizó a Adalberto Rizzi, alias fray Álamo, fray Lucifer y los piratas del Po, conoció a Bernhard Rothmann.
Alguien de Münster, alguien que he conocido.
He bajado de nuevo a la calle, esta vez buscando un rostro. Me he vuelto de golpe a cada palabra pronunciada en mi lengua. He escrutado los rostros, bajo las barbas, más allá de los pelos largos o cortos, entre las cicatrices y las arrugas. Como una alucinación, en cada uno había algo para confirmar una sospecha.
Esto no servirá.
Venecia, 11 de noviembre de 1548
No es fácil explicarles que he de partir. No es fácil hablar de un antiguo enemigo, Qoèlet, el aliado de siempre, el traidor, el infiltrado.
No será fácil, pero es necesario. Explicar los viajes de los últimos meses, esta barba: Tiziano, el apóstol con
El beneficio de Cristo
en una mano y el agua del Jordán en la otra. Saldar una cuenta pendiente hace más de veinte años. Tratando de poner al esbirro de Carafa, el más valiente, el más listo, tras los pasos de un heresiarca anabaptista creado a su medida. No se dispone de más tiempo. El círculo ha comenzado a estrecharse antes de lo previsto, pero sabía que sucedería. Estoy jugando con fuego y no puedo correr el riesgo de que se entrometan. El mismo imperdonable error de siempre: mi pasado que irrumpe en el presente y causa estragos, lacerando las carnes de amigos, compañeros, amantes. Demetra, Beatrice, João, Pietro. Nombres de muertos inminentes. Partir antes de que eso ocurra. Arrastrarme detrás del Ángel Exterminador y el eterno esbirro, lejos de los afectos de la última parada. Caminar hasta las prolongaciones extremas, hasta el culo del mundo de esta tierra de Europa que he recorrido a lo largo y a lo ancho. Hacer que me persiga hasta allí y en aquel sumidero maloliente esperar y arreglar las cuentas de muchas vidas. Solos.
No importa cuánto tiempo, Eloi puede recuperar su nombre, seré solo Tiziano, el loco baptista.
João vigilará el burdel y a Demetra en mi lugar. Me moveré, sembraré indicios, daré vueltas hasta que haya sacado a Qoèlet a plena luz del día.
Perna, tú lo has dicho: es necesario saber cómo va a terminar, jugarse el destino y la vida para darles un sentido. Para dar una razón de ser a todas las derrotas y también a lo que queda por vivir. No abandono la partida, quiero terminarla. Como sea.
De las miradas atónitas y de las bocas cerradas emerge solo la voz nítida de Beatrice:
—Los subterfugios a que la vida ha obligado a mi familia no han impedido nunca apreciar la sinceridad, Ludovico.
Sonríe, mis palabras no han desarmado sus ojos negros: —Deja por tanto que recompense tu franqueza. No eres tú la causa del peligro que nos amenaza: todos sabíamos desde un comienzo con qué riesgos nos íbamos a encontrar al embarcarnos en la empresa común de difundir
El beneficio de Cristo
. Hemos desafiado la excomunión del Concilio, la Inquisición, las ambiguas estrategias de los poderosos venecianos. ¿Con qué fin? La guerra espiritual desencadenada por los perros del Santo Oficio es una amenaza para todos nosotros. Fingir no saberlo no nos salvaría. Solo hace falta mirar a quién tienes delante: a un librero clandestino, a la regentadora de un burdel y a una rica familia judía en fuga desde hace medio siglo. Y luego estás tú: hereje, marginado, ladrón y rufián. Somos todo lo que ellos quieren barrer de en medio. Si vencen nos despojarán de todo, ocuparán todo el espacio ellos. Seremos encerrados, los más afortunados morirán.
Beatrice se acerca a la ventana, más allá de la cual se entrevé el canal de la Giudecca al fondo de San Marcos. Sigue siendo una silueta oscura.
Prosigue:
—Has hablado de un destino personal con el que saldar cuentas. Del ala negra que revolotea sobre tu cabeza desde toda la vida y borra todo lo que te es querido. Tus preocupaciones son nobles y sensatas, pero cada uno debe cumplir con su papel. También yo estoy convencida de que es útil separarse, pero a condición de quedar unidos en el propósito de un plan común. La pista de Tiziano que se aleja, sembrando herejía y confusión, puede llevar a los perros por un camino equivocado, confundir al olfato, volver más lento su avance, en espera del nuevo Papa. Pero si va a ser esta tu tarea, cada uno de nosotros debe tener otra.
João se pone en pie, nada de sonrisas:
—Tú, tía, podrías mantener abierta la vía de escape. Tu carisma y tus conocimientos en la corte de Ferrara, donde estamos bien vistos por los préstamos al duque y por tu refinamiento, pueden garantizar un refugio seguro para todos, si las cosas fueran a precipitarse. Yo me quedaré aquí en Venecia, con objeto de hacer valer nuestras generosas donaciones. Ya es hora de que los patricios y los mercaderes de esta ciudad den muestras de conceder todo su peso a quien mantiene en pie su fasto y sus negocios. Mientras tanto puedo encargarme de los nuevos intercambios comerciales, las rutas que hemos abierto con el Turco.
Se vuelve hacia Perna:
—Es mejor que tú te mantengas alejado por un tiempo. Serás mi agente en las costas orientales. Difundirás la nueva traducción de
El beneficio de Cristo
en Croacia y en Dalmacia, hasta Ragusa y más allá. No te ocuparás tan solo de libros, sino que serás también mi agente de enlace fuera del alcance de la Inquisición.
El pequeñajo se pone en pie de un salto:
—¡Vender libros a los Turcos! ¡Estoy soñando! ¡Entrar y salir de esas viejas barcas hediondas! ¡Eso es lo que le toca en suerte a Pietro Perna, uno que tiene su nombre, que es respetado desde Basilea hasta Roma! ¡Ludovico, di tú algo!
—Sí, exactamente, necesitas un nombre nuevo. Quizá menos respetable, pero menos conocido por los esbirros.
Perna se encoge en el asiento, desapareciendo casi en él, los pies colgándole.
João sonríe a Demetra:
—La fascinante doña Demetra continuará regentando el Tonel como si nada pasara, con los oídos siempre atentos a cualquier indiscreción de sus acaudalados clientes. Cualquier información puede ser preciosa. Velaremos por ella y por las chicas en ausencia de Ludovico.
Beatrice:
—Es inútil negar que nuestro destino depende en buena medida de quién sea el próximo Papa. Esperaremos a ese momento para decidir cómo movernos a la luz de la nueva situación.
Bernardo está llenando las copas. João es el primero en alzarla, ha recuperado la sonrisa:
—¡Por el futuro Papa, entonces!
Nos desahogamos con una estruendosa carcajada.
Venecia, 14 de noviembre de 1548
Noticias obtenidas sobre los lugares frecuentados o gestionados por alemanes.
—Librería del Lirio de Plata, especializada en libros luteranos y sacramenteros, propiedad de un tal Hermann Reidel.
—Friedrich von Melleren, conde, animador del restringido círculo de los literatos alemanes de Venecia, tiene un palacio propio detrás del Fondaco.
—Taberna de la Selva Negra, regentada por una alemana casada con un mercader veneciano. Es el lugar de encuentro de los artesanos: tallistas, plateros, zapateros…