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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Qualinost (25 page)

Tía Ailea suspiró, cogió una pasta y clavó sus pequeños blancos dientes en el dulce. Masticó sin premura y se limpió la boca con una servilleta antes de responder.

—Hace tiempo tomé la decisión de no buscarte mientras fueras un niño; puesto que el Orador de los Soles deseaba educarte como un elfo, el verme sólo serviría para recordarte constantemente tu «otra» mitad. Pero ahora me doy cuenta de que cometí un error, y te pido disculpas.

Tanis, sin apartar los ojos del arrugado semblante de la anciana, se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo. Tía Ailea le echó otro poco de té caliente y el joven tomó otro sorbo.

—También te di el nombre, ¿sabes? —dijo Ailea—. Significa «siempre fuerte». Lo elegí porque sabía que necesitarías mucha entereza para vivir en un mundo elfo. Puede que descubras, como me ocurrió a mí, que sólo después de vivir lejos de Qualinesti durante cierto tiempo, podrás valorar las dos mitades de tu ser.

—¿Valorar esa parte de mí que es como un animal salvaje? —La voz de Tanis rebosaba desprecio. La anciana sonrió.

—A mí me gusta pensar que tengo las
mejores
peculiaridades de las dos razas. Recuérdalo, Tanthalas. Tuviste un padre que, sí, ciertamente era un ser brutal y terrible. Mas, a través de él, estás emparentado con otros humanos que, sin duda, fueron mucho mejores que él.

Tanis parpadeó. Flint comprendió que la anciana partera había abierto una nueva perspectiva para enfocar el asunto desde otro punto de vista.

—Yo... —balbuceó el semielfo. Se tomó de un trago el té que le quedaba en la taza—. Tengo que pensar sobre todo esto.

Tía Ailea asintió en silencio y la conversación tomó otros derroteros, principalmente acerca de las noticias anunciadas en palacio por la tarde. Por lo visto, Ailea ya estaba enterada de lo ocurrido.

—Lord Tyresian... —musitó—. He oído comentar que es un hombre muy... tradicionalista.

—¿Asististe también a su parto? —inquirió Flint.

—Oh, no. Bueno, no exactamente, joven enano.

¿Joven?
Flint sacudió la cabeza, pero después pensó que probablemente lo era comparado con ella.

—¿Qué quieres decir con «no exactamente»? —preguntó Tanis. Ailea vaciló, y el semielfo añadió con brusquedad:— Tiene que ver con tu ascendencia humana, ¿verdad?

Tía Ailea vaciló de nuevo, pero por último asintió con la cabeza.

—Yo habría utilizado otras palabras, pero habría llegado a esa misma conclusión, sí. Atendí a la madre de Tyresian al principio del parto; las cosas parecían ir muy bien y yo estaba confiada en que nacería una criatura sana y fuerte.

La anciana enmudeció.

—¿Y? —urgió el semielfo. Ailea volvió la vista hacia el fuego de la chimenea. Cuando habló su voz sonó apática.

—El padre de Tyresian entró en el cuarto y descubrió quién estaba atendiendo a su esposa. Me ordenó que me marchara, pero yo me quedé en la calle, cerca de la casa, por si acaso me necesitaban. Envió a buscar una comadrona de pura sangre elfa para que ayudara a Estimia, pero no había ninguna disponible en ese momento.

»
Cuando se enteró, ordenó a una doncella que atendiera a su señora —continuó la anciana—. La pobre muchacha ni siquiera había presenciado un parto, y mucho menos actuado de comadrona. Pero el padre de Tyresian, cuyos gritos se escuchaban a través de los muros de la mansión, dijo que cualquier mujer elfa lo haría mejor que una cuarterona humana.

Tanis abrió la boca para decir algo, pero tía Ailea se le adelantó.

—Entonces oí chillar a la madre de Tyresian. —La faz de la anciana se contrajo como si todavía escuchara el grito de dolor—. Aporreé la puerta. Supliqué que me dejaran entrar para ayudar a Estimia, pero el padre de Tyresian salió en persona y me obligó a marcharme. Dijo que me haría arrestar si no me iba de allí.

—Qué interesante. Sobre todo teniendo en cuenta que en Qualinost no hay cárcel —apuntó Flint con sequedad.

Tía Ailea se incorporó del taburete y cogió la miniatura de una bonita mujer elfa que tenía sobre un tapete. Pasó los esbeltos dedos sobre el retrato.

—Tyresian nació, pero Estimia murió en el parto.

Deambuló por el cuarto; Flint y Tanis la siguieron con la mirada mientras la anciana acariciaba un cuadro allí, contemplaba otro allá, y reanudaba el paseo hasta detenerse frente a otra pintura. Cuando llegó ante la puerta de la casa, se volvió hacia sus huéspedes.

—El padre de Tyresian me culpó de la muerte de su esposa.

—¿Qué? Tanis dio un respingo.

Ailea bajó la vista y se alisó los pliegues de su falda de lana gris.

—Dijo que debí de haber hecho algo mal antes de que llegara él y me echara del cuarto —musitó.

—Pero eso es absurdo —bramó Flint. Tanis asintió en silencio, con actitud colérica.

—Sí, lo es —asintió Ailea—. Tengo mis faltas, por supuesto, pero la incompetencia no es una de ellas.

La anciana recogió la bandeja con el servicio de té y el plato de las pastas y se dirigió a la cocina. Flint fue en pos de ella para ayudarla a lavar los cacharros y dejó a solas a Tanis, que se dedicó a pasear por la sala mientras examinaba los retratos. Entretanto, en el cuarto de al lado, Flint se estrujó la sesera para prolongar la conversación un poco mas, a pesar de que era casi medianoche.

—Cuando fuiste a mi taller —comenzó el enano— me dijiste que asististe al parto de Solostaran.

—Y al de sus hermanos también —añadió Ailea mientras tendía un plato a Flint para que lo secara con un paño que le recordó al enano el amplio corpiño que la anciana llevaba puesto cuando lo había visitado—. ¿Por qué?

—Siento curiosidad por el más pequeño de los tres hermanos.

—¿Por Arelas? ¿Por qué motivo?

—El Orador me contó que se llevaron a Arelas de la corte porque estaba enfermo, pero no me dijo qué enfermedad padecía. ¿Lo sabes tú?

Ailea aclaró la tetera en un cubo de agua traído del pozo que había en el patio posterior de la casa.

—Creo que nadie lo sabe con exactitud. Se encontraba perfectamente hasta poco después de echarse a andar, pero entonces... En fin, cambió.

Flint alzó la vista y arqueó las encrespadas cejas.

—¿Que cambió? ¿A qué te refieres?

La voz de tía Ailea asumió el tono de quien está acostumbrado a contar cuentos a los niños.

—Cierto día —comenzó—, él, su hermano Kethrenan, su madre y yo fuimos a pasar el día en la Arboleda, el parque que hay entre la Torre del Sol y la Sala del Cielo. Poco después de comer, Arelas se alejó y se perdió.

—¿Lo encontrasteis?

—Enseguida, no. Se registró toda la zona, pero parecía que se lo hubiera tragado la tierra. No había rastro del pequeño. —Ailea paso la tetera a Flint—. Alguien debió de encontrarlo, pero nunca descubrimos quién fue. Una mañana, después de tres días de búsqueda infructuosa en la que participó hasta el último soldado de Qualinost, el pequeño Arelas apareció dormido sobre el césped del patio de palacio. Debió de llegar allí tras andar extraviado a saber dónde; o alguien lo llevó sin que los vieran los guardias, a través de la cancela que da a los jardines. Estaba tapado con una tela, para que no se enfriara.

Flint dio un último toque con el paño para acabar de sacar brillo a la tetera de cobre y luego la puso sobre la mesa de la cocina.

—¿Se puso enfermo? —preguntó.

—Mucho. Ya tenía fiebre cuando lo encontramos. Estuvo al borde de la muerte durante varios días. Le administré todos los remedios que estaban a mi alcance. Recurrí a mis escasos conocimientos mágicos, pero no soy sanadora. Todo cuanto puedo hacer es aliviar los síntomas. Nadie sabía cómo curarlo. Por último, el Orador, el padre de Solostaran, dispuso que se enviara a Arelas a un clérigo conocido suyo que vivía fuera de Qualinesti.

Flint escuchaba recostado contra la mesa mientras Ailea aclaraba con agua limpia el barreño de cerámica que había utilizado para fregar los cacharros. La conversación parecía haber traído otros recuerdos a la anciana, pues continuó charlando después de colocar el barreño boca abajo, sobre el tablero de la mesa en la que estaba apoyado Flint.

—Los partos de Solostaran y Kethrenan fueron relativamente fáciles, o todo lo fácil que puede ser el nacimiento de una criatura, claro está. Pero Arelas... incluso antes de nacer ya tuvo... problemas. No estaba bien colocado en el vientre de su madre. El parto se prolongó más de un día, y al final tuve que utilizar los fórceps para sacarlo, algo que siempre procuro evitar.

»
En esa ocasión, sin embargo, no tuvo malas consecuencias —dijo con tono animado—. Tan sólo un pequeño corte en un brazo que curó enseguida y dejó una cicatriz leve, en forma de estrella. Me recordó la marca que los hombres de las Llanuras hacen a los varones cuando llegan a la edad viril.

»
Bueno, maestro Fireforge, volvamos a la sala —sugirió, rodeando con un brazo los hombros del enano—. Veamos en qué se entretiene el joven Tanthalas.

Encontraron al semielfo de pie ante un aparador con anaqueles que estaba cerca de la puerta principal. Al oírlos entrar, Tanis volvió la cabeza y sus rizos rojizos susurraron al rozar el chaleco de cuero.

—¿Pintaste tú todos estos retratos? —preguntó a la anciana.

—De memoria, sí —respondió Ailea mientras se atusaba la trenza que enmarcaba su cabeza y terminaba recogida en un moño bajo.

—¿Tienes el mío? —Su voz sonaba brusca por el esfuerzo de hablar con aparente indiferencia. Flint deseó que la partera no lo desilusionara.

—Aquí abajo, no. —Su respuesta hizo que los hombros de Tanis se hundieran de manera ostensible—. Guardo tu retrato en mi dormitorio— añadió Ailea, que con gran agilidad remontó los peldaños de la escalera que arrancaba a la izquierda de la puerta de la cocina y conducía a la planta alta.

Flint intercambió una mirada con el semielfo mientras se escuchaban las pisadas de la anciana en el piso superior. Hacía rato que había pasado la medianoche y los dos tenían que levantarse dentro de pocas horas para unirse a la partida de caza del tylor, pero Flint prefería morir antes que apremiar el semielfo en estos momentos.

Tía Ailea apareció tan de improviso en el último peldaño de la escalera que Flint se preguntó si entre sus habilidades mágicas no se encontraría la de teletransportarse.

Tenía una sorprendente agilidad para ser una persona varias veces centenaria.

—Aquí tienes —dijo, tendiendo a Tanis un retrato encajado en un marco de plata con filigrana de oro. También le entregó un colgante de acero con una cadena de plata—. Esto perteneció a Elansa. Me lo dio antes de morir.

Casi con gesto reverente, Tanis cogió el retrato en una mano y el colgante en la otra, sin saber, aparentemente, cuál de los dos examinar en primer lugar. Los ojos del semielfo estaban húmedos, o quizá sólo fuera un efecto de la luz.

—Así que ésta es la cara que ella vio —susurró el joven. Flint tuvo que volverse de espaldas y miró con insistencia la lumbre. Claro que, por culpa del humo, ahora los ojos le lagrimeaban. Tanis se sentó, y tía Ailea se asomó por encima de su hombro.

—Eras un bebé muy robusto, Tanthalas; y extraordinariamente sano habida cuenta de que tu madre estaba tan débil cuando naciste.

Tanis tragó saliva con esfuerzo. La anciana continuó hablando y, a pesar de que Flint se encontraba cerca de los dos, las palabras le llegaron como un murmullo apenas audible. El enano se preguntó si aquélla era la voz que la vieja comadrona utilizaba para calmar a las parturientas y tranquilizar a llorosos recién nacidos.

—Elansa amaba profundamente a Kethrenan, Tanthalas. Sospecho que desde el principio del embarazo decidió que no quería seguir viviendo sin su adorado esposo, pero resistió esperando que el hijo fuera suyo.

El rostro de Tanis se tensó.

—Y, cuando me vio, supo que ya no tenía motivo para vivir —dijo, intentando devolver el retrato a la partera, pero la anciana no quiso cogerlo.

—No, Tanthalas. —Ailea hablaba con suavidad, pero la mano posada en el hombro del semielfo era firme—. Cuando te vio, cuando vio esa cara que tú miras ahora, creo que cambió de idea. Salió de su postración lo suficiente para alimentar a su hijito, pero no lo resistió. Estaba demasiado débil por todo lo que había soportado desde la muerte de Kethrenan. —La voz de la anciana se quebró—. Te tuvo en sus brazos hasta que murió.

Un profundo silencio se adueñó de la sala, roto sólo por la agitada respiración de alguien; la suya, advirtió Flint. El enano se aclaró la garganta y tosió.

Tras una pausa durante la cual ninguno de los tres miró a los otros a la cara, Tanis preguntó:

—¿Y el colgante?

—Es de acero; muy valioso —repuso Ailea, cogiéndoselo de las manos—. Kethrenan se lo regaló a tu madre cuando se casaron. Lo llevó siempre puesto. Creo que fue un golpe de suerte el que aquellos bandidos no se lo robaran. Parecía sacar de él las pocas fuerzas que tuvo durante los últimos meses. —Ailea se acercó a Flint y le mostró el amuleto.

Un círculo realizado con hojas de enredadera y álamo entrelazadas rodeaban las iniciales «E» y «K». Un dibujo ondulado festoneaba el borde del disco.

Ninguno de los tres parecía tener nada más que decir. Flint y Tanis estaban agotados, e incluso la, en apariencia, incansable partera tenía aspecto de estar fatigada. Como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos hombres se encaminaron hacia la puerta para marcharse; tía Ailea recogió la espada de Tanis del rincón junto a la chimenea donde el semielfo la había dejado al entrar. Al levantarla, vaciló un instante, con una extraña expresión en el rostro.

—Esta espada... —musitó.

—Flint la hizo para mí —dijo Tanis con orgullo.

—Sí, lo sé —respondió la anciana con un leve temblor en la voz—. Es muy hermosa. Sin embargo...

El enano y el semielfo aguardaron a que la anciana terminara la frase. Ailea respiró hondo, y pareció tomar una súbita decisión.

—Flint, ven aquí —llamó con voz tensa.

El enano se acercó a la mujer y miró con preocupación sus ojos avellana.

—¿Podrías sujetar de algún modo este colgante a la espada, sin que se estropeara el arma? —preguntó.

—Bueno, claro que puede hacerse; y no, no dañaría la espada. Pero...

—¿De manera permanente? ¿Puede ser?

Flint asintió con un cabeceo. Su expresión lo tenía fascinado; era una inquietante mezcla de urgencia y temor.

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