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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (12 page)

En cuanto al metalúrgico de Thorbardin, dio la casualidad de que los aires de Solace no le sentaban muy bien. Al menos, eso fue lo que dijo Tanis.

Había sido un verano largo y también próspero para los vecinos de Solace. Un gran número de viajeros, mayor de lo que nadie recordaba haber visto nunca, pasó por la ciudad.

La seguridad de las calzadas era relativamente buena. No faltaban los ladrones y los salteadores, por supuesto, aunque tal cosa era el pan de cada día en los caminos y no pasaba de considerarse una molestia inevitable. La guerra era la principal razón de que se interrumpiera el comercio y, con él, los

viajes, pero en esos tiempos no existían conflictos armados en ningún lugar de Ansalon ni se esperaba que los hubiera.

El continente había estado en paz durante trescientos años y todo el mundo en Solace daba por hecho que seguiría así por lo menos otros trescientos.

Es decir, casi todo el mundo. Raistlin tenía otra opinión y tal era el motivo de que hubiera decidido centrar sus estudios mágicos en la hechicería de combate. No fue una decisión basada en la imagen idealizada que tiene cualquier joven sobre la batalla, considerándola algo glorioso y excitante.

Raistlin nunca había participado en los juegos de guerra, como hacían todos los niños. No lo atraía la vida marcial ni lo emocionaba en absoluto la idea de tomar parte en un combate. La suya fue una decisión calculada, tomada tras meditarlo largamente, y estaba dirigida hacia un objetivo: obtener dinero.

La conversación escuchada a escondidas entre Kitiara y el extraño tenía mucho que ver con los planes de Raistlin. Era capaz de repetir lo que habían dicho al pie de la letra, y repasaba mentalmente las palabras oídas cada noche.

En el norte —presumiblemente en Sanction— un gran señor que manejaba inmensas sumas de dinero estaba interesado en obtener información sobre Qualinesti. También le interesaba reclutar guerreros diestros; tenía a su servicio espías inteligentes y leales. Hasta un niño gully habría sacado la única conclusión lógica de estos factores.

Algún día, en alguna parte, a no tardar, alguien iba a necesitar reunir un ejército para defenderse contra ese gran señor, y tendría que conseguirlo con rapidez. Ese desconocido alguien pagaría muy bien a soldados, e incluso más a magos diestros en el arte de combinar el acero y la hechicería.

Raistlin suponía, y con toda razón, que negociar con la muerte le saldría mucho más productivo que preparar remedios con hierbas para curar niños enfermos.

Habiendo tomado esta decisión, meditó sobre el mejor camino que debía seguir para lograr su objetivo. Necesitaba adquirir conjuros de naturaleza combativa, eso era indiscutible.

También precisaba otros conjuros para defenderse o, en caso contrario, su primera batalla sería también la última.

Pero ¿contra qué tendría que protegerse? ¿Y qué esperaba de

un mago guerrero un comandante? ¿Qué puesto ocuparía en sus filas? ¿Qué hechizos de ataque le requerirían? Raistlin ignoraba todo lo referente a las artes militares, y entonces comprendió que necesitaba saber más si quería convertirse en un mago guerrero eficaz.

La única persona que podría darle respuesta a estos interrogantes era precisamente la última a quien preguntaría: Kitiara. No quería darle ideas. Y recurrir a Tanis sería tanto como si acudiera a su hermana, ya que el semielfo comentaría con ella cualquier cosa que hablara con su «hermanito».

Ni Sturm ni Flint le serían de ayuda; los caballeros y los enanos desconfiaban profundamente de la magia y jamás dependerían de un hechicero en una contienda. Tasslehoff estaba totalmente descartado, por supuesto. Cualquiera que preguntara algo a un kender se merecía la respuesta que obtenía.

Raistlin había registrado a escondidas la biblioteca de maese Theobald y no había encontrado nada útil.

—Este período en Krynn se llamará la Era de la Paz —solía pronosticar el maestro—. Somos personas nuevas. La guerra es una institución de pasadas generaciones incultas.

Las naciones han aprendido a coexistir pacíficamente. Humanos, elfos y enanos han aprendido a trabajar juntos.

«Poniendo todo su empeño en hacer caso omiso los unos de los otros —pensó Raistlin—. Eso no es coexistencia, sino cerrazón.»

Cuando miraba al futuro, lo veía arder en llamas, anegado en sangre. De hecho, veía las guerras que se avecinaban con tanta claridad que a veces se preguntaba si no habría heredado parte del talento vidente de su madre.

Convencido de que su plan era el correcto, el que le proporcionaría fama y fortuna, Raistlin sólo necesitaba conocimiento para ponerlo en práctica. Y ese conocimiento podía obtenerlo de una única fuente: los libros. Unos libros que su maestro no tenía. ¿Cómo conseguirlos?

La Torre de la Alta Hechicería en Wayreth poseía la biblioteca sobre magia más extensa de todo Krynn; pero, como un simple iniciado, un novicio, aún ni siquiera un aprendiz de hechicero, Raistlin no tenía acceso a la Torre. Su primera visita al legendario y aterrador edificio sería cuando

lo invitaran a someterse a la Prueba, si es que lo hacían. La Torre de Wayreth quedaba descartada.

Había otros sitios donde encontrar libros sobre magia: las tiendas de productos de hechicería.

Estos establecimientos eran escasos en esa época, pero existían. Había uno en Haven; Raistlin había oído hablar de él a maese Theobald. Sabía dónde estaba merced a unas cuantas preguntas subrepticias.

Una noche, poco después de la milagrosa recuperación de Flint, Raistlin se puso de rodillas junto a un pequeño arcón de madera que guardaba en su cuarto. El mueble estaba protegido con un simple conjuro, una de las primeras cosas que todos los magos aprendían, una guarda mágica que era absolutamente esencial en un mundo poblado por kenders.

Desactivó el conjuro con una única palabra, una orden personalizada a conveniencia de cada mago, y abrió la tapa del arcón, del que sacó una pequeña bolsa de cuero. Contó .

Las monedas, algo que era totalmente innecesario. Sabía al céntimo cuánto había ahorrado. Calculó que tenía suficiente.

A la mañana siguiente, abordó el tema con su hermano.

—Dile al granjero Juncia que tienes que tomarte unos días libres, Caramon. Vamos a ir a Haven.

El mocetón abrió tanto los ojos que parecía imposible que pudiera volver a cerrarlos. Miró de hito en hito a su gemelo, mudo de estupefacción. La distancia desde Solace a la antigua escuela de maese Theobald, unos ocho kilómetros, había sido el trayecto más largo que Caramon había hecho en toda su vida. La distancia hasta la capital de la región era de unos ciento cuarenta o ciento cincuenta kilómetros y para Caramon significaba llegar al fin del mundo que conocía.

—Flint va la semana que viene al Festival de la Cosecha de Haven. Oí que se lo decía anoche a Tanis. Indudablemente él y Kit también irán, así que propongo que los acompañemos.

—¡Puedes apostar a que sí! —gritó Caramon. En su alegría se puso a brincar y a bailar en el pórtico de la casa, con lo que toda la vivienda se sacudió sobre las ramas en las que se apoyaba.

—Tranquilízate, Caramon —ordenó, irritado, Raistlin—.

Volverás a hacer un agujero en las tablas del suelo y no disponemos de dinero para gastarlo en reparaciones.

—Lo siento, Raist. —El mocetón controló su entusiasmo, sobre todo porque le vino una idea a la cabeza que lo serenó—. Y, hablando de dinero, ¿tenemos suficiente? Ir a Haven nos costará un montón. Tanis se ofrecerá a pagarnos los gastos, pero no deberíamos dejar que lo hiciera.

—Nos bastará si somos frugales. Yo me ocuparé de ese asunto, no te preocupes por ello.

—Le preguntaré a Sturm si quiere venir —dijo Caramon, recuperada la alegría. Se frotó las manos—. ¡Será toda una aventura!

—Confío en que no —replicó mordazmente su gemelo—.

Es un trayecto de tres jornadas en carreta por calzadas muy transitadas. No veo qué puede haber de aventura en algo así.

Tal creencia demostró que, después de todo, no había heredado la facultad adivinatoria de su madre.

9

El viaje empezó tranquilo y sin novedad como todos podían haber deseado, con la posible excepción de dos jóvenes guerreros en ciernes que estaban ansiosos por demostrar sus recién adquiridas habilidades. Hacía buen tiempo, fresco y despejado, y los rayos de sol les proporcionaban un agradable calorcillo por las tardes. Las lluvias recientes mantenían posado el polvo. La calzada a Haven estaba llena de viajeros, ya que el Festival de la Cosecha era la fiesta más importante de la ciudad.

Tanis conducía la carreta, que iba cargada hasta los topes con las mercancías del enano. Flint esperaba ganar dinero suficiente en la feria para cubrir en parte las pérdidas del verano.

Raistlin iba en el pescante junto a Tanis, haciendo compañía al semielfo. Kitiara caminaba a ratos y otras veces también se montaba en el vehículo; su carácter inquieto no le permitía hacer durante mucho rato lo uno o lo otro. Flint ocupaba un sitio en la parte trasera de la carreta, donde se había instalado cómodamente entre el tintinear de pucheros y sartenes, vigilando sus mercancías más valiosas: brazales y pulseras de plata y collares con piedras preciosas engastadas.

Sturm y Caramon iban a pie, prestos para enfrentarse a cualquier problema.

Los dos jóvenes imaginaban la calzada plagada de bandas de ladrones, legiones de goblins (a pesar de las divertidas afirmaciones de Tanis de que no se había visto un solo goblin en Solace desde los tiempos del Cataclismo), y hordas de feroces bestias, desde lobos a basiliscos.

Sus esperanzas de que se les presentara la ocasión de luchar (nada serio, por supuesto; bastaría con pequeños altercados) eran alentadas y apoyadas por Tasslehoff, que disfrutaba muchísimo relatando todas las historias que le habían contado, así como otras cuantas que se inventó en el momento, por ejemplo, sobre viajeros confiados a los que los ogros les arrancaban el corazón para comérselo o que eran víctimas de osos o que los espectros convertían en muertos vivientes.

El resultado fue que Sturm llevó la mano sobre la empuñadura todo el tiempo y estudió con una mirada fría y escrutadora a todas las personas con las que se cruzaban, consiguiendo que la mayoría lo tomara a él por un ladrón y se apartaran con premura de su camino. Caramon, cuyo semblante era habitualmente risueño, mantenía fruncido el ceño, pensando que eso le daba un aire fiero cuando, en realidad, como dijo Raistlin, lo que parecía era que sufría una mala digestión.

Al final de la primera jornada, Sturm tenía la mano agarrotada de llevarla apretada sobre la empuñadura, y Caramon sufría una terrible migraña por mantener la barbilla levantada en una postura forzada. A Kitiara le dolían las costillas de aguantarse la risa, ya que Tanis no le permitió que ridiculizara abiertamente a los dos jóvenes.

—Tienen que aprender —dijo el semielfo. Era poco después de comer, y Kit viajaba en el pescante de la carreta junto a Tanis y a Raistlin—. No está de más que adquieran el hábito de ser cautelosos y precavidos en la calzada, aun cuando se excedan un poco. Recuerdo que de joven yo era exactamente lo contrario. Partí de Qualinesti sin el menor recelo y ni pizca de seso. Tomaba por amigo a cualquiera que me encontraba. Lo extraño es que no acabara en una zanja con la cabeza aplastada.

—¿De joven?. —repitió con sorna Kit al tiempo que le apretaba la mano—. Hablas como si fueras viejo y aún te falta mucho, amigo mío.

—En cómputos elfos, quizá —dijo Tanis—. Pero no humanos.

¿Nunca has pensado eso, Kit?

—¿En qué? —inquirió, despreocupada. A decir verdad, no estaba prestando mucha atención. Recientemente había comprado a Flint una daga, un arma excelente, y se entretenía en forrar la empuñadura con tiras de cuero trenzadas.

—En el hecho de que he vivido más de noventa años —insistió el semielfo—. Y que viviré unos cientos más.

—¡Bah! —Kit siguió ensimismada en su trabajo, moviendo los dedos con rapidez pero no con excesiva destreza

en la tarea. El cuero trenzado proporcionaba un agarre mejor, pero no ofrecería una apariencia bonita, bien que tal detalle importaba poco a la guerrera. Finalizado el trabajo, metió la daga por el borde de una de sus botas—. Sólo eres elfo en parte.

—Pero mis expectativas de vida son mucho mayores comparadas con...

—¡Eh, Caramon! —gritó Kit con fingida alarma—.

¡Creo que he visto moverse algo en esos arbustos! Observa a ese tonto de remate. Si alguien o algo se le echara encima, se haría pis en los pantalones... ¿Qué estabas diciendo?

—Nada —contestó Tanis, sonriente—. No tenía importancia.

Kit se encogió de hombros y saltó al suelo para ir a tomarle el pelo a Sturm insinuando que estaba segura de que unos goblins los estaban siguiendo.

Raistlin miró de reojo a Tanis. El rostro terso, carente de arrugas, del semielfo —un rostro en el que la edad no dejaría huella en otro centenar de años— estaba velado por una expresión desdichada. Seguiría siendo un hombre joven cuando Kitiara fuera una mujer muy, muy anciana. La vería envejecer y morir mientras que él se conservaría relativamente inmune a los estragos del tiempo.

Los bardos entonaban canciones sobre la tragedia del amor entre elfos y humanos. Raistlin se preguntaba qué se sentiría al presenciar cómo se ajaban la belleza y la juventud de aquellos a los que se amaba, verlos en su vejez, en su decrepitud, mientras uno seguía siendo joven y vital. Y, sin embargo, reflexionó el joven aprendiz de mago, si el semielfo se enamorara de una elfa estaría condenado a una suerte semejante, salvo por el hecho de que en este caso sería él quien envejecería.

Miró a Tanis con una nueva comprensión y cierta compasión.

«Está condenado —razonó Raistlin—. Lo está desde su nacimiento. No puede ser feliz en ninguno de los dos mundos. ¡Hablando de que los dioses jueguen una mala pasada a alguien...!»

Aquello le trajo a la mente a los tres antiguos dioses de la magia. Raistlin sintió una punzada en su conciencia. No había cumplido la promesa que les había hecho. Si realmente

creía en ellos, como les había manifestado tanto tiempo atrás, ¿por qué se cuestionaba continuamente su existencia albergando dudas? Volvió a recordar a las tres deidades cuando, más avanzado el día, los compañeros se cruzaron con un grupo de clérigos que viajaban por la calzada.

Los clérigos —veinte, entre hombres y mujeres— caminaban por mitad del camino en dos hileras, lentamente, con una expresión tan seria como si fueran acompañando un cadáver al cementerio. No miraban a derecha ni a izquierda y mantenían las cabezas inclinadas, con los ojos agachados.

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