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Authors: Henri Troyat

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Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo (16 page)

Evidentemente, los emisarios clandestinos de Guillermo II en Petrogrado —¡no le faltan!— propalan, exagerándolos, los rumores más injuriosos sobre la familia imperial con el fin de alcanzar la moral de la retaguardia. Según los adversarios del régimen, existe en la corte un «partido alemán» dominado por Rasputín y cuyo propósito oculto es la conclusión de una paz separada. La prueba está, dicen, en que el general Sukhomlinov, ex ministro de Guerra, juzgado por el Consejo del Imperio y encarcelado por venalidad y alta traición en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, ha sido liberado a pedido del
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y transferido a una casa de salud mental. Esta medida de clemencia demuestra, según ellos, que el santo hombre y la Zarina protegen a los traidores. De allí a creer que se aprestan a sacrificar el honor de Rusia a los teutones, no hay más que un paso fácilmente dado por los espíritus inquietos. Se murmura que ya se han hecho contactos a ese efecto en el nivel superior, que los lazos familiares entre las dinastías rusa y alemana pueden más que todas las consideraciones patrióticas, que Nicolás II, a pesar de las apariencias, no puede negarle nada a su primo Guillermo II y que la Zarina, aguijoneada por Rasputín, no ha interrumpido jamás sus relaciones con la corte de su país natal. Es verdad que el Zar, reconocen, es contrario por principio a semejante defección de la causa de los Aliados, pero su mujer y el vulgar campesino que la gobierna lo han hecho cornudo. Habría un complot a la sombra del trono en el que tomarían parte Rasputín, Alejandra Fedorovna, Anna Vyrubova, Sturmer y Protopopov. Los súbditos de las provincias bálticas, los ultramonárquicos del Consejo del Imperio, el Santo Sínodo, financieros e industriales apoyarían la acción de esos provocadores del naufragio de Rusia.

Las noticias del frente alimentan la polémica. Un ataque ruso de vasta envergadura conducido por el general Brusilov, que sembró el desorden en el ejército austríaco, fue rápidamente frenado por los alemanes. En los otros teatros de operaciones, las fuerzas del Zar son derrotadas o rechazadas. Rumanía, que acaba de entrar en la guerra junto a los Aliados, es invadida sin que Rusia haya podido acudir en su ayuda. Desamparado, el rey Fernando I recibe una oferta de paz de parte de las «potencias centrales». ¿Va a aceptar? No, resiste. ¡Es una locura! ¿No le ha llegado a Nicolás II el turno de inclinarse ante un adversario que lo domina por todas partes? ¡Qué afrenta para la patria!

En realidad, el Zar no piensa ni por un segundo en deponer las armas. Y ni Rasputín ni Alejandra Fedorovna se lo aconsejan. Pero, para el público, continúan representando un trío indisoluble y fatal. Los falsos iniciados afirman que la cabeza de esa pirámide humana es Rasputín. Está sentado sobre la espalda de la Zarina. Y ella cabalga, con todo su peso, los frágiles hombros de su esposo. Esta visión se convierte en la pesadilla de la población de las ciudades, del campo y hasta de los soldados del frente. Circulan los rumores más fantásticos sobre lo que se prepara en la corte y en el Cuartel General Central. La censura reduce a un mínimo estricto los comunicados militares. El reaprovisionamiento se ve comprometido por la dificultad de los transportes y la falta de mano de obra en el campo. Faltan alimentos y leña para las estufas. Las calles están invadidas por desperdicios que se disputan los perros vagabundos y los mendigos harapientos. Ante los comercios de alimentos se forman filas de espera. La carne ha desaparecido de los mostradores. El precio del pan, de las papas, del azúcar aumenta de semana en semana. Se multiplican las huelgas sin motivo preciso. Obreros hambrientos y furiosos protestan contra nuevos reclutamientos para el ejército, contra la carestía de la vida, contra las inexplicables derrotas rusas, contra la inercia del gobierno, contra el invierno que se anuncia con el frío, los días grises y la nieve.

Entre los liberales se habla cada vez más de un «bloque negro», que preconizaría una paz inmediata con Alemania y que agruparía a Rasputín, la Zarina, Sturmer, Protopopov, el ala derecha de la Duma y algunos negociantes con tendencias germanófilas. Se cree que, en el lado opuesto, se endereza un «bloque amarillo», el de los progresistas, que quieren una democratización del régimen, ministros menos entregados a la Corona, el alejamiento del
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y la prosecución de la guerra con honestidad y decisión. Ya sea en los salones, en los restaurantes, en los vestíbulos de los teatros, en todos los labios aparece el mismo nombre: ¡Rasputín! Se pasan a hurtadillas fotografías del santo hombre en su traje de campesino ruso, con la mano que bendice y la mirada fascinadora. Los enviados del Partido Bolchevique distribuyen por la ciudad caricaturas que representan a la Emperatriz y «su amante» en posturas obscenas. Durante la proyección de un filme de actualidades en los cines, los espectadores, al ver aparecer en la pantalla a Nicolás II con la cruz de San Jorge sobre su uniforme, gritan: «¡El padre zar está con Jorge, la madre zarina con Gregorio!». Después de ese escándalo, las autoridades prohiben la secuencia que lo ha provocado. En hoteles y restaurantes se cree prudente fijar carteles de advertencia: «Aquí no se habla de Rasputín». La propaganda alemana se arroja sobre la ocasión de aumentar la desconfianza entre los civiles y el desorden entre los soldados. Rasputín se convierte en el mejor aliado de las fuerzas enemigas. Libelos injuriosos, redactados en Alemania, completan el trabajo de los cañones en la empresa de descorazonamiento del ejército ruso. Los zeppelines sobrevuelan las líneas llevando en los costados afiches que ridiculizan a Nicolás II y Rasputín.

Esta explotación del descontento popular debería incitar al
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a la moderación y a la prudencia. Extrañamente, lo electriza. Le parece que, al convertirse en ese personaje aborrecido, alcanza una dimensión legendaria. Antes no era más que una cantidad despreciable en la multitud de campesinos: helo aquí elevado a la altura de un mito. Cuanto más se habla de él, ya sea bien o mal, más se siente elevado por el viento de la gloria. Ya no camina, planea, acunado por el rumor de los insultos. Su gran idea es que esta promoción vertiginosa responde a los designios secretos del Señor. No hay razón para detenerla. Un día, tal vez, eclipsará al primer ministro. ¡Él, el niño travieso y piojoso de Pokrovskoi! ¡La vida está llena de sorpresas agradables para aquellos que tienen la suerte de agradar a Dios!

Así, inflado de orgullo, va de borrachera en borrachera, de cama en cama, y se jacta por todas partes de su poder sobre el espíritu de Sus Majestades. En los momentos de expansión, confía a sus compañeros de taberna que Nicolás II es un buen hombre con buenas intenciones, pero que tiene un carácter demasiado flexible para gobernar y que debería ceder su lugar a su mujer. Dicho de otro modo: a él mismo. ¿Acaso él no es Rusia en su totalidad? Tampoco duda en declarar que, si él desapareciera, sería el fin de la dinastía de los Romanov y el caos sobre la tierra rusa por los siglos de los siglos. Raramente se ha sentido designado y conducido hasta ese punto por la historia.

Los alemanes no son los únicos en alegrarse por el escándalo que suscita la presencia de Rasputín junto al Zar y la Zarina. Refugiado en Zúrich, Lenin ve en él su mejor auxiliar en la lucha para el aplastamiento del ejército ruso y la revolución proletaria que seguirá a continuación.

Ante esta acumulación de encono alrededor del trono, la Emperatriz hace frente con una energía que roza la inconciencia. «No puedes saber hasta qué punto es penosa la vida aquí», le escribe al Zar el 10 de noviembre de 1916, «cuántas pruebas hay que soportar y qué odio manifiesta esta sociedad corrompida […] ¡Ah, mi alma!, ruego a Dios para que sientas cómo nuestro Amigo es nuestro sostén. Si él no estuviera, no sé cuál sería nuestra suerte. Él es para nosotros una roca de fe y de socorro». Y el 13 de diciembre: «¿Por qué no te fías algo más de nuestro Amigo, que nos guía a través de Dios? Piensa en los motivos por los que me detestan: eso te muestra que hay que ser duro e inspirar temor. Entonces debes ser así, ¡después de todo, eres un hombre! Obedécele más. Él vive por ti y por Rusia… Sé que nuestro Amigo nos conduce por la buena senda. No tomes ninguna decisión importante sin avisarme… Sobre todo nada de esos ministros responsables [ante la Duma]. Hace años que me repiten la misma cosa: “los rusos aman el látigo”. Es su naturaleza. Un tierno amor y, en seguida, una mano de hierro para castigar y dirigir. ¡Cómo me gustaría verter mi voluntad en tus venas! ¡La Santa Virgen está por encima de ti, por ti, contigo, recuerda la visión que tuvo nuestro Amigo!». Al día siguiente, vuelve a la carga: «¡Conviértete entonces en Pedro el Grande, Iván el Terrible, el emperador Pablo I, aplástalos a todos bajo tus pies! No sonrías, muchacho pícaro: querría verte como […]. Debes escucharme a mí y no a Trepov. Expulsa a la Duma […]. Estamos en guerra y, en un momento semejante, la guerra interior equivale a una traición […]. Recuerda que hasta Philippe
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decía que es imposible dar una constitución a Rusia, que eso sería la pérdida del país: los verdaderos rusos opinan lo mismo».

Al constatar la obstinación de Alejandra Fedorovna en no ver el mundo más que por los ojos de Rasputín, los miembros de la familia imperial, cada vez más inquietos, se conciertan y forman un verdadero bloque de asalto dirigido por la Emperatriz viuda. A María Fedorovna se le ocurre ir a ver a su hijo a Kiev y explicarle el peligro que hace correr al país y a la monarquía plegándose ciegamente a las exigencias de su mujer y de Rasputín. Lo exhorta, en nombre de todos los Romanov, para que envíe al
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a Siberia y destituya a Sturmer y Protopopov, que son unos incapaces de los que no se puede esperar nada más que reverencias. El Zar lo toma muy mal y se separa de su madre sin haberle concedido la menor promesa. Luego, es la gran duquesa Victoria, esposa del gran duque Cirilo, que se dirige a Alejandra Fedorovna para suplicarle que se desembarace, de una vez por todas, del pretendido hombre santo. Choca con un muro. También la propia hermana de la Zarina, la gran duquesa Isabel, viuda del gran duque Sergio, trata en vano de hacerla razonar asegurándole que, si persiste en su actitud, Rusia va derecho a una revolución. Por su parte, el gran duque Nicolás Mikhailovich va a Mohilev y presenta a Nicolás II una larga carta en la cual denuncia las múltiples intervenciones de la Emperatriz en los asuntos de Estado. El Zar se niega a leer el documento pero se lo entrega a su esposa, cuya cólera estalla inmediatamente y reprocha a la familia imperial hacer causa común con sus enemigos en lugar de sostenerla en su calvario. En cuanto al gran duque Pablo, que sugiere a Sus Majestades que escuchen la voz del pueblo, que alejen al funesto
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y que acuerden una prudente constitución a Rusia, se le responde que, siendo el Zar el ungido del Señor, no tiene que rendir cuentas a nadie, que es dueño de pedir consejo a quien le parezca y que, el día de su coronación, prestó juramento de mantener el poder absoluto para legarlo intacto a sus descendientes.

Advertida del fracaso de las gestiones familiares ante Sus Majestades, la Duma reitera sus ataques contra el gobierno. Desde la apertura de la sesión, el 19 de noviembre de 1916, el dirigente del bloque progresista, Pablo Miliukov, expresó su cólera a gritos: «¿Esto es idiotez o traición? ¡Sería verdaderamente demasiada idiotez! ¡Parece difícil explicar todo esto como idiotez!». El 19 de diciembre, tendrá lugar la intervención virulenta del diputado de extrema derecha Vladimiro Purichkevich. Ese día, el ministro del Interior Trepov presenta al Parlamento la declaración de política general. Es recibido a los gritos de: «¡Abajo los ministros! ¡Abajo Protopopov!» Calmo y altivo, Trepov comienza la lectura de su discurso. Por tres veces, el alboroto de la izquierda lo obliga a abandonar la tribuna. Por fin lo dejan hablar. El pasaje relativo a la resolución de proseguir la guerra sin tregua es aplaudido incluso con calor. La atmósfera parece definitivamente distendida, pero, en cuanto continúa la sesión, Purichkevich se desata contra «las fuerzas ocultas que deshonran a Rusia». Luego interpela al gobierno: «¡Es necesario que la recomendación de un Rasputín ya no sea lo que basta para elevar a las más altas funciones a los personajes más abyectos! ¡Hoy Rasputín es más peligroso que antiguamente el falso Dimitri! (…) ¡De pie, señores ministros! Si sois verdaderos patriotas, id a la Stavka, arrojaos a los pies del Zar, tened el coraje de decirle que la crisis interior puede prolongarse, que la ira popular gruñe, que la revolución amenaza y que un oscuro
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no debe seguir gobernando a Rusia».
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Algunos días más tarde, es el Consejo del Imperio, bastión del absolutismo, donde la mitad de los miembros son nombrados por el Zar, que toma el relevo de la Duma y emite un voto solemne para prevenir a Su Majestad contra «la acción de las fuerzas ocultas».

Así, en tanto que la extrema izquierda quiere desacreditar a la pareja soberana para precipitar la caída del régimen, la extrema derecha sueña con apartar del trono a todos aquellos que perjudican a la dinastía con el fin de restaurar una autocracia pura y dura. Los partidarios de ésta última teoría desean la disolución de la Duma, el incremento de la censura, la ampliación de los poderes de la policía y la institución de la ley marcial. La Zarina les da la razón; el Zar titubea. Ha regresado a Tsarskoie Selo a fines de noviembre. Antes de volver a la Stavka, se encuentra con Rasputín en casa de Anna Vyrubova. Está preocupado y dice, sentándose en un sillón ante el
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, que lo contempla con respeto y aprensión: «¡Y bien, Gregorio, reza con ardor; hoy, hasta la naturaleza está contra nosotros!». Y cuenta que las tempestades de nieve impiden abastecer de trigo a Petrogrado. Rasputín lo reconforta con algunas palabras y le declara que no habría que fundarse en las dificultades de la hora para concluir una paz prematura: la victoria será del país que se muestre más estoico y más paciente. El Emperador le responde que comparte ese punto de vista y que, según sus informes, Alemania también carece de víveres. Entonces, pensando en los heridos y los huérfanos, Rasputín suspira: «¡Nadie debe ser olvidado, porque cada uno te ha dado lo que tenía de más querido!». La Emperatriz, que asiste a la entrevista, tiene la mirada nublada por las lágrimas. ¿Cómo se puede detestar a un hombre semejante? ¡Los impíos que lo denigran merecen ser colgados! Al ponerse de pie para retirarse, el Zar pide, como de costumbre: «¡Gregorio, bendícenos a todos!». «¡Hoy, eres tú quien me bendecirá!», replica Rasputín. Y el Emperador bendice al
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. (Vyrubova).

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