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Authors: Henri Troyat

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Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo (20 page)

Ahora bien, ocurre que los policías descubren otras huellas de sangre en uno de los estribos del puente y, muy cerca de allí, una galocha. Las hijas de Rasputín la reconocen. Pertenecía a su padre. En seguida, un buzo se sumerge bajo el hielo. En vano. El 19, los policías retoman sus investigaciones yendo río abajo después del puente. Doscientos metros más lejos, en un espacio parcialmente deshelado, una pelliza abandonada atrae sus miradas. El buzo vuelve a sumergirse y, esta vez, encuentra un cadáver sumergido bajo el espeso caparazón blanco que recubre el río. Hay que romper el hielo para sacarlo al aire libre. El cuerpo es llevado al hospital militar de Tchesma, cerca de Tsarskoie Selo. Llamadas para identificarlo, María y Varvara contemplan con horror el cadáver helado de su padre. «Tenía el cráneo hundido, el rostro magullado», escribirá María; «sus cabellos estaban pegoteados por la sangre. Le habían hecho saltar el ojo derecho. Colgaba sobre su mejilla, sostenido por un colgajo de carne».

El profesor Kosorotov procede inmediatamente a la autopsia. Constata que una bala ha penetrado en el tórax y ha atravesado el estómago y el hígado; otra, tirada por la espalda, ha perforado un riñon; y una tercera, dando en la sien de la víctima, ha penetrado en el cerebro. Cosa extraña: en el estómago no hay ninguna traza de veneno. ¿Habrá que deducir que el cianuro de las masas y el del vino se alteraron antes que los absorbiera Rasputín o que los productos empleados por Lazovert eran, en realidad, ineficaces? Los investigadores se pierden en conjeturas. Sea lo que sea, el cadáver es transportado a la capilla del hospital y lavado y vestido por una de las más fieles adeptas al difunto, la ex monja Akulina Laptinskaia. Después del velorio, visita a las hijas de Rasputín y les confía que el cuerpo que atendió había sido mutilado de un modo increíblemente salvaje; no sólo el rostro sino también los testículos habían sido convertidos en una especie de jalea por los golpes. «Tengo la impresión de que no podré volver a comer jamás», dijo. La Emperatriz propone que el
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sea enterrado en un terreno perteneciente a Anna Vyrubova, cerca de la aldea de Alexandrovka, y que se erija un monumento a su memoria lo antes posible.

De regreso desde la antevíspera de la Stavka de Mohilev, Nicolás II se muestra consternado y declara a las dos hijas de Rasputín: «Su padre ha partido hacia la recompensa que lo espera. Y ustedes no quedarán solas mucho tiempo. Serán mis hijas, yo les serviré de padre. Aseguraré su existencia». El verdadero sentimiento del Zar parece ser una mezcla de fría cólera contra los asesinos y de un secreto alivio por haberse por fin desembarazado de «nuestro Amigo». Como si, amando demasiado a su mujer para ir contra su voluntad, agradeciera a la suerte por haberla liberado del poder misterioso al que estaba sometida desde hacía largo tiempo. Según el comandante del palacio, Voieikov, el soberano, al enterarse de la muerte de Rasputín, no había podido impedirse silbar bajo mientras daba algunos pasos para desentumecer las piernas. El gran duque Pablo afirma igualmente que, al día siguiente de esa noticia, Nicolás II le había parecido sorprendentemente sereno. Se leía incluso cierta alegría en su rostro. Sin embargo, el monarca manifiesta una verdadera indignación al leer un telegrama enviado por la gran duquesa Isabel, hermana de la Emperatriz, a la princesa Zenaida Yusupova, madre de Félix: «Mis plegarias y mis pensamientos están con ustedes. Dios bendiga a su hijo por su acto patriótico». (Vyrubova). A cada instante el Zar exclama: «¡Me avergüenzo ante Rusia de que las manos de mis parientes se hayan manchado con la sangre de ese
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!». En el fondo, lo que le molesta no es que Rasputín haya sido asesinado sino que lo haya sido con la participación de dos miembros de la familia imperial: Dimitri y Félix.

En Petrogrado, en cambio, se glorifica a los asesinos por su determinación. Apenas los diarios anuncian la muerte del
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, la ciudad deja que estalle su alegría. La gente se congratula en los salones, se besa con desconocidos en la calle, se encienden cirios en las iglesias ante el icono de san Dimitri, el patrono del «gran duque asesino». En las filas de espera a la puerta de los negocios de comestibles, tan pobremente aprovisionados, las comadres susurran: «¡Un perro debe tener una muerte de perro!». Como ciertas gacetas se hacen eco de ese regocijo impío, la censura prohibe citar en adelante el nombre de Rasputín en la prensa. Pero los divertidos comentarios continúan corriendo de boca en boca.

En el campo las reacciones son más mitigadas. Los humildes deploran abiertamente que los señores hayan matado «al único
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que se acercó al trono». En lo hondo de las masas campesinas se abre paso la idea de una conspiración de los grandes de este mundo para impedir que el Zar oiga la voz de la pobre gente. Rasputín el libertino se convierte, para esas almas simples, en el campeón de la tierra ancestral. Poco importa que haya tenido todos los vicios puesto que era uno de ellos. Él llevaba al palacio y a la capital el alma de las aldeas perdidas, de los espacios infinitos, de los seres encorvados y oscuros, ¡y lo han masacrado! ¿Por qué? Al asesinarlo, ¿no es a Rusia misma a la que se herido en el corazón?

El 21 de diciembre de 1916, a las nueve, el Emperador, la Emperatriz y sus cuatro hijas, vestidos de duelo, se dirigen a Alexandrovka para los funerales. La Zarina ha prohibido a María y Varvara Rasputín asistir a esa ceremonia demasiado penosa para ellas y que corre el riesgo de atizar la curiosidad de los periodistas. Antes de cerrar el féretro, se coloca sobre el pecho del muerto un pequeño icono, al dorso del cual han firmado la soberana y las grandes duquesas. El padre Vasiliev, limosnero de la corte, lee las plegarias ante la fosa abierta. En la bruma y el frío, la familia imperial, Anna Vyrubova, y algunos íntimos dan el último adiós al mago. Alejandra Fedorovna deposita un ramo de flores blancas y arroja el primer puñado de tierra sobre el ataúd. Pálida, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, parece una viuda. Se dice que ha reclamado la camisa ensangrentada del mártir para conservarla como una reliquia.

A su regreso de Mohilev, Nicolás II ha confirmado las decisiones de la Zarina y mantenido la interdicción de que Félix y Dimitri salgan de la capital. Están arrestados hasta que haya más información. Estas medidas les parecen inaceptables a los más allegados al trono. Entre los otros representantes de la casa Romanov se forma una coalición para obtener que se levanten las sanciones. Enviado por ellos, el gran duque Alejandro, primo y cuñado de Nicolás II, le ruega que abandone la instrucción del asunto. El Zar, según su costumbre, no dice ni sí ni no. Inmediatamente después, recibe una carta del gran duque Pablo y un telegrama de su propia madre, la Emperatriz viuda, pidiéndole que renuncie a arrastrar ante los tribunales a culpables tan caros al corazón de toda la dinastía. Al mismo tiempo, los grandes duques asedian al presidente del Consejo y a los ministros del Interior y de Justicia. Frente a todos esos altos personajes que exigen la libertad, los hombres del gobierno se sienten inclinados a cerrar el expediente. Sobre todo porque el código de las leyes del Imperio Ruso no prevé la inculpación de un miembro de la familia imperial. Para poder juzgar al gran duque Dimitri, sería necesario ante todo privarlo de su título y sus prerrogativas. Y, en caso de proceso público, ¿cómo evitar que el prestigio de la monarquía quede manchado por la puesta al descubierto de las indecencias de Rasputín, que sirvieron de pretexto a los asesinos para justificar su acción?

El Zar pesa el pro y el contra y, finalmente, se decide a anular las acciones judiciales contra los responsables. Pero dispone dos penas, benignas en realidad. El gran duque Dimitri recibe la orden de partir inmediatamente hacia Persia y ponerse allí a disposición del general Baratov, que comanda las tropas de la región. En cuanto a Félix, es relegado a su propiedad de Rakitnoi, no lejos de Kursk. Ni Purichkevich ni Sukhotin ni Lazovert son sancionados.

Sin embargo, el exilio confortable de Dimitri provoca la animosidad del clan de los Romanov, que ven en él una nueva prueba de la vindicta de Alejandra Fedorovna contra los colaterales del Zar. La gran duquesa María Pavlovna, abogando por su hermano, hace redactar una petición, que será firmada por dieciséis miembros de la familia imperial, para suplicar a Nicolás II que anule su sentencia teniendo en cuenta la juventud, la confusión y la escasa salud de Dimitri. «La permanencia en Persia significará la pérdida del gran duque», se lee en el documento. «Pueda el Señor sugerir a Vuestra Majestad que modifique su decisión y que acuerde su perdón». Pero esta vez Nicolás II se muestra inflexible. Devuelve la petición a los solicitantes con esta nota al margen: «Nadie tiene derecho a matar. Sé que muchos de los firmantes están torturados por su conciencia, pues Dimitri Pavlovich no es el único implicado en este asunto. Estoy sorprendido por la carta que me habéis dirigido. Nicolás». Dimitri y Félix no tienen más remedio que resolverse a obedecer. Partida inmediata. Cada uno por su lado es acompañado a la estación por un oficial y un alto representante de la policía.

En el tren que lo lleva lejos de Petrogrado, Félix se abandona a pensamientos taciturnos. Se siente injustamente condenado por Sus Majestades, mientras que todas las personas de bien lo aprueban y se conduelen de él. ¡Al fin de cuentas, la víctima no es Rasputín sino él! En realidad, se lamenta menos de haber intervenido en el crimen que de verse privado de las luces y los placeres de la capital. ¿Por cuánto tiempo? Mecido por el ruido monótono de las ruedas, lo desespera haber tenido que separarse del querido Dimitri después de haber pasado con él tan buenos momentos de terror, de duda y de exaltación. En lugar de ese rostro fraternal, no tiene ante sus ojos más que una llanura nevada, extendida hasta perderse de vista bajo un cielo nocturno. «¡Cuántos sueños deshechos!», escribirá. «¡Y cuántas esperanzas sin cumplir! ¿Cuándo volveríamos a vernos y en qué circunstancias? El porvenir era sombrío: me asaltaban siniestros presentimientos».
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XIII
Efectos póstumos

La muerte no es suficiente para reducir a Rasputín al silencio. Aun clavado entre cuatro tablas, continúa agitando los espíritus. Hasta aquellos que se alegran por su desaparición comienzan a decirse que, en realidad, los asesinos tal vez se han equivocado. En la izquierda se teme que la eliminación de esa fuente de escándalo no haya quitado a los liberales un maravilloso pretexto para sus ataques contra el régimen. En la derecha, se estima que la crueldad de la ejecución perjudica a los altos personajes que la idearon. Su ignominia, su bajeza, son semejantes a las del hombre al que eligieron eliminar. Con sus manos cuidadas y sus grandes nombres, no valen más que su víctima. En lugar de blanquear a la pareja imperial, la han manchado con la sangre de un
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. Más grave aún: una vez cometido el delito, han aprovechado su parentesco con el Zar para reclamar impunidad. Y, demasiado débil para permanecer sordo a sus súplicas, Nicolás II ha ordenado detener las diligencias judiciales. De modo que en Rusia hay dos justicias: una para la gente del pueblo, otra para los aristócratas. Si los asesinos son culpables de haber masacrado a un individuo indefenso, el Emperador lo es más aún por no haberlos castigado. Ha colocado las consideraciones de familia por encima del respeto de las leyes. Ya no es el padre de la nación sino el protector de una casta. ¿Acaso no ha sido así desde el comienzo de su reinado?, preguntan los escépticos.

Para mucha gente, la muerte de Rasputín no es solamente un insulto a Sus Majestades, que lo habían hecho su amigo, sino también un mal presagio para la monarquía. Rasputín había predicho a sus allegados que su supresión acarrearía la de la dinastía entera: «Si muero, o si ustedes me abandonan, perderán a su hijo y la corona en seis meses». Esa advertencia es repetida por todas partes y comentada con temor supersticioso. El ruso cree fácilmente en los signos del más allá. La masa del pueblo llega a preguntarse si el
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no era realmente un enviado de Dios y si, al inmolarlo tan salvajemente, los conspiradores no han preparado al mismo tiempo la caída del trono y la capitulación de la patria. En pocos días, se abate sobre el país la impresión de un desastre inminente, más terrible que la carnicería del palacio Yusupov. En el aire hay miasmas de vergüenza, de angustia y de derrota. Cada uno, de arriba abajo de la escalera y por razones diferentes, se siente amenazado porque Rasputín ya no está. Unos temen que Dios, irritado por ese crimen abyecto, se aparte de Rusia; otros que el Zar, comprometido, desacreditado, ya no esté en condiciones de gobernar el imperio.

¿Pero, en realidad, quién era ese Rasputín, bendecido y execrado al mismo tiempo? ¿Un mistificador o un mago? Aquellos que creen en él, a pesar de sus tachas cien veces denunciadas, sostienen que pertenece a una especie particular que debería tener su lugar en el martirologio ortodoxo. En esa lista sagrada se encuentra toda clase de santos: guerreros, anacoretas, convertidores, dedicados a la meditación, al éxtasis, a la caridad… ¿Por qué no introducir en la gloriosa cohorte un santo pecador? Pues Rasputín, dicen algunos, es un maravilloso ejemplo de esta categoría: tiene una fe inquebrantable, un don de curar atestiguado a menudo, la facultad de prever el porvenir… Simplemente, añade a esas cualidades excepcionales una sed de vivir y de gozar que, lejos de condenarlo, debería inclinar a las multitudes a tener confianza en él. El Cielo lo ha elegido para consuelo de sus semejantes porque él conoce y comparte todos los apetitos humanos. El santo pecador es más grato a Dios que los santos predicadores. Por sí solo justifica la piedad del Altísimo por sus criaturas.

Frente a los sostenedores de la leyenda del santo pecador, los adversarios de Rasputín claman que es un charlatán preocupado solamente por las satisfacciones materiales. Aun reconociendo que tiene un extraño poder magnético, no ven en su acción más que cálculo, astucia, concupiscencia y adulación rastrera. Para ellos, es un bribón que ha engañado a sus admiradoras, demasiado crédulas, a fin de progresar en el mundo y satisfacer sus más bajos instintos. Poco a poco, después de una llamarada de misticismo, esta interpretación razonable prevalece en Rusia. Incluso hay asombro entre los intelectuales por la importancia acordada al fenómeno. A sus ojos, esto se explica por la extraordinaria propensión del pueblo ruso a creer en el poder de las fuerzas ocultas. Es verdad que el alma de la nación es profundamente permeable a los misterios. Es infantil, generosa e inclinada a los extremos. Hasta las personas evolucionadas, o que pretenden serlo, están sedientas de revelaciones disimuladas, de influencias astrales y de coincidencias significativas. Sí, en esa época hay en el país una enorme ingenuidad unida a la necesidad de confiar su destino a las manos de un pastor sobrenatural. Necesidad que aparece tanto en los salones como en las alcobas, en los restaurantes como en los baños públicos, en las isbas siberianas como en los corredores del palacio imperial. Si Rasputín ha podido prosperar y crecer hasta las dimensiones de un mito es porque respondía a una necesidad espiritual tanto en las masas como en las cercanías del trono. Sin la aberración de la Zarina y la debilidad del Zar, habría seguido siendo un vagabundo iluminado, yendo de aldea en aldea, viviendo del candor público y propagando la palabra de Dios con mayor o menor convicción. Es Alejandra Fedorovna quien, extraviada por sus angustias maternales, ha fundado el culto de su santidad. Con la ayuda de Anna Vyrubova y algunas otras, lo ha creado de pies a cabeza y lo ha alentado a entrometerse en todo. Ella se jactaba de ser su prosélita y él fue la encarnación de sus sueños insensatos, el artesano de un desastre que tuvo tiempo de prever antes de desaparecer.

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