Rayuela (57 page)

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Authors: Julio Cortazar

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102

Sumamente hormiga, Wong acabó por descubrir en la biblioteca de Morelli un ejemplar dedicado a
Die Vervirrungen des Zöglings Törless,
de Musil, con el siguiente pasaje enérgicamente subrayado:

¿Cuáles son las cosas que me parecen extrañas? Las más triviales. Sobre todo, los objetos inanimados. ¿Qué es lo que parece extraño en ellos? Algo que no conozco. ¡Pero es justamente eso! ¿De dónde diablos saco esa noción de «algo»?

Siento que está ahí, que existe. Produce en mí un efecto, como si tratara de hablar. Me exaspero, como quien se esfuerza por leer en los labios torcidos de un paralítico, sin conseguirlo. Es como si tuviera un sentido adicional, uno más que los otros, pero que no se ha desarrollado del todo, un sentido que está ahí y se hace notar, pero que no funciona. Para mí el mundo está lleno de voces silenciosas. ¿Significa eso que soy un vidente, o que tengo alucinaciones?

Ronald encontró esta cita de
La carta de Lord Chandos,
de Hofmannsthal: Así como había visto cierto día con un vidrio de aumento la piel de mi dedo meñique, semejante a una llanura con surcos y hondonadas, así veía ahora a los hombres y sus acciones. Ya no conseguía percibirlos con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se descomponía en fragmentos que se fragmentaban a su vez; nada conseguía captar por medio de una noción definida.

(-45)

103

Tampoco Pola hubiera comprendido por qué de noche él retenía el aliento para escucharla dormir, espiando los rumores de su cuerpo. Boca arriba, colmada, alentaba pesadamente y apenas si alguna vez, desde algún sueño incierto, agitaba una mano o soplaba alzando el labio inferior y proyectando el aire contra la nariz. Horacio se mantenía inmóvil, la cabeza un poco levantada o apoyada en el puño, el cigarrillo colgando. A las tres de la mañana la rue Dauphine callaba, la respiración de Pola iba y venía, entonces había como un leve corrimiento, un menudo torbellino instantáneo, un agitarse interior como de segunda vida, Oliveira se enderezaba lentamente y acercaba la oreja a la piel desnuda, se apoyaba contra el curvo tambor tenso y tibio, escuchaba. Rumores, descensos y caídas, ludiones y murmullos, andar de cangrejos y babosas, un mundo negro y apagado deslizándose sobre felpa, estallando aquí y allá y disimulándose otra vez (Pola suspiraba, se movía un poco). Un cosmos líquido, fluido, en gestación nocturna, plasma subiendo y bajando, la máquina opaca y lenta moviéndose a desgano, y de pronto un chirrido, una carrera vertiginosa casi contra la piel, una fuga y un gorgoteo de contención o de filtro, el vientre de Pola un cielo negro con estrellas gordas y pausadas, cometas fulgurantes, rodar de inmensos planetas vociferantes, el mar con un plancton de susurro, sus murmuradas medusas, Pola microcosmo, Pola resumen de la noche universal en su pequeña noche fermentada donde el yoghourt y el vino blanco se mezclaban con la carne y las legumbres, centro de una química infinitamente rica y misteriosa y remota y contigua.

(-108)

104

La vida, como un
comentario
de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del salto que no damos.

La vida, un ballet sobre un tema histórico, una historia sobre un hecho vivido, un hecho vivido sobre un hecho real.

La vida, fotografía del número, posesión en las tinieblas (¿mujer, monstruo?), la vida, proxeneta de la muerte, espléndida baraja, tarot de claves olvidadas que unas manos gotosas rebajan a un triste solitario.

(-10)

105

Morelliana.

Pienso en los gestos olvidados, en los múltiples ademanes y palabras de los abuelos, poco a poco perdidos, no heredados, caídos uno tras otro del árbol del tiempo. Esta noche encontré una vela sobre una mesa, y por jugar la encendí y anduve con ella en el corredor. El aire del movimiento iba a apagarla, entonces vi levantarse sola mi mano izquierda, ahuecarse, proteger la llama con una pantalla viva que alejaba el aire. Mientras el fuego se enderezaba otra vez alerta, pensé que ese gesto había sido el de todos nosotros (pensé
nosotros
y pensé bien, o sentí bien) durante miles de años, durante la Edad del Fuego, hasta que nos la cambiaron por la luz eléctrica. Imaginé otros gestos, el de las mujeres alzando el borde de las faldas, el de los hombres buscando el puño de la espada. Como las palabras perdidas de la infancia, escuchadas por última vez a los viejos que se iban muriendo. En mi casa ya nadie dice «la cómoda de alcanfor», ya nadie habla de «las trebes» —las trébedes—. Como las músicas del momento, los valses del año veinte, las polkas que enternecían a los abuelos.

Pienso en esos objetos, esas cajas, esos utensilios que aparecen a veces en graneros, cocinas o escondrijos, y cuyo
uso ya nadie es capaz de explicar.
Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego —encender una vela, andar con ella por el corredor— nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos.

(-96)

106

Johnny Temple:

Between midnight and dawn, baby we may ever have to part,

But there’s one thing about it, baby, please remember I’ ve always been your heart.

The Yas Yas Girl:

Well it’s blues in my house, from the roof to the ground,

And it’s blues everywhere since my good man left town.

Blues in my mail— box cause I cain’t get no mail,

Says blues in my bread— box ‘cause my bread got stale.

Blues in my meal-barrel and there’s blues upon my shelf

And there’s blues in my bed, ‘cause I’m sleepin’ by myself.

(-13)

107

Escrito por Morelli en el hospital:

La mejor cualidad de mis antepasados es la de estar muertos; espero modesta pero orgullosamente el momento de heredarla. Tengo amigos que no dejarán de hacerme una estatua en la que me representarán tirado boca abajo en el acto de asomarme a un charco con ranitas auténticas. Echando una moneda en una ranura se me verá escupir en el agua, y las ranitas se agitarán alborozadas y croarán durante un minuto y medio, tiempo suficiente para que la estatua pierda todo interés.

(-113)

108

—La cloche, le clochard, la clocharde, clocharder. Pero si hasta han presentado una tesis en la Sorbona sobre la psicología de los clochards.

—Puede ser —dijo Oliveira—. Pero no tienen ningún Juan Filloy que les escriba
Caterva.
¿Qué será de Filloy, che?

Naturalmente la Maga no podía saberlo, empezando porque ignoraba su existencia. Hubo que explicarle por qué Filloy, por qué
Caterva.
A la Maga le gustó muchísimo el argumento del libro, la idea de que los linyeras criollos estaban en la línea de los clochards. Se quedó firmemente convencida de que era un insulto confundir a un linyera con un mendigo, y su simpatía por la clocharde del Pont des Arts se arraigó en razones que ahora le parecían científicas. Sobre todo en esos días en que habían descubierto, andando por las orillas, que la clocharde estaba enamorada, la simpatía y el deseo de que todo terminara bien era para la Maga algo así como el arco de los puentes, que siempre la emocionaban, o esos pedazos de latón o de alambre que Oliveira juntaba cabizbajo al azar de los paseos.

—Filloy, carajo —decía Oliveira mirando las torres de la Conserjería y pensando en Cartouche—. Qué lejos está mi país, che, es increíble que pueda haber tanta agua salada en este mundo de locos.

—En cambio hay menos aire —decía la Maga—. Treinta y dos horas, nada más.

—Ah. Cierto. Y qué me decís de la menega.

—Y de las ganas de ir. Porque yo no tengo.

—Ni yo. Pero ponele. No hay caso, irrefutablemente.

—Vos nunca hablabas de volver —dijo la Maga.

—Nadie habla, cumbres borrascosas, nadie habla. Es solamente la conciencia de que todo va como la mona para el que no tiene guita.

—París es gratis —citó la Maga—. Vos lo dijiste el día que nos conocimos. Ir a ver la clocharde es gratis, hacer el amor es gratis, decirte que sos malo es gratis, no quererte... ¿Por qué te acostaste con Pola?

—Una cuestión de perfumes —dijo Oliveira sentándose en el riel al borde del agua—. Me pareció que olía a cantar de los cantares, a cinamomo, a mirra, esas cosas. Era cierto, además.

—La clocharde no va a venir esta noche. Ya tendría que estar aquí, no falta casi nunca.

—A veces los meten presos —dijo Oliveira—. Para despiojarlos, supongo, o para que la ciudad duerma tranquila a orillas de su río impasible. Un clochard es más escándalo que un ladrón, es sabido; en el fondo no pueden contra ellos, tienen que dejarlos en paz.

—Contame de Pola. A lo mejor entre tanto vemos a la clocharde.

—Va cayendo la noche, los turistas americanos se acuerdan de sus hoteles, les duelen los pies, han comprado cantidad de porquerías, ya tienen completos sus Sade, sus Miller,
sus Onze mille verges,
las fotos artísticas, las estampas libertinas, los Sagan y los Buffet. Mirá cómo se va despejando el paisaje por el lado del puente. Y dejala tranquila a Pola, eso no se cuenta. Bueno, el pintor está plegando el caballete, ya nadie se para a mirarlo. Es increíble cómo se ve de nítido, el aire está lavado como el pelo de esa chica que corre allá, mirala, vestida de rojo.

—Contame de Pola —repitió la Maga, golpeándole el hombro con el revés de la mano.

—Pura pornografía —dijo Oliveira—. No te va a gustar.

—Pero a ella seguramente que le contaste de nosotros.

—No. En líneas generales, solamente. ¿Qué le puedo contar? Pola no existe, lo sabés. ¿Dónde está? Mostrámela.

—Sofismas —dijo la Maga, que había aprendido el término en las discusiones de Ronald y Etienne—. No estará aquí, pero está en la rue Dauphine, eso es seguro.

—¿Pero dónde está la rue Dauphine? —dijo Oliveira—. Tiens, la clocharde qui s’amène. Che, pero está deslumbrante.

Bajando la escalinata, tambaleándose bajo el peso de un enorme fardo de donde sobresalían mangas de sobretodos deshilachados, bufandas rotas, pantalones recogidos en los tachos de basura, pedazos de género y hasta un rollo de alambre ennegrecido, la clocharde llegó al nivel del muelle más bajo y soltó una exclamación entre berrido y suspiro. Sobre un fondo indescifrable donde se acumularían camisones pegados a la piel, blusas regaladas y algún corpiño capaz de contener unos senos ominosos, se iban sumando, dos, tres, quizá cuatro vestidos, el guardarropas completo, y por encima un saco de hombre con una manga casi arrancada, una bufanda sostenida por un broche de latón con una piedra verde y otra roja, y en el pelo increíblemente teñido de rubio una especie de vincha verde de gasa, colgando de un lado.

—Está maravillosa —dijo Oliveira—. Viene a seducir a los del puente.

—Se ve que está enamorada —dijo la Maga—. Y cómo se ha pintado, mirale los labios. Y el rimmel, se ha puesto todo lo que tenía.

—Parece Grock en peor. O algunas figuras de Ensor. Es sublime. ¿Cómo se las arreglarán para hacer el amor esos dos? Porque no me vas a decir que se aman a distancia.

—Conozco un rincón cerca del hotel de Sens donde los clochards se juntan para eso. La policía los deja. Madame Léonie me dijo que siempre hay algún soplón de la policía entre ellos, a esa hora aflojan los secretos. Parece que los clochards saben muchas cosas del hampa.

—El hampa, qué palabra —dijo Oliveira—. Sí, claro que saben. Están en el borde social, en el filo del embudo. También deben saber muchas cosas de los rentistas y los curas. Una buena ojeada a los tachos de basura...

—Allá viene el clochard. Está más borracho que nunca. Pobrecita, cómo lo espera, mirá cómo ha dejado el paquete en el suelo para hacerle señas, está tan emocionada.

—Por más hotel de Sens que digas, me pregunto cómo se las arreglan

—murmuró Oliveira—. Con toda esa ropa, che. Porque ella no se saca más que una o dos cosas cuando hace menos frío, pero debajo tiene cinco o seis más, sin hablar de lo que llaman ropa interior. ¿Vos te imaginás lo que puede ser eso, y en un terreno baldío? El tipo es más fácil, los pantalones son tan manejables.

—No se desvisten —conjeturó la Maga—. La policía no los dejaría. Y la lluvia, pensá un poco. Se meten en los rincones, en ese baldío hay como unos pozos de medio metro, con cascotes en los bordes, donde los obreros tiran basuras y botellas. Me imagino que hacen el amor parados.

—¿Con toda esa ropa? Pero es inconcebible. ¿Quiere decir que el tipo no la ha visto nunca desnuda? Eso tiene que ser una porquería.

—Mirá cómo se quieren —dijo la Maga—. Se miran de una manera.

—Al tipo se le sale el vino por los ojos, che. Ternura a once grados y bastante tanino.

—Se quieren, Horacio, se quieren. Ella se llama Emmanuèle, fue puta en las provincias. Vino en una péniche, se quedó en los muelles. Una noche que yo estaba triste hablamos. Huele que es un horror, al rato tuve que irme. ¿Sabés qué le pregunté? Le pregunté cuándo se cambiaba de ropa. Qué tontería preguntarle eso. Es muy buena, está bastante loca, esa noche creía ver las flores del campo en los adoquines, las iba nombrando.

—Como Ofelia —dijo Horacio—. La naturaleza imita el arte.

—¿Ofelia?

—Perdoná, soy un pedante. ¿Y qué te contestó cuando le preguntaste lo de la ropa?

—Se puso a reír y se bebió medio litro de un trago. Dijo que la última vez que se había sacado algo había sido por abajo, tirando desde las rodillas. Todo iba saliendo a pedazos. En invierno tienen mucho frío, se echan encima todo lo que encuentran.

—No me gustaría ser enfermero y que me la trajeran en camilla alguna noche. Un prejuicio como cualquier otro. Pilares de la sociedad. Tengo sed, Maga.

—Andá a lo de Pola —dijo la Maga, mirando a la clocharde que se acariciaba con su enamorado debajo del puente—. Fijate, ahora va a bailar, siempre baila un poco a esta hora.

—Parece un oso.

—Es tan feliz —dijo la Maga juntando una piedrita blanca y mirándola por todos lados.

Horacio le quitó la piedra y la lamió. Tenía gusto a sal y a piedra.

—Es mía —dijo la Maga, queriendo recuperarla.

—Sí, pero mirá qué color tiene cuando está conmigo. Conmigo se ilumina.

—Conmigo está más contenta. Dámela, es mía.

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