Rayuela (67 page)

Read Rayuela Online

Authors: Julio Cortazar

A Etienne le parecía estúpido que Oliveira fuera a jorobarlo a esa hora de la mañana, aunque lo mismo lo esperó con tres cuadros nuevos que tenía ganas de mostrarle, pero Oliveira dijo inmediatamente que lo mejor era que aprovecharan el sol fabuloso que colgaba sobre el boulevard de Montparnasse, y que bajaran hasta el hospital Necker para visitar al viejito. Etienne juró en voz baja y cerró el taller. La portera, que los quería mucho, les dijo que los dos tenían cara de desenterrados, de hombres del espacio, y por esto último descubrieron que madame Bobet leía
science-fiction
y les pareció enorme. Al llegar al
Chien qui fume
se tomaron dos vinos blancos, discutiendo los sueños y la pintura como posibles recursos contra la OTAN —y otros incordios del momento. A Etienne no le parecía excesivamente raro que Oliveira fuese a visitar a un tipo que no conocía, estuvieron de acuerdo en que resultaba más cómodo, etcétera. En el mostrador una señora hacía una vehemente descripción del atardecer en Nantes, donde según dijo vivía su hija. Etienne y Oliveira escuchaban atentamente palabras tales como sol, brisa, césped, luna, urracas, paz, la renga, Dios, seis mil quinientos francos, la niebla, rododendros, vejez, tu tía, celeste, ojalá no se olvide, macetas. Después admiraron la noble placa: DANS CET HÔPITAL, LAENNEC DECOUVRIT L’AUSCULTATION, y los dos pensaron (y se lo dijeron) que la auscultación debía ser una especie de serpiente o salamandra escondidísima en el hospital Necker, perseguida vaya a saber por qué extraños corredores y sótanos hasta rendirse jadeante al joven sabio. Oliveira hizo averiguaciones, y los encaminaron hacia la sala Chauffard, segundo piso a la derecha.

—A lo mejor no viene nadie a verlo —dijo Oliveira—. Y mirá si no es coincidencia que se llame Morelli.

—Anda a saber si no se ha muerto —dijo Etienne, mirando la fuente con peces rojos del patio abierto.

—Me lo hubieran dicho. El tipo me miró, nomás. No quise preguntarle si nadie había venido antes.

—Lo mismo pueden visitarlo sin pasar por la oficina de guardia.

Etcétera. Hay momentos en que por asco, por miedo o porque hay que subir dos pisos y huele a fenol, el diálogo se vuelve prolijísimo, como cuando hay que consolar a alguien al que se la ha muerto un hijo y se inventan las conversaciones más estúpidas, sentado junto a la madre se le abotona la bata que estaba un poco suelta, y se dice: «Ahí está, no tenés que tomar frío.» La madre suspira: «Gracias.» Uno dice: «Parece que no, pero en esta época empieza a refrescar temprano.» La madre dice: «Sí, es verdad.» Uno dice: «¿No querrías una pañoleta?» No. Capítulo abrigo exterior, terminado. Se ataca el capítulo abrigo interior: «Te voy a hacer un té.» Pero no, no tiene ganas. «Sí, tenés que tomar algo. No es posible que pasen tantas horas sin que tomés nada.» Ella no sabe qué hora es. «Más de las ocho. Desde las cuatro y media no tomas nada. Y esta mañana apenas quisiste probar bocado. Tenés que comer algo, aunque sea una tostada con dulce.» No tiene ganas. «Hacelo por mí, ya vas a ver que todo es empezar.» Un suspiro, ni sí ni no. «Ves, claro que tenés ganas. Yo te voy a hacer el té ahora mismo.» Si eso falla, quedan los asientos. «Estás tan incómoda ahí, te vas a acalambrar.» No, está bien. «Pero no, si debés tener la espalda envarada, toda la tarde en ese sillón tan duro. Mejor te acostás un rato.» Ah, no, eso no. Misteriosamente, la cama es como una traición. «Pero sí, a lo mejor te dormís un rato.» Doble traición. «Te hace falta, ya vas a ver que descansas. Yo me quedo con vos.» No, está muy bien así. «Bueno, pero entonces te traigo una almohada para la espalda.» Bueno. «Se te van a hinchar las piernas, te voy a poner un taburete para que tengas los pies más altos.» Gracias. «Y dentro de un rato, a la cama. Me lo vas a prometer.» Suspiro. «Si, sí, nada de hacerse la mimosa. Sí te lo dijera el doctor, tendrías que obedecer.» En fin, «Hay que dormir, querida.» Variantes ad libitum.

—Perchance to dream
murmuró Etienne, que había rumiado las variantes a razón de una por peldaño.

—Le debíamos haber comprado una botella de coñac —dijo Oliveira—. Vos que tenés plata.

—Si no lo conocemos. Y a lo mejor está realmente muerto. Mirá esa pelirroja, yo me dejaría masajear con un gusto. A veces tengo fantasías de enfermedad y enfermeras. ¿Vos no?

—A los quince años, che. Algo terrible. Eros armado de una inyección intramuscular a modo de flecha, chicas maravillosas que me lavaban de arriba abajo, yo me iba muriendo en sus brazos.

—Masturbador, en una palabra.

—¿Y qué? ¿Por qué tener vergüenza de masturbarse? Un arte menor al lado del otro, pero de todos modos con su divina proporción, sus unidades de tiempo, acción y lugar, y demás retóricas. A los nueve años yo me masturbaba debajo de un ombú, era realmente patriótico.

—¿Un ombú?

—Como una especie de baobab —dijo Oliveira— pero te voy a confiar un secreto, si jurás no decírselo a ningún otro francés. El ombú no es un árbol: es un yuyo.

—Ah, bueno, entonces no era tan grave.

—¿Cómo se masturban los chicos franceses, che?

—No me acuerdo.

—Te acordás perfectamente. Nosotros allá tenemos sistemas formidables.

Martillito, paragüita... ¿Captás? No puedo oír ciertos tangos sin acordarme cómo los tocaba mi tía, che.

—No veo la relación —dijo Etienne.

—Porque no ves el piano. Había un hueco entre el piano y la pared, y yo me escondía ahí para hacerme la paja. Mi tía tocaba
Milonguita o Flores negras,
algo tan triste, me ayudaba en mis sueños de muerte y sacrificio. La primera vez que salpiqué el parquet fue horrible, pensé que la mancha no iba a salir. Ni siquiera tenía un pañuelo. Me saqué rápido una media y froté como un loco. Mi tía tocaba
La Payanca,
si querés te lo silbo, es de una tristeza...

—No se silba en el hospital. Pero la tristeza se te siente lo mismo. Estás hecho un asco, Horacio.

—Yo me las busco, ñato. A rey muerto rey puesto. Si te crees que por una mujer... Ombú o mujer, todos son yuyos en el fondo, che.

—Barato —dijo Etienne—. Demasiado barato. Mal cine, diálogos pagados por centímetro, ya se sabe lo que es eso. Segundo piso, stop. Madame...


Par là
—dijo la enfermera.

—Todavía no hemos encontrado la auscultación —le informó Oliveira.

—No sea estúpido —dijo la enfermera.

—Aprendé —dijo Etienne—. Mucho soñar con un pan que se queja, mucho joder a todo el mundo, y después ni siquiera te salen los chistes. ¿Por qué no te vas al campo un tiempo? De verdad tenés una cara para Soutine, hermano.

—En el fondo —dijo Oliveira— a vos lo que te revienta es que te haya ido a sacar de entre tus pajas cromáticas, tu cincuenta puntos cotidiano, y que la solidaridad te obligue a vagar conmigo por París al otro día del entierro. Amigo triste, hay que distraerlo. Amigo telefonea, hay que resignarse. Amigo habla de hospital, y bueno, vamos.

—Para decirte la verdad —dijo Etienne— cada vez se me importa menos de vos. Con quien yo debería estar paseando es con la pobre Lucía. Esa sí lo necesita.

—Error —dijo Oliveira, sentándose en un banco—. La Maga tiene a Ossip, tiene distracciones, Hugo Wolf, esas cosas. En el fondo la Maga tiene una vida personal, aunque me haya llevado tiempo darme cuenta. En cambio yo estoy vacío, una libertad enorme para soñar y andar por ahí, todos los juguetes rotos, ningún problema. Dame fuego.

—No se puede fumar en el hospital.


We are the makers of manners,
che. Es muy bueno para la auscultación.

—La sala Chauffard está ahí —dijo Etienne—. No nos vamos a quedar todo el día en este banco.

—Esperá que termine el pitillo.

(-123)

Other books

The Night Cyclist by Stephen Graham Jones
Freddy Goes to the North Pole by Walter R. Brooks
The Jewel and the Key by Louise Spiegler
The Faraway Drums by Jon Cleary
Homeroom Headhunters by Clay McLeod Chapman
The Bond That Heals Us by Christine D'Abo