Reamde (150 page)

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

El todoterreno se lanzó en un brusco ángulo hacia arriba y remontó una empinada cuesta, casi saltando al aire. En el mismo instante, vieron un amplio lugar ante ellos donde un camino más pequeño se desviaba a la izquierda y se perdía en las montañas. Dos vehículos se habían aprovechado de ese lugar para aparcar al lado de la carretera. Uno era el Subaru que estaban siguiendo. El otro era un Camry cubierto de polvo. Las puertas de ambos vehículos estaban abiertas, en perfecta posición para que los guardabarros del 4×4 se las llevaran por delante. De los dos coches habían bajado unos hombres y estaban manteniendo una reunión improvisada tras el Camry. Algunos miraban unos mapas abiertos contra el parabrisas trasero. Uno tenía un portátil abierto en el techo del Subaru y le señalaba algo a otro. Un hombre caminaba de un lado a otro por el lado de la carretera, hablando por un móvil muy grande. No, pensándolo bien, era un walkie taklie. La mayoría estaban fumando. Eran al menos ocho; más de los que podían contar de una ojeada. Todas sus cabezas se volvieron alarmadas al ver el todoterreno, que coleó salvajemente en lo alto de la cuesta mientras Csongor giraba el volante. Durante un momento, casi en el aire, el gran vehículo apenas tuvo contacto con la carretera. Entonces chocó contra el suelo, poniendo a prueba sus amortiguadores.

—¡A la izquierda! —gritó Marlon—. ¡Ve a la izquierda!

Csongor aceleró hacia la pequeña carretera que se desviaba a la izquierda. Mientras pasaban de largo ante los vehículos aparcados, Marlon les dirigió una sonrisa alegre y un saludo amistoso. No le devolvieron la galantería. Csongor sintió que los neumáticos perdían tracción un momento cuando cambió de rumbo, y todos los músculos de su cuello y su espalda se endurecieron cuando imaginó que las balas atravesaban la puerta trasera. Pero entonces empeazaron a remontar la pequeña carretera lateral, mucho más despacio ahora porque era aún más empinada, más expuesta y más escarpada que la que acababan de dejar atrás.

—Sigue adelante —dijo Marlon.

—Lo sé.

—Tienen armas.

Csongor se volvió a mirarlo.

—¿Viste armas?

—No. Pero cuando aparecimos movieron las manos —hizo la pantomima de mover el codo y los dedos extendiéndose hacia un arma oculta.

—Mierda. ¿Cuántos había, ocho?

—Al menos.

—¿De dónde ha salido ese Toyota?

—De algún sitio con un montón de polvo.

Csongor había estado reduciendo gradualmente la velocidad del todoterreno a poco más que al paso. Habían ganado rápidamente altura y ahora se encontraron subiendo por el borde de una pendiente tan empinada que podían acusarla de ser un acantilado. En cualquier caso, era demasiado empinada para que crecieran los árboles, y por eso Marlon tuvo ahora una vista excelente del río y la carretera principal que serpenteaba junto a su orilla.

—Vale, vuelven a ponerse en marcha —dijo, desde su olímpica perspectiva.

—Debemos de haberlos asustado.

—Deberíamos dar media vuelta, porque esta puñetera carretera no lleva a ninguna parte.

Pero Csongor, que carecía de la vista lateral de Marlon, había estado observando el terreno que tenía delante y pensaba lo contrario.

—Estas carreteras son para los hombres que cortan los árboles —dijo. No estaba seguro de cuál era el término en inglés para esa ocupación, y aunque lo hubiera sabido, Marlon tal vez no lo habría reconocido—. Están por todas partes.

Y en efecto, cien metros después, cuando dejaron atrás un recodo de la montaña, la carretera volvió a bifurcarse, la parte izquierda serpenteando hacia un valle en las montañas, la derecha, de bajada. Csongor cogió la segunda. Unos segundos después atravesaron otro cruce y se encontraron en un pequeño promontorio que descendía para unirse a la carretera que corría junto al río. Una vez más siguieron un camino de tierra. Pero el polvo era ahora tan denso que no podían ver a más de cien meros; el Subaru y el Camry podían estar justo ante ellos, tan cerca que podrían disparar por las ventanas y alcanzar el todoterreno. Csongor tuvo que tranquilizarse recordando que el polvo era aún más denso en la estela de aquellos vehículos; podían asomarse a las ventanillas todo lo que quisieran, pero no podrían ver nada, ni siquiera un vehículo tan grande como aquel.

A lo largo de la curva del río vieron el vehículo guía (el Camry) a poca distancia de ellos, y Marlon lo exhortó a que redujera un poco la velocidad, no fueran a ser localizados.

—¿Qué demonios vamos a hacer cuando lleguemos al final de la carretera? —preguntó Csongor.

La pregunta provocó una expresión distraída y boquiabierta en Marlon. A Csongor le dio la impresión de que el muchacho, nacido y criado en una ciudad enorme y abarrotada, no tenía ningún instinto que resultara útil para estar en mitad de ninguna parte.

—Ocultarnos y esperar a que salgan —dijo Marlon—. Luego los seguiremos. Cuando lleguemos a esa ciudad, nos paramos y llamamos a la policía.

—Podríamos hacerlo aquí.

—Aquí no hay lugar para esconderse.

Marlon decía una verdad evidente: la carretera era una estrecha tira de grava entre una montaña y un río.

Pero las respuestas de Marlon se fueron hiciendo cada vez más lentas, y después de esta última guardó silencio durante un rato.

—Deberíamos empezar a buscar un sitio donde escondernos —sugirió Csongor, intentando ser amable—. Tal vez haya algo allá arriba.

El valle se ensanchaba ahora, como si el río estuviera a punto de dividirse en afluentes. La distancia entre la carretera y la ribera creció rápidamente, y pronto su visión del arroyo quedó bloqueada por un denso bosque de coníferas, iluminado aquí y allá por los retoños y los capullos de los árboles de hoja caduca. La tendencia general era cuesta arriba, pero el terreno era más llano que el que habían atravesado unos minutos antes; parecían haber encontrado el camino hacia un valle entre las montañas. Hasta que lo vio, Csongor pensaba que se habían aventurado más allá del límite de la civilización y entrado en territorio salvaje, pero ahora comprendió que simplemente habían estado recorriendo un cuello de botella natural. Tierra despejada, ganado, buzones de correos y casas empezaron a complicar su visión.

—Deberíamos continuar —dijo Csongor—. Tal vez haya un pueblo o algo.

—No hay ninguna población en el mapa —respondió Marlon, concentrado en el
Atlas Geográfico
—. Solo un monte, llamado Abandono. Y después Canadá.

—Entonces tal vez deberíamos parar en una de esas casas y pedir ayuda —dijo Csongor. Redujo la velocidad y tomó la siguiente desviación a la derecha, pasando a un camino de acceso que corría entre los árboles durante unos pocos metros (lo suficiente para dejar sitio a un vehículo aparcado) antes de terminar en una verja.

—SE DISPARARÁ A LOS INTRUSOS —dijo Marlon, leyendo las palabras pintadas con spray con letras de un palmo en un tablero de madera prensada que cubría casi toda la reja—. ¿A qué se refiere? ¿A algún tipo de animal?

—A nosotros —dijo Csongor, metiendo la marcha atrás y saliendo de nuevo a la carretera.

Continuaron sin decir nada más durante un kilómetro, luego redujeron la velocidad al acercarse a un remolino de polvo que llenaba toda la carretera, de un lado a otro. Csongor apartó el pie del acelerador y dejó que el todoterreno avanzara solo. El parabrisas estaba cubierto de suciedad, así que bajó el cristal de la ventanilla y se asomó para ver mejor.

Eso le permitió ver que un vehículo grande (una camioneta, roja) estaba detenida en el carril de frente, apuntando hacia ellos. No se veía ninguna silueta tras el volante. A Csongor le pareció preocupante.

Una figura emergió del polvo, caminando por el lado del conductor de la camioneta. Tras él venía un segundo hombre, moviéndose de la misma forma. El primero de ellos extendió la mano hacia la puerta y tiró de la manecilla, pero descubrió que estaba cerrada. Metió entonces la mano por la ventanilla, que al parecer estaba abierta, y quitó el seguro. El gesto fue acompañado por algunos extraños gestos como de mover una garra que causaron que pequeñas cascadas de trocitos chispeantes cayeran de la ventanilla al suelo.

—Cristales rotos —dijo Marlon.

El hombre abrió la puerta y retrocedió, como sorprendido por lo que estaba viendo allí. Se detuvo un momento, sacó un walkie talkie de su cinturón y dijo algo. Entonces volvió a guardarse la radio y le asintió a su compañero. Los dos se inclinaron hacia delante al unísono y buscaron en la cabina de la camioneta antes de echarse hacia atrás.

Lo que sacaron de la cabina era claramente reconocible como una forma humana flácida aunque la cabeza le había reventado en una masa grisosa en forma de champiñón que tenía que ser el cerebro. Los pies salieron lo último; calzados con un par de botas de trabajo, rebotaron en el estribo de la camioneta y luego gopearon el suelo con los talones primero.

—Mierda, Csongor. ¡Csongor! ¡CSONGOR! —estaba diciendo Marlon.

Csongor estaba tan absorto en la visión del cadáver que había dejado de prestar atención a los dos hombres vivos que lo arrastraban por los brazos. Advirtió entonces, débilmente, que esos hombres lo estaban mirando directamente a la cara desde una distancia no superior a diez metros.

Entonces notó algo que le golpeaba la rodilla y sintió que le quitaban el volante de las manos. El todoterreno se abalanzó hacia delante, viró a la izquierda, luego a la derecha, luego de nuevo a la izquierda. Los hombres que arrastraban el cadáver llenaron el parabrisas; luego desaparecieron bajo el borde del techo y el vehículo se estremeció y se sacudió mientras los empujaba contra el asfalto y los arrollaba.

Csongor bajó la mirada y vio la mano izquierda de Marlon en su rodilla, empujando su pie contra el acelerador, y su mano derecha en el volante. Marlon se había tendido de lado en la cabina del todoterreno y estaba prácticamente en el regazo de Csongor.

—Lo tengo —dijo Csongor—. ¡Lo tengo! ¡Está bien!

Marlon lo soltó y volvió al asiento de pasajeros.

—Tal vez deberíamos regresar y coger sus armas —sugirió Marlon.

—Así funcionaría en un videojuego —replicó Csongor, su forma de mostrar su acuerdo. Levantó el pie del acelerador un momento.

Entonces Marlon gritó cuando la trasera del Subaru apareció ante ellos. Había hombres de pie alrededor, con aspecto asombrado. Csongor giró el volante para esquivarlos. Entonces recordó que aquellos eran los tipos que quería atropellar. Trató de corregir el error. Sintió el vehículo inclinarse bajo ellos mientras se posaba sobre dos ruedas.

En su visión periférica, algo venía hacia él. Miró por la ventanilla de Marlon y vio que era la carretera, que se acercaba directamente al cristal. Marlon se apartaba, alzando las manos para protegerse la cara.

Era obvio que habían volcado. Lo que no fue tan obvio durante unos momentos fue que habían seguido rodando y habían acabado de lado en la carretera, apoyados en las cuatro ruedas, moviéndose suavemente de un lado a otro gracias a la suspensión.

Csongor miró por su ventanilla abierta y vio que los yihadistas (ya era hora de empezar a llamarlos así) rebuscaban en sus ropas, haciendo el gesto que Marlon había imitado hacía unos minutos.

Giró el volante.

—¡Abajo! —dijo.

Los cristales se rompían por todas partes. Su puerta se había salido de sus goznes durante el vuelco. La abrió del todo para poder tener espacio para inclinarse de lado. Mirando directamente a la carretera, guiándose por el vorde, apuntó el todoterreno en lo que esperaba que fuera la dirección correcta y pisó el acelerador.

Unos momentos después se irguió en el asiento, justo a tiempo de ver que iba a chocar de frente con un hombre grueso que venía por el centro de la carretera con un vehículo todoterreno y un rifle en el regazo. Los dos viraron y evitaron chocar.

Csongor se volvió a mirar y vio que Marlon al menos se movía. Se había golpeado la cabeza con algo durante el vuelco y sangraba por un corte que intentaba retener con una bola de papel arrancada del Atlas Geográfico.

La carretera continuaba hacia una suave curva a la izquierda. Dejaron atrás casas rústicas, principalmente a la derecha.

Algunas de ellas empezaron a parecerle familiares, y comprendió que estaba conduciendo en círculos. La carretera terminaba en una gran curva que volvía sobre sí misma. No podía ir a ningún sitio desde allí.

¿Excepto, tal vez, un camino de acceso? Tenía que hacer algo porque los yihadistas vendrían pronto (podrían estar dando vueltas a la misma curva ya) y lo tenían atrapado allí, en la cabecera del valle. Se detuvo en la entrada de un camino de acceso y vio a un hombre acercarse empuñando un rifle de asalto. ¡Un rifle de asalto! Pasó al siguiente camino de acceso, pero estaba bloqueado por una verja. No había sitio donde esconderse de los vengativos yihadistas.

El siguiente camino de acceso parecía perderse en el bosque durante cierta distancia. Csongor, reaccionando sin pensar, lo siguió, rezando para que ninguna de las personas que los perseguían hubiera visto ese movimiento. Porque no era una decisión que pudiera deshacer: no podía suponer que había una conveniente curva infinita al final de esa carretera.

Continuaba tras una sola curva y terminaba en una enorme reja de madera. Csongor se detuvo y aprovechó un pequeño espacio despejado justo delante de la barrera para permitir que los vehículos dieran la vuelta. Incluso así, conseguir que el todoterreno lo hiciera en tan poco espacio requirió muchas maniobras. Durante una de ellas, se encontró mirando curiosamente por la ventana un panel de documentos plastificados y pegados a la madera. Ninguno de ellos parecía ser una amenaza directa de muerte. Estaban más bien en la onda de los documentos legales y los manifiestos político-religiososo.

Ante sus ojos pasó una palabra que tardó un momento en calar. Cuando lo hizo, pisó a fondo el freno. Invirtió la dirección del vehículo. Volvieron por donde habían venido, tan lentamente como pudo hacer moverse al coche. Escrutó los documentos de la verja, incapaz de creer lo que había visto.

—¿Qué pasa, colega? —preguntó Marlon. Entonces soltó un grito de dolor cuando Csongor volvió a pisar el freno, haciendo estremercerse al vehículo, y a él, y a su dolorida cabeza.

—Creo que ahora lo entiendo —dijo Csongor.

—¿Entender el qué?

—Lo que está pasando.

Estaba mirando un documento, una especie de carta abierta, firmada al pie. La firma era tan clara que se podía leer perfectamente. Decía JACOB FORTHRAST.

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