Reamde (149 page)

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Sokolov actuaba completamente solo, lo cual, aunque técnicamente lo ponía en inferioridad numérica, le proporcionaba otro tipo de beneficio, en tanto no tenía que coordinar sus acciones con nadie más. Que no hubiera ninguna comunicación significaba que no había ninguna metedura de pata. El escondite más diminuto podía ser utilizado de manera provechosa. Ventaja para Sokolov, suponiendo que mantuviera la distancia y evitara que lo rodearan.

Ese detalle, no ser rodeado, era lo que los americanos llamaban «el nombre del juego». La sorprendente aparición de Zula le había obligado a revelar su posición. De no haber sido por eso, habría esperado a que todos los yihadistas se pusieran al descubierto en la pendiente de más abajo y se habría pasado toda la mañana abatiéndolos.

Según Olivia (que había obtenido la información de Zula), el contingente de Jones alcanzaba los nueve hombres aquella mañana. Uno de ellos había muerto de algún modo hacía horas. Durante la acción que acababa de terminar, Sokolov y Zula habían eliminado a uno cada uno. Eso dejaba a seis. Era posible que los disparos de contención de Sokolov hubieran alcanzado a alguno entre los árboles, pero lo dudaba.

Otro detalle: Zula había informado de que una retaguardia de número desconocido (probablemente no más de dos hombres) iba una hora o dos por detrás del grupo principal de Jones. Pero uno de ellos era un francotirador.

Lo cual planteaba la pregunta de si alguno de los hombres de allá abajo podría estar igualmente equipado. Había intercambiado varios disparos con ellos hasta el momento, pero con tantos oponentes, todos ocultos en el bosque, disparándole desde distintas direcciones, le había resultado difícil llevar la cuenta de sus armas. Por el sonido solo estaba claro que la mayoría tenía pistolas ametralladoras o rifles de asalto. Pero el disparo casual de un rifle de cerrojo podía haberse perdido fácilmente en todo ese ruido. Algunos de ellos podían incluso tener miras telescópicas en las mochilas, y por lo que sabía podían estar en ese instante montándolas en sus armas para apuntar mejor. El rifle de Sokolov era bonito y caro, con una buena mira, pero su cañón y su munición imponían ciertas limitaciones inherentes en su alcance efectivo. En un duelo contra un hombre armado con un rifle de largo alcance adequado, perdería.

Antes, Olivia le había ayudado trayendo un saco de dormir, comida y agua al borde de roca donde había hecho su pequeño nido. Se había vuelto cómodo hasta el punto de poner activamente en peligro su vida; se sentía reacio a moverse de ese emplazamiento que ya había dado a conocer al enemigo. Como primer paso para abandonarlo, regresó a un punto desde donde no podían verlo desde abajo, y luego dedicó unos minutos a extraer el saco de dormir de su bolsa de nailon y meterlo dentro de su parka. Subió la capucha y se aseguró de que estuviera lo suficientemente compacto, luego le puso sus gafas de sol y envolvió una bufanda en torno a las partes inferiores de su «cara». Mientras hacía todo esto experimentó una moderada sensación de vergüenza por preparar un truco tan tonto. Pero había leído todas las historias de propaganda sobre los francotiradores de Stalingrado y sabía que habían logrado muchas cosas con un repertorio de trucos sencillos como ese. Cuando terminó, se arrastró hacia delante, poniendo el muñeco ante él de modo que su cabeza asomara por el borde de la roca mucho antes de que el propio Sokolov quedara al descubierto.

Le habría venido bien tener un espejo a estas alturas. Tuvo que usar el oído. El resultado del experimento fue una andanada de disparos de unas cuatro armas diferentes, la mayoría disparando en modo semiautomático, lo que quería decir que disparaban una bala cada vez que apretaban el gatillo en vez de simplemente enviar descargas. Estaban, en otras palabras, apuntando. Tal vez Jones había llegado por fin a lo alto del sendero e impuesto un poco de disciplina. Las balas mordieron la roca cerca del muñeco, otras silbaron por los aires. Sokolov cerró los ojos y prestó atención a la lenta y pesada cadencia de un rifle de cerrojo disparando balas de alta velocidad. Una sacudida le corrió por los brazos cuando el muñeco recibió una bala en la cabeza, y oyó un castañeo de plástico cuando las gafas de sol se cayeron y se perdieron acantilado abajo.

Así que al menos una persona de allá abajo era un buen tirador y tenía un rifle de asalto en condiciones. Pero si tenían un arma de francotirador, habían decidido no utilizarla; y eso era, en estas circunstancias, una decisión extraña. Zula le había dicho a Olivia que había un francotirador en la retaguardia. Tal vez tenía todo el buen material.

O tal vez un arma con un largo alcance fantástico apuntaba en ese preciso momento a ese sitio, y su operario, al haber detectado la patética mascarada de Sokolov a través de su excelente mira telescópica, había decidido no mostrar su mano.

Pero lo dudaba. ¿Por qué estaba haciendo eso Jones? Su plan era casi con toda certeza montar un ataque al estilo Bombay en un objetivo densamente poblado de Estados Unidos, y para eso querría granadas y armas plenamente automáticas. No es que un francotirador no pudiera hacerse útil en un proyecto semejante; pero, al contrario que las granadas y las armas automáticas, los rifles de alta potencia y las miras telescópicas podían comprarse en cualquier tienda de Estados Unidos, así que no había ninguna necesidad de malgastar un espacio precioso en las mochilas para hacerlos pasar por la frontera.

Tras coger solo lo que pensaba que necesitaría para sobrevivir las siguientes horas, Sokolov se retiró del saliente de roca. La vanguardia de Jones podía estar compuesta por idiotas, pero la selección darwiniana los había apartado de la batalla, y los únicos que quedaban ahora allá abajo eran los listos y cautelosos, probablemente guiados por el propio Jones. No se expondrían de nuevo a sus disparos. Si se sentían extraordinariamente intrépidos, podrían buscar un modo de flanquear su posición y pillarlo en un fuego cruzado, pero eso les llevaría medio día, y debían de saber que no tenían tanto tiempo. La línea de árboles se extendía al sur hasta... bueno, hasta donde demonios necesitaran ir aquellos hombres. Moverse a través del bosque era lento y molesto, pero resultaba preferible a recibir disparos desde las alturas. Sokolov estaba seguro de que era eso lo que iban a hacer. Solo apostarían algún tipo de retaguardia para vigilarlo y asegurarse de que no los sorprendiera por detrás.

Su comprensión de la geografía local no era perfecta, pero tenía la impresión general de que, camino de las carreteras de Estados Unidos, pasarían cerca de los complejos de viviendas de los talibanes americanos. Si no fuera por el hecho de que Olivia y Zula se dirigían hacia uno de esos complejos en ese mismo momento, Sokolov podría haber sentido la tentación de establecer una trampa y esperar a los rezagados contra los que lo había advertido Zula. Después de todo, los supervivencialistas americanos podían cuidar de sí mismos, y Sokolov no estaba por encima de cierta actitud de «caiga la peste sobre vuestras casas» hacia esos grupos.

Pero tal como estaban las cosas, se sentía obligado a perseguir a aquellos hombres. Ya tendrían una ventaja considerable. Sin embargo, podría reducirla moviéndose por territorio despejado y descendiendo por la pendiente.

Echó a correr por la cima de la gran roca, siguiendo más o menos las huellas que Zula y Olivia habían dejado un rato antes, y luego empezó a bajar con precaución por el escarpe rocoso. Debajo podía ver las instalaciones mineras abandonadas. No las había examinado con atención cuando Olivia y él las dejaron atrás unas cuantas horas antes. Entonces confirmó su vago recuerdo de que el lugar estaba repleto de matorrales y hierbajos, pues estaba situado en el borde de la zona donde era posible que la vegetación sobreviviera. Detrás se hallaba el bosque por donde avanzaban los yihadistas, o lo harían pronto.

Estaba expuesto en esta pendiente, pero ofrecía suficientes puntos para cubrirse que (al ser un agente solitario, no un pelotón) le permitirían moverse de uno a otro, lanzándose al suelo cuando los alcanzaba y haciendo pequeñas paradas para escuchar y observar. Durante la primera mitad de su avance por el escarpe, no vio ni oyó nada. Los yihadistas (suponiendo que vinieran por ahí) se habían visto obligados a abrirse camino rodeando la montaña, viajando dos kilómetros para cubrir lo que en línea recta sería uno solo. Sokolov bajaba de manera algo intrépida por la cara sur del macizo, de modo que era de esperar no verlos al principio. El recluta de diecisiete años que había en él solo quería correr todo el camino hasta abajo y ponerse a cubierto en los edificios de la vieja mina dispersos en torno a la base de la pendiente. El veterano quería arrastrarse de un lugar donde esconderse a otro, sin ponerse nunca en pie. En el camino sencillo, el recluta ganó la discusión, pero a medida que iba perdiendo más y más altura, la linde del bosque empezó a parecer más repleta de riesgos y la política del veterano empezó a dominar. Estaba más abajo ya, más al nivel de los posibles atacantes, y eso le facilitó encontrar sitio donde ponerse a cubierto.

Llegó a un punto donde pudo oír claramente a los yihadistas avanzando entre los árboles, y entonces fue cuestión de cálculo: no tenía que llegar tan lejos, pero tenía que hacerlo con más cuidado. No parecían creer que estuviera cerca. Tal vez creían que, al disparar al señuelo en lo alto de la roca, lo habían matado. Tal vez la geografía los había confundido. En cualquier caso, no sabían que los había rodeado por el otro lado para emboscarlos, y mientras permanecieran en semejante estado de ignorancia Sokolov contaba con una enorme ventaja que podía perder en un instante si se comportaba de manera indiscreta. Y por eso la última parte de su viaje fue una repetición de los peores momentos de su entrenamiento en las fuerzas especiales: se pasó todo el tiempo reptando, al principio sobre rocas afiladas y luego sobre barro helado repleto de vegetación espinosa y punzante.

Pero eso lo llevó, por fin, a las inmediaciones del campamento minero, una tierra plana en la linde del bosque, en realidad una especie de sumidero que había aceptado más nieve derretida en las últimas semanas de las que podía realmente absorber. Se extendía unos cincuenta metros desde la base de la pendiente hasta la linde del bosque y varios cientos de metros en la dirección paralela a la pendiente, y estaba regada de camiones abandonados, trailers, cobertizos, y una estructura que parecía una cabaña de troncos. Sokolov se dirigió hasta esta última. Su tejado de cedro se había caído y cubría el suelo, y las agujas de pino arrastradas por el viento se habían acumulado contra sus paredes hasta casi un metro de altura. Sokolov se enterró entre las agujas de pino, luego tanteó a su alrededor y lo dispuso todo para formar una montaña de camuflaje donde no asomaba nada excepto el cañón de su Makarov.

Entonces se relajó y sorbió del tubo de su CamelBak. Diez minutos más tarde, escuchó cómo Jones, probablemente a no más de veinte metros de distancia, les daba órdenes a sus hombres. Sokolov tenía el árabe un poco oxidado. Incluso sin el vocabulario recordado a medias que había conseguido retener, pudo imaginar lo que estaba diciendo Jones, simplemente basándose en las realidades tácticas de la situación. Les estaba diciendo a algunos de sus hombres (probablemente a no más de dos de ellos) que buscaran un lugar adecuado donde ocultarse en este campamento minero y que vigilaran la pendiente. Todo el que intentara bajarla debería ser detectado hasta que estuviera lo bastante cerca para convertirse en un blanco fácil, al que luego había que disparar. Todo el que apareciera en la carretera debería ser acosado con fuego de largo alcance, que tal vez no lo abatiera pero le daría al menos algo en qué pensar mientras Jones y los demás comprendían que estaban siendo abordados desde las alturas.

Jones se marchó entonces con el grupo principal.

Los que se habían quedado atrás hablaron entre sí en voz baja durante un minuto y luego empezaron a explorar el campamento, buscando lugares donde poder esconderse a esperar. Sokolov estaba convencido de que eran exactamente dos.

Uno de ellos entró en la cabaña. Era un árabe alto y delgado, bastante joven. Sokolov le disparó dos veces en el pecho y luego, mientras el chico se quedaba allí de pie preguntándose si esto le estaba pasando de verdad, una vez más en la cabeza.

Como había tenido tiempo de sobra para hacer inventario de las rutas de escape de esta estructura, salió de debajo de la pila de agujas de pino, cogió la pata de una vieja mesa, y la lanzó a través de una ventana rota. Estaba seguro de que la mayor parte de la cabaña se interponía entre él y el otro yihadista, que estaba familiarizándose con un camión abandonado. Tras dirigirse dando un rodeo a un lugar donde podía ver dicho camión, cogió el rifle, lo alzó, y disparó cuatro balas a través de la plancha de metal, distribuidas a través de la parte de la cabina donde un hombre aterrorizado se lanzaría en una situación apurada.

De los matorrales situados a diez metros del camión llegaron disparos que lo obligaron a agazaparse aún más. Al alzar la cabeza un momento más tarde, vio un hombre que corría hacia un excusado exterior. Apuntarle a un blanco en movimiento, a esa distancia, era imposible. En cambio, apuntó al excusado y disparó cuatro balas más que atravesaron la estructura y salieron por el otro lado, probablemente sin darle a nada pero manteniendo al corredor entretenido.

Se embarcó entonces en una retirada hacia la linde del bosque. El combate había empezado demasiado pronto: menos de un minuto desde que Jones y el grupo principal se separaron. Volverían, descubrirían dónde estaba, y lo rodearían. Con más tiempo, Sokolov habría ganado el duelo con el hombre escondido detrás del excusado. Ahora no tuvo más remedio que ocultarse en el mejor escondite que pudiera encontrar, y esperar a que ellos se movieran.

En efecto, los otros cuatro yihadistas regresaron corriendo del bosque, disparando sin orden ni disciplina. El hombre tras el excusado pidió que cesaran el fuego y luego se levantó, exponiéndose de una forma que bordeaba lo insolente. Este hombre era bueno y valiente: estaba retando a Sokolov a dispararle y revelar su posición. Sokolov, que se alejaba arrastrándose de espaldas del campamento minero, se sintió tentado. Pero estaba dejando una pista clara en el barro y pronto la encontrarían y lo seguirían. Su único propósito para el próximo cuarto de hora era llegar al bosque y correr y esconderse. Si sobrevivía a eso, los yihadistas volverían a ponerse en movimiento y él podría volver a perseguirlos.

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