Reamde (156 page)

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Más o menos como estaba haciendo Richard. Egdod, naturalmente, llevaba un báculo de mago, un simple bastón, sin tallas llamativas ni joyas. Igual que el que Richard llevaba en este momento. La barba de Egdod era larga y blanca, mientras que la de Richard era una barba gris de dos días. Y Egdod, claro, no tenía ninguna necesidad de llevar un enorme revólver robado en la pretina. Demonios, Egdod ni siquiera tenía pretina. Pero a pesar de todas aquellas diferencias, a Richard seguía pareciéndole enormemente gozoso que, al mismo tiempo, tanto él como Egdod estuvieran deambulando solos por sus respectivos mundos, viéndolo todo de cerca de un modo que rara vez tenían oportunidad. Volviendo a entrar en contacto con los territorios de donde habían surgido.

Y posiblemente acosados por enemigos desconocidos. Richard, en su ensimismamiento, se había olvidado de tener cautela con el león de las montañas. Ejecutó una lenta pirueta alrededor de su bastón, solo para ver si algún animal lo acechaba. Pero naturalmente, la gracia de ser acechado es que no sabías que te estaba pasando. Se quedó inmóvil durante un par de minutos, escuchando, evaluando el lugar. Disfrutando del momento. Porque muy pronto esa parte de su vida se terminaría, y descendería al valle de Arroyo Prohibición como había hecho aquella tarde de otoño de 1974 con una piel de oso a las espaldas. Excepto que en vez de encontrar una cabaña de contrabandistas oculta, encontraría una cabaña bonita y moderna con Internet, llena de gente que querría hablar con él.

Cuando estuvo preparado nuevamente, se dio media vuelta y siguió las huellas embarradas de los yihadistas y salió al llano del viejo campamento minero.

Un hombre solitario caminaba hacia él, a un par de cientos de metros de distancia, con un rifle al hombro. Se movía con el paso cansado de quien sabía que tendría que estar corriendo pero simplemente no era capaz de hacer acopio de energías. De vez en cuando se giraba y caminaba de espaldas un par de pasos, como había hecho Richard unos minutos antes cuando le preocupó la presencia del puma. Al contrario de Richard, también escrutaba el cielo. Y en efecto, una vez que Richard había dejado el bosque atrás, advirtió el sonido de al menos un helicóptero.

El hombre se volvió de nuevo hacia delante y se detuvo al ver a Richard. Era Abdalá Jones.

Richard pensó en echar mano al cinto y sacar su revólver, pero incluso con su largo cañón y su gran calibre, era inútil a esa distancia. No tenía sentido, entonces, hacer saber a Jones que iba armado. Usando el bastón para ayudarse, clavó una rodilla en tierra. Jones y él se miraban entonces a través de una bruma de maleza. Jones alzó su rifle: un Kalashnikov. Richard se arrodilló del todo, se puso luego a cuatro patas, y se arrastró buscando una posición diferente justo cuando unas cuantas balas volaban por el aire sobre él y se clavaban en el terreno enfangado de detrás.

Era difícil moverse de esa forma sin hacer que los matorrales se agitaran, lo que daría a Jones un modo de localizar dónde estaba. Y en cualquier caso estaba dejando un rastro claro que Jones podría seguir simplemente hasta que tuviera un tiro fácil. Richard, al mirar tras él, vio ese rastro y advirtió su embarazosa anchura e, incluso allí, oyó la voz de una Musa Furiosa recordándole que tenía que perder peso. Zigzaguear rompería el rastro en cortos segmentos y dificultaría a Jones pegarle un tiro mientras lo seguía. Pero también lo retrasaría a él. Así que necesitaba encontrar una cobertura adecuada y refugiarse allí y obligar a Jones a exponerse.

Recordando lo último que había visto antes de reparar en Jones, le vino a la mente una cabaña de troncos desvencijada que debería estar a unos cincuenta metros. No estaba terriblemente lejos de la linde del bosque; y podía llegar hasta los árboles con una carrera corta y muy dolorosa desde donde se hallaba ahora. Se arrastró, por tanto, hacia la espesura, deteniéndose ocasionalmente para escuchar, esperando poder localizar a Jones.

Cosa que Jones proporcionó muy servicial al gritar:

—¿Quién es tu sibilino amigo, Dodge?

Richard se puso en pie y corrió hacia la espesura, y se lanzó al suelo en cuanto empezó a escuchar disparos. «Correr» era en realidad una forma muy optimista de describir su movimiento; para Richard, significaba simplemente moverse lo más rápido posible. Varias balas pasaron cerca, o eso le pareció por los extraños sonidos que parecían rasgar las moléculas del aire en sus inmediaciones. Desde el lugar donde había aterrizado, solo tenía que arrastrarse un trecho por el barro hasta los árboles. Allí se sintió seguro para poder agazaparse y moverse por el bosque hasta que la vieja cabaña de troncos quedó visible a un tiro de piedra de distancia.

Pudo ver a Jones, siguiéndolo a paso tranquilo por la parte del campamento por la que él se había arrastrado y corrido unos momentos antes. Jones dirigía su atención hacia el bosque. Pero seguía volviéndose a mirar atrás en la dirección por la que Richard había emergido al campamento un minuto antes. Richard se aprovechó de uno de esos momentos para salir de su cobertura y «correr» la mitad del camino que lo separaba de la cabaña, vigilando a Jones mientras lo hacía. Jones acabó por localizarlo y volvió el Kalashnikov. Richard saltó de nuevo y se arrastró el resto del camino hasta la cabaña mientras las balas de Jones silbaban en el aire. Si Jones hubiera dispuesto de munición ilimitada, habría disparado mucho más, y casi con toda seguridad le habría alcanzado. Pero parecía conservar las balas. Lo cual era buena cosa, aunque hizo que Richard se preguntara qué le habría salido mal a Jones durante las últimas horas. ¿Por qué se retiraba, solo, falto de munición? ¿Qué había sucedido en Arroyo Prohibición esta mañana?

Cuando llegó al lado seguro de la cabaña, Richard se puso en pie y avanzó tambaleándose hacia la puerta principal. En la oscuridad, tropezó con algo blando que resultó ser el cadáver de Erasto. Las moscas ya se estaban cebando en él. ¿De dónde salían las moscas en situaciones como esta?

Controlando una poderosa urgencia por vomitar, Richard palpó el cadáver en busca de armas. Pero alguien lo había hecho ya y había librado a su difunto camarada de todo excepto de un cargador de munición para una pistola que ya no estaba allí.

Richard caminó de rodillas por encima de los restos putrefactos del techo desplomado hasta llegar a una ventana rota, asomó la cabeza un momento, y la retiró. Jones había alterado su rumbo y se acercaba directamente hacia la cabaña ahora, el rifle al hombro, listo para disparar.

—Otro Forthrast escondido en las ruinas de otra cabaña, esperando morir —dijo Jones—. Sois consistentes, lo reconozco. Por desgracia no tengo un lanzagranadas como el que usamos en la casa de tu hermano, pero los resultados van a ser los mismos: un montón de carne muerta en una cabaña destrozada.

Si hubiera sido más joven, Richard podría haberse sentido conmovido por este tipo de charla. Pero en ese momento ignoró el significado de las palabras y las usó como medio para situar la posición de Jones. Había sacado el revólver, comprobado el tambor, verificado que estaba cargado con las cinco balas. Puso el dedo en el enorme percutor y lo retiró hasta amartillarlo.

—Verás —dijo Jones—, cuando cometes el error de dejar que me acerque tanto, la granada no necesita lanzador.

Richard estaba sentado en el suelo bajo la ventana, mirando el haz de luz que entraba por ella, y vio entrar un objeto volando, rebotar en la pared del fondo, y caer al suelo, que en realidad era el antiguo techo. Rebotó y se detuvo casi al alcance de su brazo. Richard rodó hacia el objeto. Su mano lo recogió en el mismo momento que su mente consciente comprendía lo que era: una granada. Más tarde supuso que lo inteligente habría sido volver a lanzársela a Jones a través de la misma ventana, pero la forma fácil y obvia (y rápida) era arrojarla por la puerta rota de la cabaña. Así que la lanzó allí, y se sintió aliviado al verla desaparecer de la línea directa de metralla más allá de la puerta delantera. Estalló, y durante unos segundos después, la vida de Richard no se centró en otra cosa.

Pero solo durante unos pocos segundos. Había esperado demasiado tiempo, había sido demasiado conservador; había escapado a los efectos de aquella granada solo por pura suerte. Se puso en pie, tambaleándose un poco, no solo por el tobillo sino por los efectos aturdidores de la explosión, y pegó la espalda a la pared junto a la ventana. A través de la abertura pudo ver una estrecha franja de lo que había allí fuera, pero Jones no estaba allí. Con el revólver por delante, giró en torno a su pie bueno y se presentó en la abertura de la ventana el tiempo suficiente para poder echar un buen vistazo al exterior de la cabaña.

Jones estaba a las diez, y más bajo de lo que Richard esperaba, ya que al parecer se había tirado al suelo esperando los resultados de la granada. Estaba poniéndose en pie, y cuando Richard lo miró a la cara, dio un súbito giro hacia la cabaña. Richard movió el revólver hacia un lado, tratando de seguir el movimiento, pero su codo chocó con el marco de la ventana en el mismo momento en que decidía apretar el gatillo. El revólver hizo un sonido que habría parecido fuerte si la granada no hubiera acabado de estallar, y una bala dibujó un rastro a través del follaje a un palmo de la cabeza de Jones, que alzaba su rifle para devolver el fuego, pero Richard se retiró inmediatamente de la ventana. De hecho, lo hizo tan rápidamente que perdió el equilibrio y cayó de culo.

Jones y él estaban ahora a poco más de un metro de distancia, separados solamente por la larga pared de la cabaña.

Richard podía agazaparse allí y esperar a que Jones se moviera a la posición adecuada para poder disparar a través de algún agujero entre los troncos. O podía salir por donde había venido, rodear la cabaña, y tratar de disparar desde la esquina. O podía apretujarse de nuevo contra la ventana y disparar a quemarropa.

Estaba amartillando de nuevo el revólver cuando Jones abrió fuego con su Kalashnikov. Todo el cuerpo de Richard se estremeció, y estuvo a punto de soltar el percutor. Pero ninguna bala parecía atravesar la cabaña. No podían hacerlo, realmente, dada la localización de Jones. ¿Entonces a qué demonios le estaba disparando Jones?

Se le ocurrió que estaba dándole demasiada importancia a eso.

Era un tiroteo. Nada podía ser más simple. Pero lo estaba complicando demasiado intentando usar su inteligencia para hallar los ángulos, encontrar algún modo astuto de evitar la naturaleza esencial de lo que estaba pasando, de llegar al otro lado sin resultar herido. A su oponente, claro, le importaba una mierda qué le pasaba y probablemente era ya hombre muerto, cosa que daba a Jones una ventaja que Richard solo podía igualar adoptando la misma actitud. Era una actitud que resultaba natural en él cuando era joven, cuando abatió al grizzly con la escopeta e hizo otro montón de cosas que más tarde parecían poco recomendables. El dinero y el éxito lo habían cambiado: ahora contemplaba todas aquellas aventuras con fastidioso horror. Pero tenía que volver a aquel estado mental en ese mismo momento o Jones sencillamente lo mataría.

Todo eso se le ocurrió en un instante, como si las Musas Furiosas hubieran elegido este momento para dejar de estar furiosas por una vez (quizá para siempre) y cantaran ahora en sus oídos como ángeles.

Richard se alzó junto a la ventana, empuñando el revólver con una mano, y buscó.

Jones estaba allí mismo, sentado en el suelo, apoyado contra la pared de la cabaña, apuntando con su rifle no a Richard, sino al espacio más allá. Había estado disparando en esa dirección por algún motivo.

Miró a Richard a los ojos.

—¡No es más que un maldito gato grande! —exclamó Jones.

Richard apretó el gatillo y le disparó a la cabeza.

Amartilló de nuevo el revólver y esperó unos segundos, esperando una reacción para asegurarse de que no malinterpretaba la prueba que tenía ante sus ojos, ni que estuviera haciéndose ilusiones. Pero Jones estaba incuestionablemente muerto.

Finalmente, apartó la mirada de lo que quedaba de Jones y contempló el campo de hierbajos y matorrales. No le quedó nada claro de qué se había maravillado Jones en el último momento de su vida. Pues las hojas verdes no habían empezado a brotar todavía, y el lugar tenía el tono pardo oscuro de las hojas muertas del año anterior. Sin embargo, finalmente, los ojos de Richard se fijaron en algo que había allí fuera y era incuestionablemente una cara. No una cara humana. Los humanos no tenían ojos dorados.

Los ojos miraron tanto tiempo a los de Richard que experimentó un cálido arrebato de sangre en las mejillas. Se estaba ruborizando. Una especie de respuesta atávica, al parecer, a ser observado. Pero entonces los ojos parpadearon, y la diminuta cabeza del puma se volvió a un lado, agitando las orejas como reacción a algo que no se veía. Entonces se dio media vuelta, y lo último que Richard vio de él fue su cola peluda chasqueando como un látigo, y las almohadillas blancas de sus patas mientras se marchaba corriendo.

EPÍLOGO

LA GRANJA FORTHRAST

Noroeste de Iowa

ACCIÓN DE GRACIAS

Richard había estado pasando más tiempo en la granja últimamente, sobre todo porque lo habían nombrado albacea del testamento de John. Como Alice vivía todavía, fue mucho menos complicado de lo que podría haber sido: no tuvo que revisar todas las propiedades de su hermano mayor, solo las partes que no tenían ninguna utilidad para Alice o no le interesaban: herramientas, armas, equipo de caza y acampada, y algunas ropas. Richard lo distribuyó todo entre los cuatro hijos y cuñados de John y Alice. Solo quedaron unas cuantas cosas sueltas. De estas, las más difíciles de tratar para Richard (en el sentido de su dificultad emocional) fueron las piernas artificiales. Debido a su costumbre de comprarle a John un par nuevo cada vez que leía que había habido alguna innovación en ese campo, había un montón de ellas, apiladas como si fueran leña en un rincón del desván. Durante una tarde de mucho llorar mientras las clasificaba, a Richard se le ocurrió una idea: una idea que tal vez no tuviera mucho sentido a nivel práctico, pero que de algún modo parecía adecuada. Se puso en contacto con Olivia, que dijo que «sabía cómo contactar» con Sokolov. Se pasaron unos cuantos e-mails con medidas y fotos. El hallazgo fue que la altura, el peso, la longitud de la pierna y el tamaño del pie de Sokolov eran muy parecidos a los de John, y por eso al final del día Richard fue a la oficina local de UPS y envió varias caras piernas izquierdas de fibra de carbono a una dirección del Reino Unido. Naturalmente, harían falta cojinetes y otras modificaciones, pero el resultado era que Sokolov consiguió algo un poco mejor que lo que le habría dado la Seguridad Social.

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