Rebeca (14 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

También fue objeto de alegría para mí aquella primera noche, apenas habíamos acabado de ver los cuadros, lo que nos llevó bastante tiempo, Maxim miró el reloj y dijo que ya no teníamos tiempo de vestirnos para cenar, así que me ahorró la turbación ante Alice, la criada, que me hubiera preguntado lo que me iba a poner, y me hubiera ayudado a vestirme; y luego, el bajar el tramo largo de la escalera con frío; los hombros desnudos con un traje de noche que la señora Van Hopper me había regalado porque le sentaba mal a su hija. Había estado pensando con miedo en una cena ceremoniosa en el austero comedor y al fin, por el insignificante detalle de no habernos vestido, todo se había arreglado e íbamos a cenar como lo haríamos en cualquier restaurante. Me encontraba a gusto con mi trajecillo de punto, y reí y hablé de las cosas que habíamos visto en Italia y Francia, y extendimos las instantáneas en la mesa mientras Frith y el criado nos servían, tan lejanos de nosotros como cualesquiera otros camareros, sin mirarme como la señora Danvers.

Después de cenar nos sentamos en la biblioteca, y al poco rato entraron para correr las cortinas y echar más leños en la chimenea. Hacía fresco para el mes de mayo, y se agradecía el suave calor de los leños que ardían poco a poco.

Nunca nos habíamos sentado así después de cenar, pues cuando estábamos en Italia salíamos a pie o en coche para irnos a un café o pararnos a contemplar la vista desde un puente cualquiera. Maxim se dirigió instintivamente hacia el sillón que quedaba a la mano izquierda de la chimenea, y cogió un periódico. Acomodó luego la cabeza sobre uno de los grandes almohadones y encendió un cigarrillo. «Tiene esa costumbre —me dije—. Eso es lo que hace siempre, lo que ha venido haciendo durante años y años».

Continuó leyendo el periódico sin mirarme, feliz, cómodo, reanudando su vida, en su casa. Según me encontraba sentada allí, pensando, mientras acariciaba las suaves orejas de los perros, se me ocurrió que no era yo la primera que se había arrellanado en aquel sillón; alguien me había precedido, alguien antes que yo había dejado en los almohadones la huella de su cuerpo y en el brazo la impresión de su mano. Otra había servido el café con aquella misma cafetera de plata, y se había llevado luego la taza a los labios, y se había inclinado hacia el perro, exactamente como yo estaba haciendo en aquel mismo instante.

Sentí un soplo helado en la espalda, como si alguien hubiera abierto detrás de mí una puerta. Estaba sentada en el sillón de Rebeca. Estaba apoyada en el almohadón de Rebeca. El perro se me había ido acercando hasta colocar la cabeza sobre mis rodillas, indudablemente por costumbre, porque se acordaba de que, antes, ella le solía dar un terrón de azúcar después de cenar…

Capítulo 8

N
O me había figurado el orden que presidía y regulaba la vida de Manderley. Me acuerdo ahora, mirando al pasado, de aquella primera mañana, y veo a Maxim, levantado, vestido y ya escribiendo, aun antes del desayuno. Y cuando bajé ya dadas las nueve, algo apurada por los resonantes golpes del gong, encontré que Maxim casi había acabado y estaba pelando una fruta.

Alzó la cabeza y sonrió.

—Me tienes que perdonar —dijo—, y me temo que te tendrás que acostumbrar a que no te espere para el desayuno. A estas horas tengo mucho quehacer. Llevar una finca como Manderley no es cosa de media hora. El café y los platos calientes están ahí encima, en el aparador. Aquí nos servimos nosotros mismos el desayuno.

Dije algo como que mi reloj estaba atrasado, o que me había entretenido en el baño, pero no me oyó. Estaba leyendo una carta que le hizo fruncir el ceño.

¡Cómo me impresionó aquella mañana, me acuerdo, y hasta me escandalizó un poco, la excesiva suculencia y abundancia del desayuno que nos habían preparado! Había té en una gran tetera de plata, y también café; sobre una bandejita de plata, con una llama de alcohol debajo, estaban los platos calientes, muy calientes; huevos revueltos, una fuente de beicon y otra de pescado. También vi unos huevos pasados por agua en un calentador especial y
porridge
en una soperita de plata. En el otro aparador había un jamón y una fuente de beicon frío. Sobre la mesa encontré bollitos calientes de maíz, pan tostado, varias dulceras con mermeladas y miel y, a cada extremo, un gran frutero repleto de frutas. Me pareció raro que Maxim, que en Italia y en Francia había desayunado, por lo general, con una taza de café, un cruasán y algo de fruta, al llegar a su casa se sentara ante aquel desayuno que hubiera bastado para doce personas, y lo hiciera a diario, año tras año, sin darse cuenta del ridículo despilfarro.

Noté que había comido un pedacito de pescado. Yo cogí un huevo pasado por agua, y traté de imaginarme lo que ocurriría con aquellos huevos revueltos, aquel rizado beicon, el
porridge
, lo que sobró del pescado… ¿Habría unos criados, a quienes nunca conocería ni vería, esperando detrás de la puerta de la cocina el regalo de nuestro desayuno? ¿O lo tiraban todo en el cubo de la basura? Claro que nunca lo sabría, pues no me atrevería a preguntarlo.

—A Dios gracias, no tengo una turba de parientes con que mortificarte —dijo Maxim—. Una hermana, a quien veo poco, y una abuela medio ciega. Y a propósito, Beatrice me ha escrito invitándose a comer. Lo esperaba. Supongo que quiere ver qué tal eres.

—¿Hoy? —pregunté, cayéndoseme el alma a los pies.

—Sí; eso dice en la carta que he recibido esta mañana. No se quedará mucho tiempo. Te gustará. Es de esas personas que no se andan con rodeos, y dicen lo que sienten. Nada de disimulo. Si no le gustas, te lo dirá a la cara.

No me pareció esto muy reconfortante y llegué a pensar que acaso la falta de sinceridad pudiera ser una virtud. Maxim se levantó y encendió un cigarrillo.

—Esta mañana tengo un horror de cosas que hacer. ¿Crees que podrás arreglártelas sola? Me hubiera gustado acompañarte a ver el jardín, pero tengo que ir a ver a mi administrador, Crawley. Hace ya demasiado tiempo que lo tengo todo abandonado. ¡Ah! ¡Por cierto! También vendrá él a comer. No te importa, ¿verdad? ¿Te las arreglarás para divertirte tú sola?

—Claro que sí. Ya me entretendré.

Recogió sus cartas y salió del comedor. En aquel momento pensé que no me había imaginado así mi primera mañana en Manderley. Me había figurado que iríamos juntos a dar un paseo, cogidos del brazo, hasta el mar, y que volveríamos bastante tarde, cansados y felices, para comer, solos, unos fiambres, y sentarnos luego a la sombra del castaño que se veía desde la ventana de la biblioteca.

Procuré alargar lo más posible aquel mi primer desayuno, y hasta que vi a Frith que entraba y me miraba desde detrás del biombo de servicio no me di cuenta de que ya eran más de las diez. Me levanté de un salto y me disculpé por haberme estado allí sentada hasta tan tarde; pero él se inclinó, sin decir nada, muy ceremonioso y correcto, no obstante lo cual pasó por sus ojos un relámpago de sorpresa. Pensé si habría dicho alguna inconveniencia. Tal vez no hubiera debido disculparme. Acaso eso me rebajase a sus ojos. ¡Cómo me hubiera gustado saber qué decir, qué hacer! ¿Habría pensado, como la señora Danvers, que únicamente con muchos esfuerzos largos y penosos, tras amarguras sin cuento, conseguiría yo alcanzar la elegancia, la oportunidad, la educación que no me habían sido enseñadas de pequeña?

Al salir del comedor tropecé, por no fijarme, en el escalón de entrada, y Frith acudió presuroso en mi ayuda, recogiendo del suelo el pañuelo que se me había caído, mientras Robert, el criado más joven, que estaba de pie detrás del biombo, volvía la cara para ocultar una sonrisa.

Cuando atravesaba el vestíbulo llegó el rumor de sus voces, y oí que uno de ellos se reía; supuse que Robert. Puede que se estuvieran riendo de mí. Subí al otro piso, en busca de la intimidad de mi habitación. Pero allí encontré a unas criadas limpiando. Una de ellas barría el suelo y otra estaba quitando el polvo del tocador. Me miraron sorprendidas y yo me marché rápidamente. Tampoco estaba bien, por lo visto, que fuera a mi cuarto a aquellas horas. No estaba previsto. Interrumpía el orden establecido en la casa. Volví a bajar, procurando no llamar la atención de nadie, dando gracias al cielo de que mis zapatillas no hicieran ruido sobre las losas, y me dirigí a la biblioteca, que encontré fría, con las ventanas abiertas de par en par y el fuego preparado sin encender.

Cerré las ventanas y busqué una caja de cerillas. No vi ninguna por allí. No sabía qué hacer. No quería llamar. Pero la biblioteca, tan templada y acogedora la noche antes con los leños ardiendo, ahora, por la mañana, estaba como una nevera. En mi cuarto tenía cerillas, pero no quise subir a buscarlas por no volver a interrumpir a las criadas. No tenía ganas de que se quedasen mirándome otra vez con sus carotas de torta. Por fin, decidí que cuando Frith y Robert saliesen del comedor iría a buscar una caja de cerillas al aparador. Salí de puntillas al vestíbulo. Estaban todavía quitando la mesa, pues aún sonaban sus voces y el ruido de las bandejas. Pasó un rato y, al fin, quedó todo en silencio. Supuse que se habían marchado por la puerta de servicio hacia las dependencias de la cocina y atravesé el vestíbulo, entrando una vez más en el comedor. Sí, en el aparador había una caja de cerillas. Atravesé corriendo la habitación y las cogí, pero en aquel mismo momento, entró otra vez Frith en la habitación. Procuré ocultar las cerillas furtivamente en el bolsillo, pero vi que me miraba sorprendido.

—¿Quería algo la señora? —dijo.

—¡Ah! ¡Frith! —balbucí—. No encontraba las cerillas.

Sacó inmediatamente una caja que me ofreció y también una cigarrera con pitillos. Otro contratiempo, pues yo no fumaba.

—No, verá, si lo que pasa —dije— es que…, es que tenía frío en la biblioteca. Supongo que como vengo del extranjero el clima de aquí me parece más frío y se me ocurrió encender la chimenea.

—El fuego de la biblioteca no se suele encender hasta la tarde, señora. La señora de Winter solía usar el gabinete por la mañana. Allí encontrará la señora un buen fuego. Naturalmente, si la señora desea tener fuego en la biblioteca, mandaré que se encienda inmediatamente.

—¡Oh no! —dije— ¡De ninguna manera! Me iré al gabinete. Muchas gracias, Frith.

—La señora encontrará allí papel, plumas y tinta. La difunta señora escribía allí todas sus cartas y daba sus órdenes por teléfono, desde ese cuarto, después del desayuno. Si la señora quiere hablar con la señora Danvers, allí encontrará también el teléfono interior de la casa.

—Muchas gracias, Frith.

Di la vuelta y me dirigí de nuevo hacia el vestíbulo, tarareando una musiquilla para parecer muy segura de mí misma. No podía decirle que jamás había visto el gabinete, que Maxim no me lo había enseñado la noche antes. Me di cuenta de que Frith estaba a la puerta del comedor mirándome atravesar el vestíbulo, y comprendí que tenía que hacer como si supiera el camino. A la izquierda de la escalera principal había una puerta y hacia ella me dirigí resueltamente, rogando desde lo más hondo del corazón que por allí se fuese a mi ansiado destino, pero cuando llegué junto a ella y la abrí vi que era un cuarto de desahogo para trabajos del jardín; en el centro había una mesa donde se arreglaban las flores, y contra las paredes sillas de mimbre, las unas sobre las otras, mientras que, colgando de una percha, había unos impermeables. Salí con gesto de suficiencia, miré a través del vestíbulo y vi a Frith donde le había dejado. No le había engañado ni por un momento.

—Para ir al gabinete, tiene la señora que ir por la sala y el salón —dijo—. Pase la señora por esa puerta, la que tiene la señora a la derecha, a este lado de la escalera. Entonces, una vez pasado el salón, debe la señora torcer a su izquierda.

—Gracias Frith —dije humildemente, abandonando mis aires de suficiencia.

Pasé por el salón grande, tal como me había dicho. Era una habitación preciosa, de proporciones perfectas, mirando a las praderas de césped y al mar. Supuse que el público visitaría el salón, y Frith, si era él quien enseñaba la casa, les diría la historia de cada uno de los cuadros de la pared y la época a que cada mueble pertenecía. Era magnífico, como digo, eso lo veía bien a las claras, y aquellas sillas y aquellas mesas probablemente no tenían precio; pero, sin embargo, no me apetecía quedarme allí; no me veía sentada en aquellas sillas, ante la chimenea tallada, ni concebía como posible dejar caer un libro sobre aquella mesa. Todo respiraba la formalidad del cuarto de un museo de esos en donde las alcobas están protegidas por cordones atravesados, y donde hay un guarda sentado junto a la puerta, con una capa y un sombrero como los de los guías de los
châteaux
franceses. Pasé de largo el salón y me encontré en un gabinete que no había visto hasta entonces.

Me alegró encontrarme allí con los perros, tumbados junto al fuego. Jasper se levantó y vino hacia mí, moviendo el rabo, y me buscó la mano con el hocico. La perra levantó la cabeza al acercarme yo y miró en mi dirección con sus ojos cegados; pero cuando olfateó el aire y vio que yo no era la que ella esperaba, volvió la cabeza con un gruñido y se quedó de nuevo mirando al fuego. Jasper me dejó y fue a tumbarse, lamiéndose, junto a su compañera. También ellos estaban acostumbrados a aquello. Ellos, como Frith, sabían que la chimenea de la biblioteca no se encendía hasta por la tarde. Y venían al gabinete por costumbre antigua. No sé por qué, aun antes de asomarme a la ventana me figuré que aquel cuarto daría a los rododendros. En efecto, allí estaban, rojos como la sangre, exuberantes, tal como los había visto la tarde anterior, formando espesos setos amontonándose bajo la ventana abierta, atreviéndose a amenazar al camino en curva. En medio de sus filas se abría un claro de césped, como un diminuto macizo, donde la hierba simulaba una aterciopelada alfombra y en cuyo centro se veía la estatuilla de un fauno desnudo tocando el caramillo.

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