Rebeca (25 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

—¡Válgame Dios! ¡Así lo espero! —dijo sonriendo.

Me aproveché de la ventaja que me daba su sonrisa, le cogí las manos y se las besé.

—¡Qué tontería eso de que no somos buenos amigos! —le dije—. Fíjate cómo pasamos las tardes aquí sentados, juntos, tú con un libro o un periódico, y yo haciendo punto. Como una matrimonio que llevara casado años y años. ¡No vamos a ser buenos amigos! ¡Y claro que somos felices! Hablas como si hubiéramos cometido una equivocación. Pero no quieres decir eso, ¿verdad, Maxim? ¡Tú sabes, claro que lo sabes, que nuestro matrimonio es un éxito, un éxito maravilloso!

—Lo será, si tú lo dices.

—No, no, pero tú también lo crees, ¿verdad que sí, Maxim de mi alma? No soy sólo yo, ¿verdad que no? Somos muy felices. ¿No? ¡Felicísimos!

No respondió. Continuó mirando por la ventana mientras yo le retenía las manos. Noté la garganta seca y apretada. Me ardían los ojos. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Todo esto no está pasando. Somos dos actores en el escenario, y de un momento a otro caerá el telón. Saludaremos al público y nos marcharemos a nuestros camerinos. Estos momentos no podían pertenecer a nuestras vidas, a la de Maxim y a la mía. Le solté las manos y me dejé caer sobre el banco de la ventana. Entonces oí mi propia voz, fría y dura, que decía:

—Si crees que no somos felices, sería mucho mejor que lo confesaras. Yo no quiero que finjas nada. Prefiero marcharme. Y no continuar viviendo contigo.

Claro, no podía ser yo la que estaba hablando. Era la actriz; no era yo la que decía aquello a Maxim. Me imaginé la muchacha que desempeñaría el papel en el teatro: alta, esbelta, rápida de movimientos.

—¿Por qué no me contestas? —le pregunté.

Me cogió la cara con ambas manos, y me miró igual que lo había hecho otra vez, cuando Frith entró con el té, el día que fuimos a la playa.

—Y, ¿cómo voy a contestarte? —dijo—. Yo mismo no sé la respuesta. Si tú dices que somos felices… no hablemos más. Yo no sé. Tu palabra me basta. Somos felices. ¡Ya está! ¿De acuerdo?

Volvió a besarme, y luego cruzó la habitación. Yo continué sentada junto a la ventana, tiesa, erguida, con las manos caídas sobre la falda.

—Lo dices porque ya no tienes ilusión por mí —dije—. Soy torpe y desmañada y me visto mal; soy tímida con la gente. Ya te avisé en Montecarlo lo que iba a pasar. Te parece que no encajo en Manderley.

—No digas tonterías —respondió—. Yo jamás te he dicho que vistas mal o que seas torpe. Son tus imaginaciones. Y de la timidez ya te curarás, ya te lo he dicho.

—Estamos hablando en un círculo vicioso, y ya estamos en lo mismo que cuando empezamos. Todo ha sido por romper yo el cupido del gabinete. Si no lo hubiese roto, no hubiera pasado nada de esto. Nos hubiéramos tomado el café, y luego habríamos salido al jardín.

—¡Al demonio con el dichoso cupido! —dijo Maxim, algo harto—. Pero, ¿de veras crees que me importa que se haya roto en diez mil pedazos?

—¿Valía mucho?

—¡Yo qué sé! Sí, supongo que sí. No me acuerdo.

—Todas las cosas del gabinete son muy buenas, ¿verdad?

—Sí, creo que sí.

—¿Por qué todas las cosas de más valor están en el gabinete?

—No sé. Lucirán más allí.

—¿Estuvieron allí siempre? ¿Cuando vivía tu madre?

—No, creo que no. Estaban repartidas por toda la casa. Las sillas estaban en un desván, me parece.

—Y, ¿cuándo se amuebló el gabinete como está ahora?

—Cuando me casé.

—¿Sería entonces cuando pusieron el cupido allí?

—Supongo que sí.

—¿Lo encontraron también en el desván?

—No. Me parece que no. Espera…, creo recordar que fue un regalo de boda. Rebeca entendía mucho de porcelanas.

No le miré. Comencé a darme brillo en las uñas. Había pronunciado la palabra con naturalidad, con calma. No le había costado ningún esfuerzo. Pasado un momento, le miré rápidamente. Estaba junto a la chimenea, con las manos en los bolsillos, mirando al vacío. «Está pensando en Rebeca —me dije—. Está pensando en la casualidad de que un regalo mío de boda fuera la causa de la rotura de otro hecho a Rebeca. Está pensando en el cupido. Está recordando la persona que se lo regaló a Rebeca, la llegada del paquete y lo contenta que ella se puso». Rebeca entendía mucho en porcelanas. Tal vez entrara él en el cuarto cuando ella, arrodillada en el suelo, deshacía la cajita en que iba embalado el regalo. Ella volvería la cabeza y diría: «Mira, Maxim, mira lo que nos han mandado», y entonces, metiendo la mano entre las virutas, sacaría el cupido, que apareció con un pie en el suelo y otro en el aire, arco en mano. «Lo pondremos en el gabinete», diría ella, casi seguro, y entonces Maxim se arrodillaría a su lado y, juntos, examinarían la figurita.

Aún estaba puliéndome las uñas. Estaban descuidadas, como las uñas de una colegiala. Los pellejos crecían casi tapando las blanquecinas medias lunas. La del pulgar estaba toda mordida, casi hasta llegar a carne viva.

Volví a mirar a Maxim. Todavía continuaba delante de la chimenea.

—¿En qué piensas? —pregunté.

Sonó mi voz tranquila y serena. No como mi corazón, que latía furioso allí dentro. No como mis pensamientos, amargos y resentidos. Encendió un cigarrillo, que de seguro hacía el número veinticinco aquel día, aunque acabábamos de comer; tiró la cerilla apagada al fuego, y cogió el periódico.

—En nada de particular —respondió—. ¿Por qué lo preguntas?

—No sé…; tenías una cara tan seria y parecía que estabas tan lejos…

Comenzó a silbar, sin fijarse, mientras daba vueltas al cigarrillo entre los dedos.

—Pues el hecho es que estaba pensando si habrían ya seleccionado el equipo de Surrey que tiene que jugar en el campo del Oval con Middlesex —dijo.

Se sentó en su sillón otra vez, y dobló el periódico. Yo me puse a mirar por la ventana. Al poco rato entró Jasper y se subió a mi regazo.

Capítulo 13

M
AXIM tuvo que ir a Londres, a finales de junio, para asistir a un banquete sólo de hombres, relacionado con algo del condado. Estuvo fuera dos días, durante los cuales me quedé sola. Me horrorizaba la idea de su marcha. Cuando vi desaparecer el automóvil en el recodo del camino, no me hubiera sentido peor si aquélla hubiese sido una separación definitiva y nunca más fuese a verlo. Tendría un accidente seguro y, cuando ya entrada la tarde, volviera yo a casa, me encontraría con Frith, pálido y asustado, esperándome para darme la noticia. Llamaría el medico desde un puesto de socorro y me diría: «Tiene usted que ser valiente, señora, y prepararse para una noticia muy grave».

Acudiría entonces Frank y nos iríamos al hospital juntos. Maxim no me conocería. Todo esto me lo imaginé en detalle, mientras comía. Vi los grupos de gente de la comarca alrededor de la iglesia el día del funeral, y a mí misma apoyada en el brazo de Frank. Lo vi todo tan claro que apenas toqué la comida, sin dejar de escuchar, concentrada en oír el timbre del teléfono.

Por la tarde, me senté en el jardín, debajo del castaño, con un libro en la falda. Pero apenas leí. Cuando vi que Robert venía hacia mí por el césped, comprendí que habían llamado por teléfono, y me sentí morir.

—Han llamado del club, señora, para decir que el señor ha llegado hace diez minutos.

Cerré el libro.

—Gracias, Robert. El señor ha hecho el viaje muy deprisa.

—Sí, señora; un viaje muy bueno.

—¿No pidió que me pusiera yo al teléfono ni dejó ningún recado?

—No, señora; solamente que había llegado bien. Fue el conserje quien habló.

—Está bien, Robert; muchas gracias.

Sentí un gran alivio y se pasó la angustia. Desapareció el dolor que sentía. Experimenté el mismo alivio que cuando se llega a tierra, después de una travesía por mar. Comencé a sentir hambre y cuando Robert volvió a la casa entré furtivamente en el comedor por la ventana grande y robé unas galletas del aparador. Seis me comí. «Galletas Oliver», fabricadas en Bath. Y después una manzana. No me había dado cuenta del hambre que tenía. Me fui al bosque a comerlo todo por si acaso me veía algún criado en la pradera desde una ventana, para luego ir diciendo que «a la señora no le gusta la comida que se prepara en la cocina, pues acabo de verla ahí fuera atracándose de frutas y galletas». Esto hubiera podido molestar al cocinero y a la señora Danvers.

Ahora que Maxim estaba sano y salvo en Londres y que yo me había comido las galletas, me encontraba muy bien y extrañamente feliz. Notaba una sensación de libertad, como si no tuviera responsabilidad alguna. Igual que una niña el sábado por la tarde, sin lecciones ni deberes. Podía hacer una lo que quisiera. Y con una falda vieja y un par de zapatos de playa, se iba a jugar a policías y ladrones con los niños de al lado en el parque municipal.

Así me sentía yo. Tenía que ser porque Maxim se había marchado a Londres.

Me quedé sorprendida de mí misma. No lo entendía, en absoluto. Primero, no quería que se marchase. Y ahora, aquella alegría cordial, aquel andar con paso ligero, aquel contento infantil que me hacía sentir ganas de correr por la pradera y tirarme rodando por el terraplén… Me limpié la boca de migas de galletas y llamé a Jasper. Puede que, si me sentía así, fuese sólo porque hacía un día magnífico.

Fuimos por el Valle Feliz hasta la caleta. Ya marchitas las azaleas, sus pétalos yacían arrugados y parduscos sobre el musgo. Las campánulas aún no se habían agostado y alfombraban tupidas el bosque sobre el valle. Los helechos, todavía tiernos, brotaban verdes y rizados. El musgo exhalaba un perfume hondo y fragante; las campánulas olían a tierra acre. Me tumbé sobre la espesa hierba, junto a las campánulas, apoyada la cabeza sobre las manos, acompañada de Jasper. Me miraba éste jadeante, con una expresión de cansancio, mientras de su lengua y de la poderosa mandíbula goteaba la saliva. Unas palomas revoloteaban por entre los copudos árboles. Reinaba una paz sosegada. Me puse a pensar por qué algunos sitios ganan en encanto cuando estamos solos. Qué vulgar y qué estúpido sería tener en aquel momento, junto a mí, una amiga cualquiera del colegio que me estuviera diciendo:

—Por cierto, el otro día vi a Hilda. ¿Te acuerdas? Aquella que jugaba tan bien al tenis. Se ha casado y tiene dos niños.

Y no veríamos las campánulas, ni escucharíamos los arrullos de las palomas encima de nosotros. En aquel momento no me hubiera gustado tener a nadie al lado. Ni a Maxim. De estar Maxim allí conmigo, yo no estaría masticando unas hierbas con los ojos cerrados. Hubiera estado mirándole, atenta a sus ojos, a sus gestos. Pensando si estaba a gusto o aburrido, tratando de adivinar sus pensamientos. Pero sola, podía descansar y nada de eso tenía importancia. Maxim estaba en Londres. ¡Qué fantástico era estar sola de nuevo! No, no, eso no es lo que quería decir. Hubiera sido una traición, una maldad. No quería decir eso. Maxim era mi mundo, mi vida.

Me levanté de encima de las campánulas, llamé enérgicamente a Jasper y juntos nos pusimos en marcha hacia la playa, atravesando el Valle Feliz. La marea estaba baja, y el mar estaba distante y en calma. Allí, en medio de la bahía, parecía un gran lago tranquilo. No me lo podía imaginar encrespado, como tampoco podía imaginarme, durante el verano, lo que era el invierno. No soplaba ni una ligera brisa, y el sol brillaba sobre las aguas cuando con humilde ruido llegaban hasta las pozas formadas en las rocas. Jasper, sin dudarlo, comenzó a trepar por éstas, volviéndose algunas veces para mirarme.

Se le había vuelto una oreja, lo que le daba un aspecto picaresco.

—¡No vayas por ahí, Jasper! ¡¡No!!

Naturalmente, no me hizo caso. Se alejó, desobediente, dando grandes saltos.

—¡Qué lata de perro! —dije, en voz alta, y comencé a trepar tras él, por las rocas, haciéndome creer a mí misma que no quería ir a la otra playa—. ¡Vaya! ¡No hay más remedio! Después de todo, como no viene Maxim… A mí, ¿qué más me da?

Continué, canturreando, chapoteando en las pozas. La otra caleta parecía distinta en la bajamar. Menos imponente. Sólo habría un metro de agua en el diminuto fondeadero. Calculé que cuando la marea estuviese baja del todo, un balandro tendría allí justo el agua necesaria para flotar sin obstáculos. Allí estaba la boya, pintada de blanco y verde, lo que no había notado la otra vez. Puede que, como llovía, los colores no se notaran. La playa estaba desierta. Fui pisando las guijas hasta el otro lado de la caleta y subí al pequeño malecón. Jasper corría delante, como si estuviera acostumbrado a aquel camino. En un lugar del pequeño muelle había una anilla en el muro y una escalera de hierro que bajaba hasta el mar. Ahí debían de tener amarrado el bote, y la escalera era para bajar hasta él, pensé. Justo enfrente, como a unos treinta pies, estaba la boya. Tenía algo escrito. Ladeé la cabeza para leerlo:
Je reviens
. ¡Qué nombre más raro! No parecía nombre de balandro. Puede que antes fuera un barquito francés, un barquito de pesca, probablemente. Los barcos de pesca tenían nombres así:
Feliz retorno
,
Aquí estoy
, nombres de esos.
Je reviens
, «Vuelvo». Después de todo, no estaba mal el nombre para un barquito. Aunque no le sentaba bien a uno que ya no volvería nunca.

Debía de hacer frío allí en medio de la bahía, pasado el faro del promontorio. Estaba el mar en calma, pero aun así, aun en días tan tranquilos, más allá del promontorio se veía la blanca espuma de las aguas, que ya empezaban a notar el empuje de la marea. Al salir de la protegida bahía y doblar el cabo, un barquito que recibiera la bofetada del viento se inclinaría… Puede que las olas salpicasen hasta la cubierta, escurriéndose, mojándolo todo. Quien fuera al timón se enjugaría los ojos y se sacudiría el pelo mojado, mirando el mástil crujiente. ¿De qué color habría estado pintado el botecillo? Seguramente blanco y verde, como la boya. «No era muy grande —me había dicho Frank—; tenía un camarote pequeñito».

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