Rebeca (28 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Oía claramente el ruido del mar. Fui a la ventana y abrí un postigo. Sí, era la ventana donde habían estado hacía media hora Favell y la señora Danvers. El largo haz de luz del sol contrastaba con la eléctrica, falsa y amarilla. Abrí el postigo algo más. El día arrojó sobre la cama un rayo blanco. Brilló en la bolsa para el camisón, encima de la almohada. Brilló sobre la superficie del tocador, sobre los cepillos y frascos de perfumes.

La luz del sol prestó realidad al cuarto. Con los postigos cerrados y la luz eléctrica encendida, parecía más bien una decoración teatral, con todo preparado para que comenzara la función. Ya había caído el telón por última vez aquella noche, y antes de marcharse, los tramoyistas lo habían dejado todo preparado para el primer acto de la función matinal del día siguiente. Sin embargo, la luz del día hizo vivir y palpitar el cuarto. Olvidé el olorcillo a moho y las cortinas corridas de las demás ventanas, para volverme a sentir solamente una visita. Una visita a quien nadie invitó. Había entrado por equivocación en la alcoba de la señora de la casa. Aquellos cepillos del tocador eran los suyos, y ésta su bata, y bajo la silla veía sus chinelas.

Noté entonces, por primera vez desde que entré en el cuarto, que me temblaban las piernas como si fuesen de alambre. Me senté en la banqueta del tocador. Ya no latía mi corazón animado de excitación. Ahora lo sentía pesado y triste. Paseé la mirada por la habitación distraídamente. Sí, el cuarto era precioso. La señora Danvers no me había engañado aquella primera tarde. Era el cuarto más bello de toda la casa. La exquisita chimenea, el artesonado, la cama tallada y las cortinas, hasta el reloj de pared y los candelabros del tocador. ¡Cómo me hubieran gustado y cómo los hubiera querido de ser míos! Pero no lo eran. Pertenecían otra persona. Alargué la mano y toqué los cepillos. Uno estaba algo más usado que su pareja. Lo comprendí perfectamente. Siempre hay un cepillo que se usa más que el otro. Siempre se olvida una de usar uno de ellos, y cuando se van a lavar los dos, resulta que está limpio e intacto. ¡Qué blanca me veía la cara en el espejo, con el lacio pelo colgando! ¿Era éste mi aspecto habitual? No, no, seguro que corrientemente tenía mejor color. Mi imagen, pálida y fea, me miraba.

Me levanté de la banqueta y toqué la bata, que estaba encima de la silla. Cogí las chinelas también. Me daba cuenta de que, gradualmente, se estaba apoderando de mí un horror que, poco a poco, se tornaba en desesperación. Toqué la colcha de la cama, seguí con el dedo el perfil del monograma en la bolsa del camisón. «R. de W.», entretejidas y enlazadas. Las letras, bordadas en cordoncillo, destacaban poderosamente sobre la seda dorada. Dentro estaba el camisón, finísimo, como de gasa, de color de albaricoque. Lo toqué y, sacándolo de la bolsa, apoyé en él la cara. Estaba frío, helado, pero aún conservaba un tenue perfume. El perfume de las azaleas blancas. Lo doblé y volví a meterlo en su bolsa, y al hacerlo me atenazó una congoja el corazón, pues noté que estaba arrugado, que la tela estaba ligeramente fruncida, como si no se hubiese planchado desde que ella se lo puso por última vez.

Siguiendo un impulso repentino, volví al cuarto de entrada, donde había visto los armarios. Abrí uno y vi lo que me había figurado. El armario estaba lleno de ropa. Había trajes de noche, pues por la embocadura de los blancos sacos roperos vi brillar algo de plata. También vi uno de suave terciopelo de color burdeos. La cola de otro, de seda blanca, colgaba hasta el suelo del armario. Las plumas de avestruz de un abanico asomaban medio envueltas en papel de seda.

El armario despedía un olor penetrante y pesado. Aquel perfume de las azaleas, tan delicado y fragante al aire libre, se había enranciado dentro del ropero, empañando el brillo de los vestidos de tisú y brocado. El armario exhalaba por sus abiertas puertas un olor a viejo. Lo cerré, y volví a la alcoba. El haz de luz continuaba brillando, límpido y blanco, sobre la colcha dorada de la cama, destacando clara y distintamente la «R» del monograma.

De pronto, oí unos pasos a mi espalda, di la vuelta rápidamente y vi a la señora Danvers. Nunca olvidaré la expresión de su cara. Triunfal, complacida, delatando una excitación malsana. Me quedé aterrada.

—¿Sucede algo, señora? —me dijo.

Traté de sonreírle, pero no pude. Quise decir algo.

—¿Se encuentra mal la señora? —dijo, acercándose, hablando con tono melifluo.

Me hice atrás. Creo que si se hubiese acercado más me hubiera desmayado. Sentí su aliento sobre la cara.

—No, no me pasa nada, señora Danvers —dije, pasado un momento—. No esperaba verla aquí. Es que cuando estaba en el jardín mirando estas ventanas vi un postigo abierto y he venido a ver si podía cerrarlo.

—Yo lo cerraré —dijo, y deslizándose silenciosamente a través del cuarto, echó el pestillo al postigo.

Se apagó la luz del día. Y una vez más tomó el cuarto un aspecto irreal en aquella falsa luz amarillenta. Irreal y fantasmagórico.

Volvió la señora Danvers y permaneció de pie junto a mí. Sonrió, y en lugar de sus modales sosegados y rígidos, la vi animarse y hablar con una voz demasiado familiar, casi compasiva.

—¿Por qué me ha dicho que estaba el postigo abierto? Lo cerré yo misma antes de salir de la habitación. ¿Verdad que lo abrió usted? Quería usted ver el cuarto. Pero ¿por qué no me ha dicho antes que se lo enseñara? ¡Si yo estaba dispuesta a hacerlo a diario! ¡No tenía más que habérmelo dicho!

Hubiera querido escapar corriendo, pero no podía moverme. Continuaba presa de sus ojos.

—Ya que está usted aquí, déjeme que se lo enseñe todo —dijo, con voz insinuante, de una dulzura melosa, horrible, falsa—. Ya sé que quiere usted verlo todo, que tenía ganas hace ya mucho tiempo, pero no lo hizo por timidez. ¿Verdad que es un cuarto precioso? El más bonito que ha visto en su vida.

Me cogió del brazo y me llevó hacia la cama. No podía resistirme. Me sentía como un animalillo indefenso. El contacto de su mano me hizo estremecer. Hablaba bajito, íntimamente, con una voz que ya me resultaba tan odiosa como terrible.

—Ésta era su cama. ¡Qué bonita! ¡Qué cama más bonita! ¿Verdad? La tengo siempre con esta colcha dorada, porque es la que ella prefería. Aquí, dentro de su bolsa, está el camisón. Lo ha estado mirando, ¿no? Éste fue el que se puso la última vez, la noche antes de morir. ¿Quiere tocarlo otra vez? —sacó el camisón y me lo ofreció—. Tóquelo, cójalo, vea qué suave, qué ligero es, ¿verdad? No lo he lavado desde que ella se lo puso por última vez. Lo pongo así, y la bata y las chinelas, tal como lo preparé todo aquella noche que no volvió, la noche en que se ahogó…

Dobló el camisón y lo metió de nuevo en la bolsa. Volvió a cogerme del brazo y me llevó hacia la bata y las chinelas.

—Yo lo hacía todo. Probamos doncellas y más doncellas, pero ninguna servía. «Danny —solía decirme—, no hay quien me sirva como tú. No quiero otra». Mire, su bata. Era mucho más alta que usted, como verá por lo larga que es. Póngasela, así, por fuera, para que vea… ¿Ve? ¡Le llega hasta los tobillos! ¡Qué tipo tenía! Éstas son sus zapatillas. «¡Tírame las zapatillas, Danny!», me solía decir. Para lo alta que era, tenía un pie muy chico. Mire, mire, meta la mano dentro. ¿Verdad que son muy estrechitas y pequeñas?

Me obligó a meter las manos en las chinelas, siempre sonriendo, mirándome a los ojos.

—No hubiera usted pensado que era tan alta, ¿verdad? Estas zapatillas le vendrían bien a un pie chiquito. ¡Y tan delgada! Hasta que no se ponía al lado de una, no se daba una cuenta de lo alta que era. Era tan alta como yo. Pero, ¡ah!, metida en la cama, parecía como una niña con aquella mata de pelo enorme que rodeaba como un halo su cara…

Dejó las chinelas en el suelo y la bata sobre la silla.

—¿Ha visto ya sus cepillos? —dijo, llevándome ahora hacia el tocador—. Ahí los tiene. Tal como los usaba; están sin lavar, sin tocar. Yo venía todas las noches a cepillarle el pelo. «Venga, Danny, ¡gimnasia de pelo!», me decía, y yo me ponía detrás de ella, cepilla que te cepilla, algunas veces hasta veinte minutos seguidos. Lo llevó corto solamente los últimos años. Cuando se casó le llegaba a la cintura. Entonces era el señor quien lo solía cepillar. Mil veces he entrado en este cuarto y me lo he encontrado en mangas de camisa, un cepillo en cada mano: «Más fuerte, Max, más fuerte», le decía ella riendo, y él cepillaba más fuerte. Estaban vistiéndose para cenar, ¿sabe?, y toda la casa llena hasta rebosar de invitados: «Tome —me decía, tirándome los cepillos—; tome, que no voy a estar listo a tiempo», y se reía con ella. En aquellos tiempos, el señor siempre estaba riendo y bromeando.

Hizo una pausa, con la mano aún sobre mi brazo.

—Cuando se cortó el pelo, todo el mundo se puso furioso con ella. Pero ella decía: «El pelo es mío. A nadie le importa lo que haga con él». Claro, el pelo corto le resultaba más cómodo para montar a caballo y para salir en balandro. ¿Sabe que le hicieron un retrato a caballo? Lo hizo un pintor muy conocido. El cuadro se exhibió en la Exposición de la Real Academia. ¿Lo vio usted?

Negué con la cabeza.

—No —dije—, no.

—Pues creo que fue el cuadro del año. Pero, ya ve, al señor no le gustó, y no quiso traerlo a Manderley. Me parece que el señor creyó que no le hacía justicia. ¿Quiere ver su ropa?

No aguardó mi contestación. Me llevó al cuartito de la entrada y abrió los roperos, uno por uno.

—Aquí guardo las pieles. Todavía no se ha apolillado ninguna, ni creo que eso pase nunca. Ya pongo yo buen cuidado. Mire esta capa de martas cibelinas. Fue un regalo de Navidad que le hizo el señor. Una vez me dijo lo que le había costado, pero ya no me acuerdo. Ésta, de chinchilla, se la solía echar sobre los hombros cuando las noches refrescaban. Este ropero está lleno con sus trajes de noche. Lo había abierto usted, ¿verdad? Veo que el pestillo no está corrido del todo. Creo que el señor prefería verla vestida de plata. Pero, claro, ella estaba bien con cualquier cosa, y todas las cosas le iban bien. Con éste de terciopelo estaba divina. ¡Acérqueselo a la cara! ¡Qué suave! ¿Verdad? ¿No lo nota? El perfume aún se conserva. Casi se imaginaría una que se lo acababa de quitar. Yo siempre sabía, cuando entraba en un cuarto, si ella había estado allí antes. Siempre quedaba algo de su perfume detrás. Este juego rosa no llegó a estrenarlo. Claro, cuando murió llevaba un par de pantalones y una camisa de hombre. Pero todo lo destrozó el agua… Cuando la encontraron, al cabo de todas aquellas semanas, estaba desnuda.

Me apretó el brazo con los dedos. Se inclinó hacia mí, acercándome su cara cadavérica, buscando sus ojos los míos.

—Las rocas la habían destrozado. Aquella cara preciosa… no se podía reconocer. Le faltaban los dos brazos —susurró—. La identificó el señor. Fue para ello a Edgecombe. Fue completamente solo. Estaba muy enfermo, pero se empeñó en ir. Nadie pudo contenerle. Ni siquiera el señorito Frank.

Calló unos segundos, sin dejar un instante de mirarme a la cara. Luego siguió:

—No me lo perdonaré nunca. Yo tuve la culpa del accidente. Tuve la culpa por haber salido aquella tarde. Fui a Kerrith después de comer y no volví hasta muy tarde. Como la señora había ido a Londres, y no la esperábamos hasta mucho después… por eso no me di prisa para volver. Serían las nueve y media cuando llegué a casa, y me dijeron que había vuelto a eso de las siete, había cenado y luego salido otra vez. Se fue a la playa, claro está. Y eso ya me preocupó. Estaba soplando el viento del sudoeste. Si llego yo a estar en casa, no hubiera salido al mar. Siempre me hacía caso. Yo le hubiera dicho: «Esta noche yo no saldría», y ella me habría contestado: «Bueno, bueno, Danny, está bien, ¡tú y tus miedos!». Y nos hubiéramos quedado aquí charlando, contándome ella lo que había hecho en Londres, como hacía siempre.

Me dolía el brazo, dormido por la presión constante de sus dedos. Veía la tirantez de su piel, que dejaba ver los huesos de los pómulos. Debajo de las orejas tenía unas manchitas amarillentas.

—El señor —continuó— había estado cenando con el señorito Frank en casa de éste. No sé a qué hora volvió; debían de haber dado ya las once. Un poco antes de medianoche empezó a soplar el viento muy fuerte, pero ella seguía sin volver. Bajé a la planta baja, pero no se veía luz por debajo de la puerta de la biblioteca. Volví a subir y llamé a la puerta del vestidor. El señor contestó enseguida: «¿Quién es? ¿Qué ocurre?», me dijo. Yo le expliqué que estaba intranquila por la señora, que aún no había vuelto. Esperó un momento y luego me abrió la puerta, en bata. «Se habrá quedado a pasar la noche en la casita de abajo —me dijo—. Yo de usted me acostaría. Si sigue la noche así no vendrá a dormir». El señor parecía muy cansado y no quise molestarle más. Después de todo, se quedaba muchas veces en la casita de abajo, y salía al mar sin preocuparse del tiempo que hiciera. A lo mejor, pensé, ni ha salido en el barquito, sino que se habrá quedado a dormir en la playa para descansar de Londres. Di las buenas noches al señor y me fui a mi cuarto. Pero no pude dormir. No hacía más que pensar en lo que estaría haciendo.

Hizo otra pausa. Yo no quería seguir oyéndola. Quería librarme de ella, quería escapar de aquel cuarto.

—Estuve sentada en la cama hasta las cinco y medía. Y no pude aguantar más. Me levanté, me puse el abrigo y bajé a la playa por el bosque. Estaba empezando a amanecer; caía una llovizna mezclada con neblina, pero el viento ya se había calmado. Cuando llegué a la playa vi la boya y vi el bote, pero el balandro había desaparecido.

Las palabras de la señora Danvers me hicieron ver la caleta a la luz de la mañana gris, sentir la llovizna en la cara, y esforzando la mirada para penetrar en la neblina pude ver la silueta negra, confusa y oscura, de la boya.

La señora Danvers aflojó la presión en mi brazo y dejó caer el suyo, desfallecido, cuan largo era. Su voz perdió toda expresión, que tomó de nuevo el timbre duro, mecánico, de costumbre.

—El mar arrojó uno de los salvavidas a la playa de Kerrith aquella tarde. Unos pescadores de cangrejos encontraron otro al día siguiente, en las rocas más allá del cabo. La marea nos trajo pedazos de cuerdas y de velas…

Me volvió la espalda y cerró la cómoda. Enderezó un cuadro torcido de la pared. Cogió una pelusa de la alfombra. Yo la miraba, sin saber qué hacer.

—Ahora ya sabe —dijo— por qué el señor no quiere usar estas habitaciones. ¡Escuche el mar!

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