Rebeca (36 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Fue al cuarto de baño, haciendo sonar las pulseras a cada paso, y luego volvió con un vaso de agua en la mano. Bebí unos sorbos, para darle gusto, pues no me apetecía. Estaba templada; no había dejado correr bastante el grifo.

—Me di cuenta enseguida de que todo fue un error lamentable —me dijo—; porque, naturalmente, ¿cómo ibas tú a saberlo…?

—Saber… ¿el qué?

—Pero… ¡pobre chica! ¡Lo del vestido! Lo del retrato que copiaste de la galería. Eso fue lo que hizo Rebeca la última vez que se dio el baile de disfraces en Manderley. Durante un momento, terrible, pensé que…

En lugar de terminar la frase me dio unas palmaditas en la espalda.

—¡Pobre chiquilla! ¡Qué malísima suerte! ¿Cómo ibas tú a suponerlo?

—Debí figurármelo —dije, estúpidamente, mirándola fijamente, demasiado aturdida para darme cuenta.

—¡Qué tontería! ¿Cómo ibas a saberlo? Nadie se lo hubiera imaginado. ¡Pero fue una sorpresa tan grande…! No nos lo esperábamos. Y Maxim…

—¿Qué? ¿Qué le pasa a Maxim?

—Cree que lo hiciste adrede. ¿No le habías apostado que le sorprenderías? Ya, ya sé que fue una broma. Pero él no la ha comprendido. Para él ha sido un golpe tremendo. Yo le dije inmediatamente que tú no podías haber hecho una cosa así a sabiendas, y que sólo habías tenido la malísima suerte de escoger ese retrato entre todos.

—Me lo tenía que haber figurado; debí comprenderlo —repetí—. La culpa es mía.

—No, no; no te preocupes. Ya lo explicarás todo luego, con tranquilidad. Ya verás cómo no pasa nada. Cuando subía llegaban los primeros invitados. Los he dejado tomando unas copas. Ya está todo arreglado. He dicho a Frank y a Giles que cuenten que el traje que te encargaste te está mal y que te has llevado un disgusto.

No dije nada. Permanecí sentada en la cama, las manos sobre la falda…

—¿Qué te puedes poner ahora? —dijo Beatrice, dirigiéndose a mi armario y abriendo las puertas de un golpe—. ¿Qué traje azul es éste? Parece bonito. Anda, póntelo. Nadie se fijará. Voy a ayudarte.

—No. No voy a bajar.

Se quedó mirándome Beatrice, muy apurada, con mi traje azul en el brazo.

—Pero… mujer, no tienes más remedio —dijo asustada—. ¿Cómo no vas a bajar?

—No, Beatrice; no bajo. No puedo soportar ver a nadie después de lo que ha ocurrido.

—Pero…, ¡si nadie sabe lo del vestido! Frank y Giles no van a decir una palabra… Ya estamos de acuerdo acerca de lo que hay que decir. Que la tienda te mandó un traje equivocado de medida y que no te lo puedes poner, y por eso has tenido que aparecer con un vestido corriente. Esto no va a echar a perder la noche.

—No comprendes. El vestido me tiene sin cuidado. No es eso. Nada de eso. Es lo que ha ocurrido, lo que he hecho. No puedo bajar Beatrice; no puedo.

—Pero, mujer… Frank y Giles comprenden perfectamente lo que ha ocurrido y lo sienten de veras, por ti. Y Maxim, lo mismo. No fue más que la sorpresa… Voy a ver si le cojo un momento y se lo explicaré todo.

—¡No! —dije—. ¡No!

Dejó el traje azul en la cama, junto a mí.

—Dentro de poco empezará a llegar la gente —dijo, muy preocupada e incómoda—. Si no bajas, va a parecer rarísimo. No puedo salir diciendo que te duele la cabeza…

—¿Por qué no? —dije, fatigada—. ¿Qué más da? Inventa cualquier cosa. A nadie le importará; ni siquiera me conocen.

—¡Vamos, vamos, mujer! Haz un esfuerzo. Ponte este vestido azul. Piensa en Maxim. Tienes que bajar; por él.

—En Maxim estoy pensando todo el tiempo.

—Pues…, entonces…, ¿por qué…?

—No —dije, mordiéndome las uñas, balanceándome hacia delante y hacia atrás, según estaba sentada en la cama—. ¡¡No puedo!! ¡¡No puedo!!

Llamaron a la puerta.

—¡Vaya por Dios!, ¿quién será ahora? —dijo Beatrice, yendo hacia la puerta—. ¿Qué ocurre?

Abrió la puerta. Era Giles.

—Ya han llegado todos, y me ha mandado Maxim para averiguar qué os pasa.

—Dice que no quiere bajar —respondió Beatrice—. No sé qué vamos a decir.

—¡Ay va! ¡Qué desagradable! —susurró.

Cuando notó que yo le había visto, se volvió de espaldas, todo cortado.

—¿Qué quieres que diga a Maxim? —dijo Giles a Beatrice—. Son ya las ocho y cinco.

—Di que está algo mareada y que procurará bajar luego. Di también que no retrasen la cena. Yo bajo ahora mismo y arreglaré las cosas.

—Está bien.

Y Giles volvió a dirigirme una rápida mirada, cariñosa y extrañada a la vez, como si se preguntase qué hacía yo allí, sentada en la cama. Habló en voz baja, como lo hubiera hecho después de un accidente, cuando se está esperando la llegada del médico.

—¿No puedo hacer nada? —preguntó.

—No —respondió Beatrice—. Anda, baja. Yo voy enseguida.

Obedeció, alejándose con sus holgados ropajes árabes. Dentro de unos años, pensé, me reiré de estos momentos, y diré: «¿Te acuerdas de Giles, vestido de jeque, y de Beatrice, con su velo sobre la cara y toda llena de pulseras que hacían un ruido ridículo?». El tiempo, al pasar, lo suavizaría todo y lo convertiría en algo cómico. Pero, entonces, nada era gracioso ni yo reía. No era el futuro; era el presente. Demasiado vivo; demasiado real. Estaba sentada en la cama, pellizcando el edredón, sacando una plumita que asomaba por el descosido de una esquina.

—¿Quieres un poco de coñac? —dijo Beatrice, haciendo un último esfuerzo—. Ya sé que tales ánimos son de mentirijillas, pero a veces dan buen resultado.

—No —contesté—, no quiero nada.

—Tendré que irme. Giles me ha dicho que nos estaban esperando para servir la cena. ¿Estás segura de que estarás bien sola?

—Sí. Y… gracias, Beatrice.

—¡Mujer! No tienes por qué darme las gracias. ¡Ojalá pudiera hacer algo!

Se inclinó bruscamente ante el espejo y se dio polvos.

—¡Qué horror! —dijo—. ¡Estoy hecha un demonio! Tengo el dichoso velo torcido. Bueno, ¡qué se le va a hacer!

Salió del cuarto, acompañada del siseante susurro de sus ropas, cerrando luego la puerta.

Al negarme a bajar, creí que había perdido el derecho a su cariño. Me había portado como una cobarde. Eso no lo podía entender ella. Pertenecía a otra casta de hombres y mujeres; otra raza. Las mujeres de su raza tenían…, coraje. No como yo. Si a Beatrice le hubiese ocurrido lo que a mí, se habría puesto el otro vestido para recibir a los invitados. Hubiera permanecido en pie junto a Giles, dando la mano a la gente, sonriendo. Yo no tenía fuerzas para ello. Me faltaba orgullo, me faltaba coraje. Me faltaba casta, raza, pureza de sangre.

No podía olvidar los relampagueantes ojos de Maxim, su cara blanca, y detrás de él, Giles, Beatrice y Frank, que me miraban como pasmados.

Me levanté y me asomé a la ventana. Los jardineros iban de acá para allá por entre las luces de la rosaleda, probándolas una a una para ver si funcionaban. El cielo, pálido, lucía unas nubes asalmonadas por el sol, que en su ocaso caminaban hacia poniente. Cuando oscureciera, encenderían todas las luces. Había mesas y sillas en la rosaleda para las parejas que quisieran descansar. Llegaba hasta la ventana la fragancia de las rosas. Los hombres hablaban y reían. Oí una voz que decía: «Ésta se ha fundido. Tráeme una de las bombillas pequeñas, Bill». Colocó la bombilla. Se puso a silbar una tonada popular, con tranquilidad, y se me ocurrió que, acaso aquella noche, la orquesta tocaría aquella misma música desde la galería de los trovadores, suspendida sobre el vestíbulo. «Está listo —dijo el hombre, encendiendo y apagando la luz—. Las demás están bien. No hay más fundidas. Vamos a ver las de la terraza». Se alejaron, doblando la esquina de la casa. Me hubiera gustado ser aquel hombre. Más tarde, él y su compañero se irían al camino de la casa, con las gorras echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos, para presenciar la llegada de los automóviles. Formarían parte de un buen grupo de gente de la finca, y con ellos bebería sidra en la mesa larga que les había sido destinada en un rincón de la terraza. «Parece que vuelven los tiempos antiguos», diría. Pero su amigo negaría con la cabeza, dando chupadas a la pipa: «Esta nueva no es como nuestra antigua señora. Ésta es muy distinta». Una mujer junto a él, en el mismo grupo, confirmaría esta opinión y, luego, todos dirían que sí con la cabeza.

—¿Dónde se ha metido esta noche? No ha venido a la terraza ni una vez.

—No sé. No la he visto.

—La señora venía por aquí siempre. Estaba en todas partes.

—¡Vaya que sí!

Una mujer se volvería a los más cercanos, moviendo la cabeza misteriosamente.

—Dicen que esta noche no bajará.

—¡Continúa!

—Es verdad. Pregúntaselo a Mary.

—Sí, es verdad; uno de los criados de la casa me ha dicho que la señora no ha salido de su cuarto en toda la noche.

—¿Qué le ocurre? ¿Está malita?

—No, de mal humor, parece. Dicen que no le estaba bien el traje.

Sonaría una carcajada estridente en el grupo y un murmullo general.

—¿Has visto nada parecido? ¡Pobre señor!

—Pues yo no lo aguantaría. Y menos a una mocosa como ella.

—Puede que no sea verdad.

—Vaya que si es verdad. En la casa no hablan de otra cosa.

El uno se lo decía al otro. Este al de al lado. Una sonrisa, un guiño, un encogimiento de hombros. De grupo en grupo, pasaba al otro. Poco a poco, llegaba hasta los invitados que estaban en la terraza, a los que se paseaban por el césped. La pareja que dentro de tres horas estaría sentada en aquellas sillas se diría:

—¿Crees que será verdad lo que he oído?

—¿Qué has oído?

—Pues que no le ocurre nada. Que lo que pasa es que han tenido una bronca espantosa. Y que, por eso, ella no ha aparecido.

—¡Anda! —se le enarcan las cejas y da un ligero silbido de sorpresa.

—¡Ya, ya! Hay que confesar que es muy extraño; vamos, quiero decir que a nadie le empieza de repente un dolor de cabeza tan fuerte, sin más ni más. Todo el asunto es bastante raro.

—Él me ha parecido de bastante mal talante.

—Y a mí.

—Bueno; ya había oído que la boda no ha resultado demasiado bien.

—¡Ah!, ¿sí?

—¡Pche…! Lo he oído decir por ahí. Dicen que ahora empieza él a darse cuenta del error que ha cometido. Te advierto que ella no es ninguna preciosidad.

—¡Ya, ya! Me han dicho que no vale nada. ¿De dónde ha salido?

—No se sabe. Creo que la encontró en el sur de Francia. Era niñera o algo así.

—¡Qué atrocidad!

—¡Ya, ya! Si te acuerdas de Rebeca…

Continué mirando las sillas vacías. El cielo asalmonado se había puesto gris. Encima de mi cabeza brillaba el lucero vespertino. Allá, en la espesura, cuchicheaban las ramas, según se acurrucaban los pajarillos al acercarse la noche. Una gaviota solitaria cruzó los cielos. Me aparté de la ventana y fui de nuevo hacia la cama. Cogí del suelo el vestido blanco y lo puse en la caja, entre sus papeles de seda. También metí en ella la peluca. Busqué entonces en los armarios una planchita que solía emplear en Montecarlo para los vestidos de la señora Van Hopper. La encontré en el fondo de una repisa, entre unos jerseys que hacía tiempo no me ponía. La plancha era de esas que sirven para cualquier corriente, y la enchufé. Comencé a planchar el vestido azul que Beatrice había sacado del armario… Y me puse a hacerlo despacio, metódicamente, igual que acostumbraba hacerlo en Montecarlo con los vestidos de la señora Van Hopper.

Cuando hube terminado, extendí el vestido sobre la cama. Me quité entonces de la cara la pintura que me había puesto antes para acompañar al disfraz. Me peiné y me lavé las manos. Me coloqué el traje azul, y me calcé con los zapatos que hacían juego con él. Podía ser la de antes, podía haberme estado preparando para bajar al vestíbulo del hotel con la señora Van Hopper. Abrí la puerta del cuarto y eché a andar por el pasillo. Reinaba un silencio absoluto. No parecía que se estuviera celebrando una fiesta. Fui de puntillas hasta doblar la esquina del pasillo. La puerta que conducía al ala de poniente estaba cerrada. No se oía nada. Cuando llegué al arco junto a la galería y la escalera oí un rumor de conversaciones que salía del comedor. Todavía estaban cenando. El vasto vestíbulo aparecía desierto y tampoco había nadie en la galería. Estarían cenando los de la orquesta. No sabía lo que se había hecho de ellos, Frank lo había previsto todo. Frank…, o la señora Danvers.

Desde donde me encontraba veía el retrato de Caroline de Winter, que me miraba en la galería. Veía los rizos que rodeaban su cara y la sonrisa de sus labios. Se me vinieron a la memoria las palabras que la mujer del obispo me dijo el día que fui a visitarla: «Nunca me olvidaré de ella, toda vestida de blanco y con aquel pelo negro». Eso lo debiera haber recordado antes; yo debí haber adivinado algo. ¡Qué raros estaban los instrumentos en la galería, los atriles para la música y el enorme bombo! Uno de los músicos se había dejado el pañuelo sobre la silla. Me asomé a la balaustrada, mirando el vestíbulo. Dentro de poco estaría lleno de gente, como había dicho la mujer del obispo, y Maxim, al pie de la escalera, iría saludando a todos según fueran entrando en el vestíbulo. Las voces despertarían los ecos del techo, la orquesta tocaría en esta galería donde yo estaba y el violinista sonreiría mientras llevaba el compás de la música moviendo el cuerpo.

Cesaría el silencio que ahora reinaba. De súbito, crujió una madera a mi espalda. Me volví, mirando, pero no había nadie. La galería estaba tan vacía como antes. Sin embargo, sentí en la cara un soplo de aire. Alguien debía de haber dejado abierta una de las ventanas del pasillo. Continuaba el susurro de las voces en el comedor. ¿Por qué crujiría aquel madero, si yo no me había movido? Tal vez la noche templada…, una viga vieja… Continuaba notando en la cara la corriente de aire; una partitura de música cayó aleteando al suelo desde el atril. Miré hacia el arco del rellano superior de la escalera. La corriente parecía venir de allí. Volví hacia atrás, y cuando llegué al final del corredor vi que la puerta que daba al ala de poniente se había abierto con la corriente, hasta dar con la pared. El corredor que iba a las habitaciones de aquel ala estaba oscuro y no había ninguna luz encendida. Ahora notaba, sin duda, en la cara el viento que entraba por una ventana abierta. Busqué a tientas la llave de la luz, pero no la encontré. Veía, sin embargo, al fondo del corredor, una ventana abierta cuya cortina se movía suavemente, ondulante. La luz incierta del atardecer arrojaba sombras extrañas sobre el suelo. Entraba por la ventana el rumor del mar y el suave susurro silbante de la resaca sobre los guijos de la playa.

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