Rebeca (51 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

M
E encontré de nuevo en el cuartito de antes. El cuartito que parecía la sala de espera de una estación. El guardia, inclinado sobre mí, me estaba dando agua y noté una mano sobre mi brazo, la mano de Frank. Me estuve muy quieta mientras, poco a poco, las paredes, Frank y el guardia fueron recobrando su forma ante mis ojos.

—¡Perdónenme! ¡Qué tontería marearme así! ¡Es que hacía ahí dentro tanto calor!

—No está muy ventilada, no —dijo el guardia—. Ya ha habido quejas, pero sigue igual. Son varias las señoras que se han mareado ahí dentro.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó Frank.

—Sí, sí. Mucho mejor. Dentro de un ratito estaré bien. No esté aquí conmigo.

—La llevaré a Manderley.

—¡No!

—Sí. Me lo ha dicho Maxim.

—No. Tengo que quedarme con él.

—Maxim me ha dicho que la lleve a Manderley.

Me cogió del brazo y me ayudó a levantarme.

—¿Puede ir andando hasta el coche o lo traigo a la puerta?

—Puedo andar, pero prefiero quedarme. Quiero aguardar a Maxim.

—Maxim puede tardar mucho aún.

¿Por qué me diría eso? ¿Qué quería decir? ¿Por qué no me miraba? Me agarró del brazo y fue andando, a mi lado, por el pasillo, hasta la puerta, bajando la escalera, a la calle. «Maxim puede tardar mucho aún…»

No hablamos. Llegamos al Morris de Frank; abrió la portezuela y me ayudó a subir. Después subió él y puso el motor en marcha. Salimos de la empedrada plaza del mercado a través de la ciudad silenciosa, y luego tomamos la carretera de Kerrith.

—¿Por qué van a tardar tanto? ¿Qué van a hacer ahora?

—Acaso tengan que declarar otra vez los testigos.

Frank hablaba mirando fijamente la superficie dura y blanca de la carretera.

—Pero…, ¡si ya han dicho lo que tenían que decir! ¡Nadie va a decir ahora nada nuevo!

—Nunca se sabe. El
coroner
puede hacer el interrogatorio de otra manera. La declaración de Tabb lo ha cambiado todo. Tendrá que examinar ahora el asunto desde un nuevo punto de vista.

—Pero, ¿qué punto de vista? ¿Qué quiere decir?

—Ya oyó usted la declaración; lo que Tabb dijo acerca del barco. Ya nadie creerá que fue un accidente.

—Pero, ¡es absurdo! ¡Es ridículo! No deben hacer caso a Tabb. ¿Cómo puede él saber, con todos los meses que han pasado, cómo se hicieron esos agujeros? ¿Qué es lo que pretenden averiguar?

—No lo sé.

—Ese viejo empezará a preguntar a Maxim cosas y más cosas, hasta que pierda la paciencia y comience a decir Dios sabe el qué sin querer. Una pregunta, y otra, y otra…, y Maxim no lo aguantará. Sé perfectamente que no lo aguantará.

Frank no respondió. Conducía muy deprisa. Por primera vez, desde que le conocí, le falló su repertorio de amables frases convencionales. Eso quería decir que estaba preocupado, muy preocupado. Solía conducir su coche con gran cuidado, muy despacio, parando por completo en todos los cruces, para mirar a derecha e izquierda, y siempre tocaba la bocina en todas las curvas.

—Ese sujeto estaba allí, el que vino un día a Manderley para ver a la señora Danvers.

—¿Favell? Sí, le he visto.

—Estaba sentado con la señora Danvers.

—Sí, ya lo sé.

—¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué derecho tiene para asistir a la vista?

—Era primo de Rebeca.

—Pues no está bien que estuvieran allí los dos escuchando todas las declaraciones. No me fío de ellos.

—No.

—Pueden tramar algo. Pueden hacer una mala jugada.

Una vez más, Frank no contestó. Comprendí que era tanta su lealtad para con Maxim, que ni siquiera conmigo estaba dispuesto a discutir la situación. Ignoraba hasta qué punto estaba yo al tanto de todo. Ni yo sabía con seguridad lo que él conocía del asunto. Eramos aliados y deseábamos lo mismo, pero no podíamos ni mirarnos a la cara. Ninguno de los dos nos atreveríamos a confiarnos al otro.

Entramos en aquel momento por las puertas de la verja y emprendimos el camino tortuoso y largo hacia la casa. Por primera vez me di cuenta de que habían comenzado a florecer las hortensias, que adelantaban sus bolas azules por entre el verde follaje. A pesar de su hermosura, algo tenían de sombrío y fúnebre; recordaban esas coronas, tiesas y artificiales, encerradas en cajas de cristal, que se ven en algunos cementerios extranjeros. Allí estaban, a todo lo largo y a ambos lados del camino, azules, monótonas, como espectadores curiosos que se hubieran agolpado en las aceras de una calle para vernos pasar.

Al fin llegamos a la casa, al terminar la última y amplia curva que llevaba a la escalinata de entrada.

—¿Se encuentra ya más capaz de quedarse sola? Debería echarse un rato.

—Sí, puede que sí.

—Yo me vuelvo a Lanyon. Maxim podría necesitarme.

No añadió más. Volvió a subir rápidamente al coche y se alejó sin más. Maxim podría necesitarle. ¿Por qué dijo eso? Tal vez el
coroner
quisiera interrogar a Frank también, y preguntarle acerca de aquella noche, ya hacía más de doce meses, cuando Maxim cenó con él. Querría saber la hora exacta en que Maxim se marchó de su casa. Querría saber si alguien había visto a Maxim volver, si los criados sabían que estaba allí, si había alguien que pudiera probar que cuando llegó se fue derecho a su cuarto y se desnudó. Podría tomar declaración a la señora Danvers. Y a todo esto, a Maxim se le iría agotando la paciencia e iría poniéndose cada vez más lívido…

Entré en el vestíbulo y subí a mi cuarto, echándome en la cama, como Frank me había aconsejado. Me tapé los ojos con las manos. Aún continuaba viendo la sala y todas aquellas caras. Y, entre todas, la del
coroner
, arrugada, exasperante, con los lentes a caballo sobre la nariz, mientras continuaba el minucioso interrogatorio.

«No estoy llevando a cabo esta investigación para divertirme». Hombre lento, cuidadoso, susceptible. ¿Qué estarían diciendo todos ahora? ¿Qué estaría ocurriendo? ¿Y si, pasado un rato, llegaba Frank a Manderley, solo?

No sabía lo que estaba pasando. No sabía lo que se hacía en estos casos. Me acordaba de haber visto en los periódicos fotografías de hombres que salían conducidos por la policía de salas como aquélla. ¿Se llevarían a Maxim? No me dejarían acompañarle. No me dejarían ni verle. Tendría que quedarme sola en Manderley, como estaba en aquel momento, esperando un día y otro día, una noche y otra noche. Algunos, como el coronel Julyan, tratarían de consolarme: «No debe usted estar tan sola. Venga a pasar unos días con nosotros». El teléfono, los reporteros, otra vez el teléfono. «No, la señora no recibe a nadie. La señora no tiene nada que declarar al
Country Chronicle
». Otro día. Y otro. Semanas enteras, semanas de confusión y casi inexistentes. Al final, Frank vendría a buscarme para ver a Maxim. Estaría delgado, y raro, como los hospitalizados.

No era yo la primera mujer que recorría aquel camino de amargura. Había leído en el periódico acerca de otras. Solían escribir al ministro del Interior, pidiendo clemencia, sin conseguir nada. El ministro del Interior siempre contestaba que no se puede entorpecer la acción de la justicia. También los amigos mandaban instancias firmadas por mucha gente; pero el ministro del Interior no les hacía caso. Y los lectores de periódicos baratos decían: «¿Por qué le habían de indultar? ¿No asesinó a su señora? ¿Quién va a indultar a la pobre? La tendencia sentimental de abolir la pena de muerte únicamente sirve para fomentar el crimen. Que lo hubiera pensado antes de matarla. Ahora, ya es tarde. Le ahorcarán, como a cualquier otro asesino. Y muy merecido se lo tiene. Que sirva de escarmiento a los demás».

Me vino a la memoria una fotografía que había visto alguna vez en la última página de un periódico. Había un grupo de gente a la puerta de una cárcel, y poco después de las nueve salía un guardia y clavaba allí un aviso, para que la gente lo leyera. El aviso decía que la sentencia había sido cumplida. «La sentencia de muerte se ha cumplido esta mañana, a las nueve. Estuvieron presentes el director y el médico de la cárcel, acompañados del primer magistrado del condado». Los ahorcados morían muy deprisa. Y era una muerte sin dolor. Se rompe el cuello. No, no se rompía… No sé quién dijo que, a veces, no salía bien; fue alguien que había sido amigo del director de una cárcel. Te ponen un saquito por encima de la cabeza, y de pie sobre una plataforma, cuando, de repente, el suelo desaparece… Desde que se sale de la celda hasta que te cuelgan, pasan nada más que tres minutos. No, cincuenta segundos, me han dicho… Pero, no puede ser; ¡cincuenta segundos! Eso es absurdo. Junto a la plataforma hay una escalera, que va al foso, y por allí baja el médico a examinar… La muerte es instantánea. No, no lo es. A veces, el cuerpo sigue moviéndose un rato, porque no se le ha roto el cuello. Claro, que ni en esos casos lo sienten todo. Pero algunos dicen que sí, que lo sienten todo. Uno, que tenía un hermano que era médico en la cárcel, dijo que, aunque no se decía, para evitar el escándalo, la verdad es que no todos mueren instantáneamente, sino que se quedan con los ojos abiertos bastante rato…

¡Dios mío! No puedo seguir pensando en estas cosas. Voy a pensar en otras. Vamos a ver, otras cosas… En la señora Van Hopper. Estará en América, en casa de su hija. Tenían una casa de verano en Long Island. Jugarían mucho al bridge, seguramente, e irían a las carreras. A la señora Van Hopper le encantaban las carreras de caballos. ¿Tendría todavía aquel sombrero amarillo? Era pequeño. Con aquella cara redonda, necesitaba un sombrero mayor. Estaría sentada en el jardín de la casa de Long Island, rodeada de libros y revistas y periódicos. De pronto, se pondría los impertinentes y llamaría a su hija, diciendo:

—Oye, Helen, mira. Dicen aquí que Max de Winter asesinó a su primera mujer. Siempre me pareció un tipo raro. Ya le dije a aquella majadera que iba a cometer un error… Y no me quiso hacer caso. Pues ahora, ya no tiene remedio. Probablemente le ofrecerán un buen contrato para hacer películas.

Algo me tocó la mano. Era Jasper; la nariz húmeda y fría de Jasper que me había seguido desde el vestíbulo. ¿Por qué nos dan ganas de llorar los perros? Es su bondad, su cariño, que consuela calladamente. Jasper sabía perfectamente que algo ocurría. Todos los perros lo saben. Cuando se hacen los baúles y llega el coche a la puerta, los perros dejan de mover su rabo, y sus ojos revelan gran tristeza. Cesa el ruido del coche, que se aleja, y vuelven a sus cestas lentamente.

Debí de quedarme dormida, pues desperté sobresaltada al oír el ronco estallido del primer trueno. Me levanté. El reloj marcaba las cinco. Fui hacia la ventana. No soplaba ni la más ligera brisa, y las hojas colgaban inmóviles de las ramas, esperando. El cielo aparecía de un gris pizarra. Un relámpago de mil leguas rompió el cielo, y volvió a sonar el remoto rumor de un trueno. No llovía. Salí al pasillo y me puse a escuchar. No se oía nada. Fui al rellano de la escalera. No se veía a nadie. El vestíbulo estaba sombrío a causa de las nubes tormentosas. Bajé y salí a la terraza, y el sordo rumor del trueno volvió a oírse a lo lejos. Me cayó una gota en la mano. Una sola gota de lluvia. Estaba muy oscuro. Más allá de la hondonada del valle vi el mar, semejante a un lago negro. Una de las criadas comenzó a cerrar las ventanas de los cuartos de arriba, y Robert cerró a detrás de mí las del salón.

—¿No han vuelto los señores, Robert?

—No, señora. Creí que la señora estaba con ellos.

—No. Ya hace un rato que he vuelto.

—¿Desea la señora tomar el té?

—No. Esperaré.

—Parece que, por fin, va a cambiar el tiempo, señora.

—Sí…

Pero no llovía… Solamente una gota, que me cayó en la mano. Entré en la biblioteca y me senté. A las cinco y media entró Robert.

—Acaba de llegar el coche, señora.

—¿Qué coche?

—El coche del señor, señora.

—¿Viene el señor conduciendo?

—Sí, señora.

Quise ponerme en pie, pero las piernas, como de trapo, se negaron a sostenerme. Por fin, lo logré, quedándome apoyada sobre el sofá, con la garganta seca. Al cabo de un minuto entró Maxim y se quedó parado junto a la puerta. Estaba completamente agotado y parecía más viejo, con unas arrugas que le salían de las comisuras de los labios, que nunca había yo notado antes.

—Ya acabó todo —dijo.

Esperé. Aún no podía hablar ni acercarme a él.

—Suicidio —continuó—. Sin prueba suficiente para determinar el estado mental de la víctima. Naturalmente, el jurado estaba desorientado y no sabía lo que hacía.

Me dejé caer sobre el sofá.

—Suicidio —dije—; pero…, el motivo; ¿qué motivo han encontrado?

—¡Dios sabe! Parece que no han creído necesario buscar un motivo. Ese necio de Horridge, tenías que haberle visto mirándome con sus ojillos, y preguntándome si Rebeca tenía apuros económicos. ¡Apuros económicos! ¡Qué estupidez, Dios mío!

Se dirigió a la ventana y se quedó allí, mirando a la pradera esmeralda.

—Va a llover. Gracias a Dios que, al fin, va a caer un poco de agua.

—Pero, cuéntame. ¿Qué pasó? ¿Qué dijo Horridge? ¿Cómo habéis tardado tanto?

—Empezó el interrogatorio otra vez, insistiendo sobre detalles insignificantes acerca del barco, que a nadie importaban. ¿Era difícil abrir las espitas? ¿Cuál era la situación exacta del primer agujero en relación al segundo? ¿Qué era lastre? ¿Qué efecto tendría sobre la estabilidad de la embarcación el desplazamiento del lastre? ¿Tendría una mujer bastante fuerza para moverlo sin ayuda? ¿Cerraba bien la puerta del camarote? ¿Qué presión de agua sería necesaria para abrir la puerta? ¡Creí que me volvía loco! Pero conservé la paciencia. Cuando te vi allí, junto a la puerta, me acordé de lo que tenía que hacer. Si no te hubieses desmayado, Dios sabe que lo hubiera hecho todo mal; pero tu mareo me hizo reaccionar de repente, y vi lo que tenía que hacer y decir. Desde aquel momento no quité la vista de encima de Horridge, y estuve mirando sin descanso su carita delgada, de pajarito con lentes, que no olvidaré hasta el día que me muera. Estoy cansado, estoy rendido, tanto que ni veo, ni siento ya nada.

Se sentó en el banco de la ventana y apoyó la cabeza entre las manos. Yo me senté junto a él. A los pocos minutos entró Frith, seguido de Robert, que traía la mesita para el té. Comenzó el solemne ritual, como siempre, como cualquier otro día: sacaron las alas plegables de la mesa, ajustando luego las patas, para cubrirla inmediatamente con el níveo mantel, sobre el que pusieron la tetera y el samovar con su lamparilla de alcohol debajo. Bollos, emparedados, tres clases de bizcocho… Jasper, sentado cerca de la mesa, golpeaba de cuando en cuando el suelo con el rabo, sin dejar de mirarme. Ocurra lo que ocurra, pensé, la vida continúa igual, y hacemos las mismas cosas, y seguimos celebrando las pequeñas ceremonias anejas a nuestra comida, a nuestro sueño y nuestro aseo. No hay crisis capaz de quebrar la corteza de lo habitual. Le serví té a Maxim, se lo llevé junto a la ventana, y, dándole un bollo, unté de mantequilla otro para mí.

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