Rebeca (54 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

—Es la pura verdad, mi coronel. Es, pura y sencillamente, un caso de chantaje —dijo Frank.

—Tal vez; pero el chantaje no es un asunto ni claro ni sencillo. Puede amargar la vida de mucha gente, aunque, al final de cuentas, el chantajista dé con los huesos en la cárcel. Tampoco es imposible que una persona inocente vaya a parar en la cárcel. En este caso, queremos evitar tal contingencia. Favell, no sé si está usted lo suficientemente despejado para responder a mis preguntas. Si lo está, le ruego que se abstenga de hacer alusiones personales, terminaremos antes. Acaba usted de acusar a De Winter de un crimen grave. ¿Tiene usted alguna prueba?

—¿Pruebas? —dijo Favell—. ¿Qué diablos de pruebas quiere usted? ¿Es que no son bastantes pruebas los agujeros del barco?

—De ningún modo; a no ser que pueda usted presentar un testigo que declare haber visto cómo De Winter los hacía. ¿Tiene usted algún testigo?

—¡Vayan al cuerno los testigos! ¡Claro que los hizo De Winter! ¿Quién iba a matar a Rebeca, si no?

—Kerrith tiene muchos habitantes —dijo el coronel—. ¿Por qué no va usted de puerta en puerta preguntando? Yo mismo pude haberla matado. Al parecer, no tiene usted más pruebas contra De Winter que contra mí.

—¡Ah, vamos! Se ha propuesto usted ayudarle, ¿no? Se ha propuesto ponerse de su lado. No va a permitir usted que nadie se meta con él, porque ha cenado en su casa y él en la suya un par de veces. Claro, Maxim es un señorón en esta comarca, y nada menos que el propietario de Manderley. ¡No es usted más que un repugnante esnob!

—Favell, tenga cuidado con lo que dice.

—Pero ¿cree usted que me van a acobardar? ¡Vamos, hombre! ¿Cree usted que no tengo pruebas bastantes para llevar el asunto a los tribunales? ¡Ya conseguiré las que hagan falta, no se apure! Le digo que De Winter mató a Rebeca por mí. Sabía que nos entendíamos, y estaba celoso, rabiosamente celoso. Se enteraría de que ella me estaba esperando en la casita de la playa aquella noche, bajó y la mató. Luego la metió en el barco y lo hundió.

—No está mal, Favell, pero le repito que no tiene prueba alguna. Cuando me traiga usted un testigo que viera todo eso que me está contando, empezaré a tomarlo en serio. Conozco esa casita de la playa de que habla. Es una especie de casita para merendar y así, ¿no? Creo que la difunta solía guardar allí velas y cosas para su barco. Su opinión acerca de lo que pasó aquella noche se vería muy favorecida si en lugar de una sola casita hubiera allí una ringlera de cincuenta. En ese caso, quizá encontrase usted algún testigo que hubiera visto lo que ocurrió.

—¡Un momento! —dijo Favell—. Puede que, después de todo, hubiera alguien allí que viera a Maxim aquella noche. Es posible. ¿Qué le parecería a usted si le trajese un testigo?

El coronel se encogió de hombros. Frank miró a Maxim, como preguntándole algo. Max permaneció callado, mirando a Favell. De repente, vi lo que Favell quería decir, y me di cuenta del significado de sus palabras. Y comprendí, en un segundo de miedo y espanto, que no se equivocaba en su suposición. Era verdad: aquella noche hubo en la playa un testigo. Me vinieron a la memoria algunas frases que el mismo dijera. Palabras que yo no había entendido; frases que supuse eran retazos sin sentido del deshilado pensamiento de un idiota. «Está allá abajo, ¿verdad? Ya no volverá». «Yo no he dicho nada». «La encontraron allá abajo. ¿Se la habrán comido los peces?». Ben sabía lo ocurrido, Ben lo había visto todo. Ben, con su mente deforme de idiota era el testigo que lo presenció todo. Estaría escondido entre los árboles. Habría visto a Maxim soltar las amarras del velero, y volver luego a tierra, solo. Noté que la sangre huía de mis mejillas. Me eché hacia atrás en mi asiento.

—Hay un medio idiota que se suele pasar la vida en esa playa —dijo Favell—. Siempre que yo venía a ver a Rebeca, me lo encontraba rondando por allí. Le he visto mil veces. Solía dormir entre los árboles o en la playa, cuando hacía calor. Es tonto de nacimiento y nunca se le hubiera ocurrido ofrecerse para declarar; pero creo que si le interrogo yo, acaso nos diga lo que vio aquella noche, si es que vio algo…, y lo más probable es que viera mucho.

—¿De qué está hablando? —preguntó el coronel.

—Supongo que se refiere a Ben —respondió Frank, mirando otra vez a Maxim—. Es el hijo de uno de los arrendatarios. Pero no es responsable de sus actos. Nació idiota.

—¿Y qué demonios tiene que ver eso? —dijo Favell—. ¿No tiene ojos? No tiene que contestar más que «sí» o «no». El miedo empieza a apoderarse de la sociedad comanditaria, ¿eh? Ya no estamos tan seguros y confiados.

—¿Podríamos encontrar a ese hombre, para hacerle unas preguntas? —dijo el coronel.

—Naturalmente —dijo Maxim—. Frank, haz el favor de decir a Robert que vaya a la casa de su madre y que le traiga aquí.

Frank dudó un momento y me miró con el rabillo del ojo.

—Vamos, hombre, vamos —dijo Maxim—. Acabemos de una vez.

Frank salió del cuarto, y la angustia, una vez más, hizo presa en mi interior. Al poco rato volvió Frank.

—Robert ha ido en mi coche. Si Ben está en casa, le tendremos de vuelta en unos diez minutos.

—Estará en casa, desde luego, con esta lluvia —dijo Favell—. Me parece que podré hacerle hablar —y miró, riendo, a Maxim. Aún tenía la cara arrebolada. La excitación le había hecho romper a sudar, tenía la frente perlada de gotitas. Vi cómo se le desbordaba la carne fofa por la parte de detrás del cuello de la camisa. Tenía las orejas más caídas de lo corriente. Aquella ostentosa apostura no le iba a durar mucho. Ya estaba fofo y blanducho. Encendió otro cigarrillo de los nuestros—. ¡Qué uniditos estamos todos en Manderley!, ¿eh? —dijo—. Aquí nadie pronuncia una palabra contra nadie. Hasta el señor magistrado de la localidad forma parte de la sociedad. Tenemos que exceptuar, naturalmente, a la joven desposada. Las mujeres están exentas de declarar en contra de sus maridos. Crawley, naturalmente, no va a decir nada. Sabe que, si dice la verdad, se queda en la calle. Y, por Dios, no quisiera pensar mal de él, de ningún modo. Además, me parece que tengo una pequeña cuenta pendiente con él…, y no me la perdona. No tuviste mucha suerte con Rebeca, ¿verdad, conquistador? Puede que no tuvieras tiempo… ¿Qué? ¿Estamos teniendo más suerte con la sucesora? No dudo de que la juvenil esposa agradece cada vez que se desmaya el apoyo fraternal de tu brazo. Cuando oiga al juez sentenciar a muerte al amado esposo, supongo que ese brazo le vendrá muy bien.

Todo pasó en un segundo. Tan deprisa, que no vi cómo lo hizo Maxim; pero, de repente, vi vacilar a Favell, que cayó pesadamente contra el brazo del sofá, y luego al suelo; Maxim estaba a su lado. Sentí náuseas. Que Maxim hubiera pegado a Favell me parecía degradante. Hubiera preferido no saberlo. Hubiera preferido no estar allí. El coronel no dijo nada. Estaba muy serio. Les dio la espalda y me dijo suavemente:

—Tal vez sea mejor que se vaya a su cuarto.

—No, no —respondí.

—Ese tipo está tan ebrio que será capaz de decir cualquier cosa. Lo que acaba de ocurrir no ha sido un espectáculo demasiado edificante. Naturalmente, a su marido le sobró razón para hacer lo que hizo, pero es una lástima que usted lo haya visto.

No contesté. Estaba mirando a Favell, que se alzaba lentamente del suelo, hasta ponerse en pie. Se dejó caer de golpe sobre el sofá y se llevó el pañuelo a la boca.

—Una copa; deme una copa —dijo.

Maxim miró a Frank, y éste salió del cuarto. Ninguno de nosotros dijo nada. Al cabo de unos momentos volvió Frank con el whisky en una bandeja. Mezcló un poco con soda en un vaso y se lo ofreció a Favell, quien lo bebió ávidamente, como bebe un animal. Se llevó el vaso a la boca con un ademán que tenía no sé qué de obscena sensualidad, plegando los labios sobre el cristal de manera odiosa. El golpe de Maxim había dejado sobre la mandíbula una marca oscura y cárdena. Maxim le había vuelto la espalda otra vez, y estaba mirando por la ventana. El coronel observaba a Maxim con un gesto de curiosidad concentrada. ¿Por qué miraba así el magistrado a Maxim? ¿Es que empezaba a sospechar, a recelar? Maxim no se daba cuenta, pues estaba contemplando la lluvia. Continuaba cayendo vertical y sin escampar, llenando el cuarto con su ruido. Favell terminó el whisky y dejó el vaso sobre la mesa de al lado del sofá. Estaba respirando ruidosamente, sin mirarnos, con los ojos fijos en el suelo. Sonó el teléfono del cuartito de al lado, con una nota aguda y discordante. Frank fue a contestar. Volvió, y dirigiéndose a Julyan, dijo:

—Es su hija, mi coronel, que pregunta si retrasan la cena.

Julyan hizo un gesto de impaciencia con la mano y respondió:

—Dígale usted que cenen ellos, y que no sé a qué hora volveré —miró su reloj y añadió, como para sí—. ¡Vaya momento han elegido para llamar!

Frank entró de nuevo en el cuartito para dar el recado, y traté de imaginarme a la hija de Julyan que había llamado. Supuse que sería la jugadora de golf. Me la figuraba llamando a su hermano y diciéndole: «Papá dice que no le esperemos. ¿Qué estará haciendo? Cuando llegue, los filetes van a parecer suelas de zapatos».

Toda la casa desorganizada por culpa nuestra, y sus costumbres cambiadas, sin motivo. ¡Qué sarta de inconsecuencias, provocadas por el hecho de que Maxim había matado a Rebeca! Miré a Frank. Estaba pálido y con una expresión decidida y grave.

—Ya oigo a Robert que vuelve con el coche —dijo el coronel—. Esta ventana da a la entrada de la casa.

Salió de la biblioteca al vestíbulo. Favell había levantado la cabeza, y ahora se puso en pie y se quedó mirando a la puerta, sonriendo repulsivamente.

Se abrió la puerta y entró Frank, que luego se volvió hacia el vestíbulo y habló cariñosamente a alguien que estaba fuera.

—Anda, entra, Ben —dijo—. El señor de Winter quiere regalarte unos cigarrillos. No hay por qué asustarse.

Ben entró arrastrando los pies. Llevaba en la mano su sombrero de hule, y sin él tenía un raro aspecto de desnudez. Por primera vez observé que llevaba la cabeza completamente afeitada. Desprovisto de su sombrero parecía otro. Su aspecto era horrible.

La luz parecía cegarle, y miró alrededor del cuarto, con cara estúpida, guiñando los ojillos. Me vio, y le dediqué una débil sonrisa. No sabría decir si me reconoció, pues no hizo más que continuar abriendo y cerrando los ojos. Entonces, Favell se adelantó hasta quedar frente a él.

—¡Hola, hombre! —le dijo—. ¿Qué tal te ha ido desde que no te veo?

Ben le miró fijamente. No pareció reconocerle y no contestó.

—Bueno, ¡qué!, ¿sabes quién soy?

Ben iba dando vueltas al sombrero, y dijo:

—¿Eh?

—Mira —le dijo Favell, ofreciéndole su petaca—; toma un cigarrillo; coge los que quieras.

Cogió Ben cuatro y se puso dos detrás de cada oreja. Luego empezó otra vez a dar vueltas al sombrero.

—Sabes quién soy yo, ¿verdad?

Tampoco esta vez respondió Ben. Julyan se adelantó entonces hacia él y le dijo:

—Dentro de un ratito volverás a casa, Ben. Nadie te va a hacer nada. Queremos solamente que contestes a unas preguntas. ¿Conoces a este señor?

Ben sacudió la cabeza y dijo:

—No le he visto nunca.

—¡No seas estúpido! —dijo Favell bruscamente—. Sabes que me has visto. Me has visto ir a la casita de la playa, la casita de la señora de Winter. Me has visto allí, ¿verdad?

—No —dijo Ben—, yo no he visto a nadie.

—No digas mentiras, idiota —dijo Favell— ¿Eres capaz de decir que no me viste el año pasado bajar por el bosque con la señora a la casita de la playa? ¿No te acuerdas de que un día te pescamos mirando por una ventana?

—¿Eh? —dijo Ben.

—Un testigo convincente —dijo el coronel sarcásticamente.

Favell giró sobre sus talones.

—¡Es un amaño indigno! —exclamó—. Alguien ha sobornado también a este idiota. Le digo que me ha visto mil veces. Mira, te voy a ayudar a hacer memoria —y mientras decía esto, sacó la cartera y le mostró un billete de una libra—. ¿Te acuerdas ahora de mí?

—No le he visto nunca —dijo Ben, sacudiendo la cabeza, y agarrándose luego al brazo de Frank añadió—. ¿Ha venido para llevarme al asilo?

—No, hombre —le contestó Frank—; claro que no.

—Yo no quiero que me lleven al asilo. Allí pegan a la gente. Yo quiero quedarme en mi casa. Yo no he hecho nada.

—No tengas miedo, Ben —intervino el coronel—, que nadie te va a llevar al asilo. ¿Estás seguro de que no conoces a este señor?

—Sí, señor; yo no lo he visto nunca.

—Y de la señora de Winter, ¿te acuerdas?

Ben miró dudoso hacia mí.

—No, ésta no —dijo el coronel con dulzura—; la otra señora, la que solía bajar a la casita de la playa.

—¿Eh?

—¿Te acuerdas de una señora que tenía un velero?

Ben guiñó un ojo y dijo:

—¡Se ha ido!

—Ya, ya sabemos que se ha ido. Solía salir en un velero, ¿te acuerdas? ¿Estabas tú en la playa la noche que salió al mar por última vez? Una noche, hace cosa de un año, cuando ya no volvió más.

Ben miró a Frank y luego a Maxim, sin dejar de dar vueltas al sombrero.

—¿Eh?

—Estabas allí. ¿Verdad que estabas allí? —dijo Favell inclinándose hacia Ben—. Viste a la señora que entraba en la casita, y después viste a ese señor. Y, después, ¿qué viste? Di, ¿qué viste después? Anda, dinos.

Ben retrocedió hasta la pared y dijo:

—Yo…, yo no he visto nada. Yo quiero quedarme en mi casa. No quiero que me manden al asilo. Yo no le he visto a usted nunca. Nunca. Yo no he visto a la señora con usted.

Y comenzó a gimotear como un niño.

—¡Necio! ¡Rata estúpida! —dijo Favell—. ¡Necio!

Ben se estaba limpiando las lágrimas con la manga.

—Este testigo no le ha servido para nada —dijo el coronel—. No estamos haciendo más que perder el tiempo. ¿Quiere usted preguntarle alguna otra cosa?

—¡Esto es una confabulación! —dijo Favell—. Todos se han puesto en contra de mí. Todos. Le digo que alguien ha pagado a este idiota para que suelte esta sarta de mentiras.

—Creo que Ben se puede marchar ya —dijo el coronel.

—Anda, Ben —le dijo Maxim—. Robert te llevará a casa. Y no tengas miedo, que nadie te va a llevar al asilo. Oye, Frank, di a Robert que le lleve a la cocina y que le den un poco de carne fría, o lo que le apetezca.

—Justa retribución de los servicios prestados, ¿eh, Maxim? —dijo Favell—. ¡Buen servicio te ha hecho!

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