Rebeca (48 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

—Bueno.

Esperé a que continuara.

—Pudieron sacar el yate. Yo acabo de volver de la ensenada…

—¿Y…?

—Searle estuvo allí y Julyan, también Frank.

¿Estaría Frank junto a él y por eso hablaría tan fríamente?

—Bueno, pues espéranos a eso de la una.

Colgué el auricular. No me había dicho nada, y yo continuaba sin saber lo que había ocurrido. Volví a la terraza, después de decirle a Frith que seríamos cuatro a comer en lugar de dos.

El tiempo pasaba despacio, se hacía interminable. Subí a mi cuarto y me puse un vestido más ligero. Bajé, me fui al salón y allí estuve sentada. A la una menos cinco oí el ruido de un automóvil, y poco después rumor de voces en el vestíbulo. Me arreglé el pelo delante del espejo y noté lo pálida que estaba. Me di unos pellizcos en las mejillas, para darles algo de color, y me puse en pie para recibirlos. Entraron Maxim, Frank y el coronel Julyan. Me acordé al punto de que Julyan había asistido al baile disfrazado de Cromwell. Cuando le vi me pareció que había encogido y cambiado, que era mucho más pequeño.

—¿Cómo está usted? —me dijo.

Hablaba con voz tranquila y grave, como un médico.

—Di a Frith que traiga el jerez —dijo Maxim—. Yo voy a lavarme las manos.

—Y yo también —dijo Frank

Antes de que pudieran llamar al timbre, apareció Frith con el jerez. Julyan no quiso tomar y yo me serví una copa, por tener algo en la mano. Se me acercó el coronel y permaneció en pie, junto a mí, ante la ventana.

—Es una situación muy penosa, señora —dijo afablemente—. Lo siento infinito por usted y por su marido.

—Muchas gracias —dije.

Y tras beber un sorbo de jerez dejé la copa encima de la mesa. Temía que viese cómo me temblaba la mano.

—Lo peor es que su marido identificase el primer cadáver hace un año.

—No comprendo…

—Pero…, ¿no sabe usted lo que hemos descubierto esta mañana?

—Sé que han descubierto un cadáver, que el buzo lo encontró.

—Sí —dijo, y luego, echando una rápida mirada hacia el vestíbulo, añadió—. Es el cadáver de Rebeca, sin duda alguna; no puedo ahora darle más detalles, pero los indicios fueron suficientes para que su marido y el doctor Phillips la pudieran identificar.

Calló súbitamente y se separó de mí, porque Frank y Maxim habían entrado.

—La comida está lista. ¿Vamos al comedor? —dijo Maxim.

Salí la primera, con el corazón como si fuera de plomo, dolorido y angustiado.

El coronel Julyan se sentó a mi derecha y Frank a mi izquierda. No quise mirar a Maxim. Frith y Robert sirvieron el primer plato y comenzamos a hablar del tiempo.

—He leído en el
Times
que ayer hizo ochenta grados
[*]
en Londres —dijo el coronel.

—¿De veras? —pregunté.

—Sí. ¡Pobrecillos los que no pudieron salir al campo!

—En París —intervino Frank— hace aún más calor que en Londres. Recuerdo un fin de semana que pasé en París, a mediados de agosto, y no se podía ni dormir. Se ahogaba uno. Hizo más de noventa grados.

—Y los franceses, generalmente, duermen con las ventanas cerradas, ¿no? —preguntó el coronel.

—No lo sé. Estaba hospedado en un hotel, y casi todos los que había en él eran americanos.

—Conocerá usted Francia, señora, ¿no?

—No mucho.

—¡Ah! Tenía la idea de que había vivido usted allí mucho tiempo.

—No —respondí.

—Cuando nos conocimos —dijo Maxim—, estaba en Montecarlo. Pero apenas puede decirse que aquello sea Francia.

—No, claro. Montecarlo debe de ser muy cosmopolita. Creo que la costa es preciosa.

—Preciosa —dije.

—No tan brava como ésta, ¿eh? Sin embargo, yo prefiero ésta. Cuando se trata de echar raíces…, no hay lugar como Inglaterra. Aquí sabe uno a qué atenerse.

—Puede que los franceses digan lo mismo en Francia —arguyó Maxim.

—Seguro que lo dirán —dijo el coronel.

Continuamos comiendo en silencio. Frith estaba de pie junto a mi silla. Todos estábamos pensando en lo mismo, pero la presencia de Frith nos obligaba a continuar aquella comedia. Supongo que el mismo Frith también estaba pensando en ello, y que sería más natural que abandonásemos las conveniencias y le dejáramos tomar parte en la conversación si tenía algo que decir. Llegó el segundo plato y vi que la señora Danvers no había descuidado disponer de una comida caliente. Me serví de una cacerola algo cubierto de salsa de setas.

—Todo el mundo lo pasó muy bien en su magnífico baile del otro día —dijo el coronel.

—Me alegro mucho.

—Esas cosas hacen mucho bien en la comarca —dijo.

—Sí, es muy probable.

—Es un instinto que comparten todos los seres humanos, el deseo de disfrazarse de lo que sea.

—Entonces yo soy poco humano —contestó Maxim.

—Pero si es natural que nos guste disfrazarnos. No somos sino chiquillos grandes en cierta manera.

No pude menos de preguntarme qué placer le habría proporcionado el vestirse de Cromwell, pues se pasó casi toda la noche en el gabinete jugando al bridge.

—Usted no juega al golf, ¿verdad? —me preguntó.

—He de confesar que no.

—Debería usted empezar. Mi hija mayor es muy aficionada, pero no encuentra gente joven con quien jugar. El día de su cumpleaños le regalé un cochecito, y ahora se va casi todos los días al norte, a la costa. Así tiene algo en que ocuparse.

—Lo pasará muy bien —dije.

—Debería haber sido un chico. Sin embargo, mi hijo no juega a nada. Se pasa la vida escribiendo versos. Supongo que se curará.

—¡Seguro! —intervino Frank—. Yo también solía escribir versos cuando tenía su edad. Y muy malos, por cierto. Ahora ya nunca escribo.

—¡Hombre! —dijo Maxim—. ¡Así lo espero!

—Yo no comprendo a quién ha salido mi hijo. Desde luego, ni a su madre ni a mí.

Sobrevino otro silencio. El coronel repitió de lo que había en la cacerola.

—Su hermana estaba muy bien la otra noche —dijo.

—Sí —respondí.

—Y se le cayó el traje, como de costumbre —dijo Maxim.

—Es que esos ropajes orientales tienen que ser complicadísimos de manejar y, sin embargo, dicen que son más cómodos y más frescos que los que se ponen las mujeres inglesas.

—¿De veras?

—Así lo dicen. Parece que esos ropajes sueltos protegen contra los rayos del sol.

—¡Es curioso! —dijo Frank—, porque dan la impresión contraria.

—Pues no —aseveró el coronel.

—¿Conoce usted Oriente, mi coronel? —se intereso Frank.

—El Extremo Oriente. Estuve destinado en China cinco años, y luego en Singapur.

—¿No es allí donde hacen el famoso
curry
?

—Sí; el
curry
de Singapur es excelente.

—Me encanta el
curry
—dijo Frank.

—Pero el que se toma en Inglaterra no es
curry
. Más parece carne picada.

Se llevaron los platos y nos sirvieron un
soufflé
y una ensalada de frutas.

—Supongo que ya se les estarán acabando las frambuesas, ¿no? —dijo el coronel—. Pero este verano ha habido muchísimas. Yo no sé cuántos tarros de mermelada hemos hecho en casa.

—Yo creo que la mermelada de frambuesa nunca vale gran cosa —dijo Frank—. Tiene demasiadas pepitas.

—Venga usted a casa un día a probar la nuestra. Yo no encuentro que tenga muchas pepitas.

—Este año —dijo Frank— va a haber una cosecha magnífica de manzanas en Manderley. Hace unos días le estaba diciendo a Maxim que, probablemente, superaremos todas las anteriores. Podremos mandar muchas a Londres.

—Pero, ¿cree usted que vale la pena? —preguntó el coronel—. Cuando se han pagado las horas extraordinarias a los obreros, el empaquetado y el transporte… ¿aún pueden conseguir algún beneficio?

—¡Ya lo creo! —respondió Frank

—¡Ah! Pues eso es interesante. Tendré que hablar con mi mujer del asunto.

No tardamos en acabar el
soufflé
y la ensalada de frutas, y apareció Robert trayendo queso y galletas, seguido a los pocos minutos de Frith, que venía con el café y los cigarrillos. Luego se marcharon los dos, cerrando la puerta al salir. Permanecimos callados, mientras tomábamos el café. Yo no me atrevía a levantar los ojos de la taza.

—Estaba diciendo a su mujer, antes de sentarnos a la mesa —comenzó a decir el coronel, volviendo a hablar en tono confidencial—, que lo peor de este malhadado asunto es que usted identificase el primer cadáver.

—Sí, estoy de acuerdo —respondió Maxim.

—Naturalmente, que un error cometido en aquellas circunstancias —intervino Frank rápidamente— es muy explicable. Las autoridades escribieron a Maxim pidiéndole que fuera a Edgecombe, ya suponiendo de antemano, incluso antes de que él llegara, que el cadáver era el de su esposa. Maxim, además, estaba enfermo. Yo quise acompañarle, pero se empeñó en ir solo; la verdad es que no se encontraba en disposición de hacerlo.

—Eso son tonterías —dijo Maxim—. Estaba perfectamente.

—Bueno, no ganaremos nada discutiéndolo ahora —dijo el coronel—. El hecho es que la identificó usted, y ahora no hay más remedio que admitir el error. Esta vez no parece que haya duda alguna.

—No —dijo Maxim.

—Me gustaría poderles ahorrar las formalidades y la publicidad de la investigación, pero me temo que sea imposible.

—Es natural —dijo Maxim.

—No creo que sea cosa larga —continuó el coronel—. Solamente se trata de confirmar la identificación y hacer que declare Tabb, que según me dice usted, fue quien hizo las modificaciones en el velero cuando su mujer lo trajo de Francia. Es preciso que éste declare que el yate estaba en estado de navegar y en regla cuando salió de sus talleres. Total, puros formulismos legales. Pero hay que hacerlo. Lo que me preocupa es la publicidad del asunto. Eso es lo desagradable para usted y su mujer.

—Nos hacemos cargo —dijo Maxim—. No se preocupe usted.

—¡Que mala suerte que ese vapor fuera a encallar allí! —dijo el coronel—, pues si no no se hubiera vuelto a hablar del asunto.

—Ya, ya —dijo Maxim.

—El único consuelo es pensar que su desgraciada mujer tuvo una muerte rápida y repentina, y no la agonía lenta que en un principio todos temimos. Es imposible que ni siquiera intentara echar a nadar.

—Imposible —dijo Maxim.

—Supongo que bajaría al camarote a buscar algo y se cerraría la puerta. Justo en ese momento, un golpe de viento pegaría en el velero, sin nadie al timón —explicó el coronel—. ¡Qué cosa más tremenda!

—Sí —dijo Maxim.

—Ésa parece ser la explicación. ¿No cree usted, Crawley?

—Sí, no cabe duda —respondió Frank.

Alcé los ojos y vi a Frank mirando a Maxim. Éste apartó la vista inmediatamente, pero me bastó para comprender la expresión de su mirada. Frank sabía lo ocurrido. Pero Maxim ignoraba que Frank lo supiera. Continué moviendo el café con una mano caliente y húmeda.

—Supongo —dijo el coronel— que todos, antes o después, cometemos un error, y entonces tenemos que sufrir las consecuencias. Su mujer no tenía más remedio que saber que en aquellos parajes el viento sopla como por un embudo, y que era peligroso abandonar el timón en un velero como el suyo. Seguramente había pasado por aquel lugar mil veces. Pero llegó el momento, se descuidó y el hacerlo le costó la vida. Es una lección que todos debemos tener en cuenta.

—Hasta la gente con más experiencia —dijo Frank— cometen equivocaciones. Fíjese la gente que se mata todos los años cazando.

—¡Ah!, pero, generalmente, es porque se cae del caballo. Si ella no hubiera abandonado el timón, no habría habido accidente. Y he de confesar que me parece extraordinario que lo hiciera. La veía muchos sábados en las regatas con
handicap
de Kerrith y, he de confesar, que nunca la vi cometer un error tan elemental. Eso de abandonar el timón no se le ocurriría ni a un novato. Y, precisamente allí, junto a la escollera.

—Aquella noche —dijo Frank— hacía mucho viento. Puede que se enredase el aparejo y bajara al camarote por una navaja.

—Sí, sí, desde luego. Bueno, nunca sabremos lo que ocurrió, ni creo que adelantaríamos gran cosa sabiéndolo. Lo que yo quisiera es no tener que investigar nada más, pero no hay más remedio. Estoy procurando que se haga todo el martes por la mañana, y trataré de que sea lo más breve posible. Será una pura fórmula. Lo que siento es no poder evitar que asistan los reporteros.

Callamos todos unos momentos y pensé que ya era hora de levantarnos de la mesa.

—¿Vamos al jardín? —dije.

Nos levantamos y me dirigí a la terraza, seguida de los demás. El coronel hizo unas fiestas a Jasper.

—Se ha puesto muy hermoso este perro.

—Sí —contesté.

—Son muy buenos camaradas, ¿verdad?

Estuvimos un minuto de pie, en la terraza, hasta que el coronel, mirando su reloj, dijo:

—Muy agradecido por una comida deliciosa. Le ruego que me disculpe si me voy tan pronto, pero tengo mucho que hacer esta tarde.

—¡No faltaba más!

—Siento mucho lo ocurrido; lo siento de todo corazón. Casi más por usted que por su marido. Sin embargo, una vez terminada la investigación deben ustedes olvidarse de todo.

—Sí, procuraremos hacerlo.

—Tengo el coche en el camino. No sé si Crawley querrá que le lleve a algún lado. ¡Crawley! ¿Quiere usted que le lleve hasta la oficina?

—Muy agradecido, mi coronel —contestó, y viniendo hacia mí, me dio la mano, diciéndome:

—Hasta la vista.

—Adiós —le dije.

No quise mirarle a la cara, pues temía que leyese en mis ojos que yo también sabía la verdad.

Maxim los acompañó hasta el coche, y cuando se marcharon, se reunió conmigo en la terraza, cogiéndome del brazo. Allá estuvimos un buen rato, mirando la pradera que se extendía hacia el mar y el faro sobre el promontorio.

—Todo se arreglará —dijo—. Estoy tranquilo y tengo confianza. Ya viste la actitud de Julyan durante la comida. Y la de Frank. No creo que ocurra nada durante la investigación. Todo se arreglará.

No dije nada, pero le apreté el brazo con fuerza.

—No fue posible decir que el cadáver era de un desconocido. Lo que vimos bastó para que el doctor Phillips hiciera la identificación sin mi ayuda. Fue facilísimo. De lo que yo hice, no queda señal alguna. La bala no tocó ningún hueso.

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