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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (10 page)

La inefable magia del cine logra equiparar los escarceos sexuales de unos adolescentes blancos con la defensa de los derechos civiles y la lucha contra el fascismo. Los chicos ni siquiera tienen que esforzarse ni sacrificarse para conseguir este resultado. Divertirse es el acto más transgresor de todos. Éste es un tema increíblemente redundante en la cultura popular —desde el baile final de
Footloo.se
hasta la famosa escena del baile
raveen Matrix Reloaded
—, aunque sea descaradamente voluntarista. El grupo musical The Beastie Boys puso las cartas boca arriba hace ya tiempo con una canción «protesta» que llevaba por título «Defiende tu derecho a lajuerga». A la hora de la verdad, la rebeldía contra-cultural consiste básicamente en eso.

3.
Ser normal

E
l concepto de contracultura, a fin de cuentas, se basa en un equívoco. En el mejor de los casos, es una pseudorrebeldía, es decir, una serie de gestos teatrales que no producen ningún avance político o económico tangible y que desacreditan la urgente tarea de crear una sociedad másjusta. Es una rebeldía entretenida para los rebeldes que la protagonizan y poco más. En el peor de los casos, contribuye a la infelicidad general de la población al minar o desprestigiar determinadas normas sociales e instituciones que de hecho cumplen una función. Más concretamente, la teoría contracultural ha minado tanto el buen nombre de la política democrática, que la mayor parte de la izquierda progresista lleva más de tres décadas hundida en el marasmo.

Para ver dónde empezó a torcerse el asunto, recordemos la polémica surgida en torno a un librillo sobre la seducción titulado
Las normas
, que alcanzó una enorme popularidad en su momento. Publicado en 1966 por Ellen Fein y Sherrie Schneider, llamó la atención sobre todo por lo retrógrado de los consejos que ofrecía. Las mujeres tenían que hacerse de rogar, insistir en que el hombre les pagase la cena, evitar el sexo esporádico y nuncajamás decir al hombre lo que tenía que hacer. Obviamente, las feministas reaccionaron con indignación. «Yo pasé años dgándome la piel para que mi hija no creciera en la misma cultura represiva y sexista que yo», decían. «¿Yesto es lo que hemos conseguido? ¿Seguir
voluntariamente
las normas rancias que hemos luchado tanto para superar?»

Sin embargo, pese a la polémica que produjo el manual, lo más importante cayó en saco roto. Lo que demostró su éxito fue que la gente prefiere las normas malas a
la ausencia de normas
. Las feministas tenían toda razón en rebelarse con uñas y dientes contra la conducta tradicional en las relaciones entre ambos sexos. Se daba por hecho que el hombre sería el proveedor y la mujer el ama de casa.
Las
normas contribuía activamente a perpetuar ese patrón de conducta. Pero en lugar de sustituir estas normas por otras mejores —destinadas a colocar a hombres y mujeres en igualdad de condiciones—, muchas de las primeras feministas cayeron en el mito de la contracultura. Daban por hecho que la existencia de las normas en sí era un síntoma de la sumisión femenina. Para que hombres y mujeres fueran iguales, por tanto, creyeron necesario
abolirías
normas, no reformarlas. El amor libre debía sustituir al matrimonio. El amor era como una hermosa flor que debía tener libertad para abrirse de manera natural, sin los límites artificiales de la convención social.

Curiosamente, la revolución sexual destruyó todas las normas sociales que habían regido las relaciones entre ambos sexos, pero sin sustituirlas por otras nuevas. Lo que dejó fue un vacío absoluto. A mi generación, que alcanzó la mayoría de edad a finales de la década de 1970, le tocó inventarse una manera de afrontar los típicos problemas de la adolescencia. La consecuencia no fue la liberación, sino el infierno. La ausencia de normas establecidas implicaba que nadie sabía qué esperar de nadie. Como éramos muyjóvenes, todo el asunto nos producía una enorme ansiedad. Nunca sabíamos cómo portarnos unos con otros, ni cuál era el siguiente paso que teníamos que dar. El tema de «ser novios» nos sonaba fatal y nadie se lo planteaba. No se podía preguntar a una chica si quería salir contigo. Podías hablar con ella en una fiesta, llevarla a algún sitio, tomar de todo juntos y al final coronarlo con una sesión de sexo. Lo de «salir» vino después y siempre salpicado de comentarios irónicos como para quitarle importancia.

En un ambiente semejante, apenas sorprende que tantas mujeres jóvenes acudieran aun libro como
Las normas
. Muchas feministas habían descubierto, hacía ya tiempo, que el «amor libre» desembocaba en una explotación sexual femenina a gran escala. En un principio dieron por hecho que al ser los hombres los opresores, todas las normas que gobernaban las relaciones entre ambos sexos iban necesariamente en beneficio de los hombres. El hecho de que muchas de estas normas existieran precisamente para defender a las mujeres de los hombres fue algo en lo que nadie pareció reparar. La ensayista Camille Paglia creó un enorme revuelo en la década de 1980 cuando señaló que muchas de estas rancias convenciones sociales servían nada menos que para proteger a la mujer de ser violada. De igual manera, la vieja costumbre de casarse «de penalty» obligaba al hombre a hacerse responsable de los hijos que hubiera tenido. La progresiva desaparición de esta costumbre ha sido uno de los factores que han contribuido a generalizar la feminización de la pobreza en el mundo occidental.

De hecho, si pidiéramos a un grupo de hombres que nos contaran su idea de una noche ideal con una mujer, probablemente elegirían algo muy parecido a esas veladas de «amor libre» que nacieron con la revolución sexual. Basta con ir a una sauna gay para ver lo bien que se organizan los hombres sin tener que atender a las necesidades femeninas. Pero todas estas posibilidades se ignoraron en parte debido a la teoría contracultural, que considera a las mujeres como una minoría oprimida y las normas sociales como el mecanismo de opresión. Una vez más, la cosa estaba clara. La única solución válida sería abolir todas las normas. En conclusión, la libertad femenina equivaldrá a la desaparición de las costumbres sociales.

Al final, esta fórmula resultó ser un desastre. No sólo defendía una situación inalcanzable como la ideal para conseguir la liberación, sino que creó una tendencia a calificar de «apaño» o «traición» la aceptación de reformas que podrían haber mejorado sustancialmente la realidad femenina. ¿Cómo es posible que nos hayamos equivocado tanto?

*

La teoría contracultural nacida en la década de 1960 parte de una pregunta muy importante: ¿Por qué necesitamos tener normas? Años ha, JeanJacques Rousseau escribió que «el hombre nace libre, pero vive siempre encadenado». Las cadenas a las que se refiere no eran sólo las leyes del gobierno, sino también las costumbres y convenciones sociales que gobiernan cada instante de nuestra vida. Ya sea paseando por la calle, yendo en autobús o charlando en torno a la máquina de café, nuestra interacción social está claramente estructurada. Existe una normativa muy rígida que establece lo que no se puede hacer en cada situación: los temas aceptables, los ademanes apropiados, los gestos convenientes. Una gran parte del humor contemplativo que emplea la serie televisiva
Seinfeld
consiste en destacar una serie de costumbres tan sutiles que a menudo pasan inadvertidas, aunque todos procuremos evitar ser un «hablador pegajoso», un «picador compulsivo» o un «reciclarregalos»
[10]
.

¿Por qué tenemos la vida tan estructurada? ¿Por qué no podemos ser libres para hacer lo que queramos?

El propio Rousseau aceptaba la necesidad de tener al menos alguna norma. La única duda que tenía era si las normas establecidas podían considerarse «legítimas». En cierto sentido, daba las normas por sentadas y lo que se propuso fue simplemente justificarlas (o reformarlas en caso necesario). Pero la teoría contracultural pone en duda incluso la propia existencia de las normas. Los teóricos contraculturales empezaron a sugerir que dichas normas no tenían justificación posible. De hecho, podían constituir tan sólo una estructura para la represión. Y así, en la década de 1960, la pregunta de Rousseau empezó a plantearse de una manera mucho más radical: ¿Para qué necesitamos tener normas?

No es casualidad que Estados Unidos haya sido, durante el siglo XX, el centro del pensamiento contracultural. Mientras los intelectuales europeos intentaban encajar la teoría contracultural con la tradición filosófica anterior —sobre todo con el marxismo—, los estadounidenses trataban el concepto contracultural como un programa político independiente. Esto se debe en parte al hecho de que la contracultura hippie compartía muchas de las ideas individualistas y libertarias con la filosofía neoliberal y de libre mercado de la derecha estadounidense. Este individualismo viene de lejos. En estado embrionario, las ideas contraculturales aparecen claramente en la obra de filósofos de mediados del siglo xix como Ralph Waldo Emerson y Henry Thoreau. Ambos formaban parte de los llamados aprioristas de Nueva Inglaterra, cuyos miembros compartían una fe en la bondad esencial de la naturaleza y una insatisfacción en cuanto a los valores de su civilización. Eran unos individualistas románticos que valoraban la autosuficiencia y despreciaban la sociedad de masas. Thoreau, que pasó dos años «malviviendo» en una cabañajunto al lago de Walden, en Massachusetts (hoy sabemos que su madre le preparaba la comida y le lavaba la ropa), escribió que «las masas llevan una vida de silenciosa desesperación».

A Emerson, el reconocido cabecilla del grupo, le desesperaba vivir en una sociedad supuestamente democrática, pero que exigía aceptar la despersonalización inherente a los usos y costumbres tradicionales. Su famosa opinión de que «en las mentes pequeñas habita el duende de la absurda consistencia» se cita frecuentemente como una exaltación de la irracionalidad, pero no es lo más importante de su doctrina. Emerson retrataba irónicamente a la sociedad como «una sociedad anónima cuyos accionistas, para asegurarse el pan, acuerdan renunciar a su libertad y cultura. La virtud que más se valora es la conformidad. La independencia es lo más odiado». En su opinión, exigir una coherencia personal en cuanto a los usos y costumbres era simplemente valerse del pasado para tiranizar el presente. La única respuesta posible era el individualismo y «quien sea un hombre deberá ser un inconformista».

Este individualismo romántico puede tener un matiz conservador o progresista. La versión derechista lo emplea para atacar las «injerencia» del gobierno en la vida diaria, es decir, el modelo de estado intervencionista. En otras palabras, un individuo libre siempre obtendrá mejores resultados por su cuenta que si el gobierno le organiza la vida desde arriba. La sociedad se organiza a sí misma de una manera natural. El gobierno es una imposición artificial inventada por aquellos que quieren ejercer el poder (quien expresa más claramente esta hipótesis es Frederick von Hayek con su teoría del «orden espontáneo»).

Entre la idea de que no necesitamos un gobierno y la idea de que no necesitamos normas hay una distancia muy corta. Ayn Rand desarrolla este argumento al mantener que la mano invisible del mercado reconcilia el interés propio con el bien común, eliminando la necesidad de normas o restricciones individuales. Sobra el gobierno, como sobra el autocontrol individual. Incluso las limitaciones de la ética cotidiana se consideran un sistema que coarta la libertad individual. El altruismo, en opinión de Rand, es una conspiración de los débiles contra los poderosos, un intento de perjudicar esa amenazadora superioridad. Los protagonistas de las novelas de Rand siempre están rodeados de trepas maquinadores —hombres comprometidos y sensibles— que intentan hacer descender a los poderosos a su nivel. Pero los héroes triunfan cuando alcanzan el ideal nietzscheano de la trascendencia, es decir, cuando van «más allá del bien y del mal». Para Rand es muy importante este concepto de libertad ética. Los protagonistas masculinos de
El manantial
y
La rebeldía de Atlas
cometen lo que normalmente describiríamos como una violación. Pero Rand no lo considera así, pues el concepto de «violación» es sencillamente una norma establecida por los débiles para coartar el poderoso deseo sexual del individuo libre.

Si comparamos las violaciones que aparecen en las novelas de Rand con la escena de
American Beauty
en que Lester seduce a la adolescente amiga de su hija, veremos claramente el paralelismo que existe entre el liberalismo de derechas y la contracultura de izquierdas. En ambos casos, dos actos de explotación sexual se incluyen en el proceso de emancipación del protagonista, que gracias a ellos se libera de la represión sexual impuesta por la sociedad.

La diferencia entre el individualismo progresista y el conservador estriba en el concepto de propiedad privada. Para la derecha, el libre mercado genera un beneficio mutuo y proporciona el incentivo necesario para una cooperación armónica. Los teóricos de la contracultura izquierdista van más lejos. Afirman que se puede llegar al «orden espontáneo» sin la mano invisible del mercado y sin leyes que gobiernen el derecho a la propiedad. En su opinión, sólo necesitan defender su propiedad quienes no saben compartir. Si transformamos su mentalidad, liberándoles del estrecho «individualismo posesivo» impuesto por el sistema capitalista, entonces desaparecerán todas las trabas que gobiernan la propiedad. Cuando los Beatles cantaban aquello de «Lo que necesitas es amor», muchos se lo tomaron al pie de la letra.

En un libro que tuvo una enorme repercusión llamado
Voluntary Simplicity
[11]
, Duane Elgin propone la creación de una comunidad global basada en el amor. En su opinión, para lograr un orden global sólido deben interactuar tres elementos: la autoridad, la ley y el amor. La autoridad se impondría por sí misma {suponiendo que lograra evitarse el holocausto militar), aunque una paz duradera sólo podría imponerse mediante una hegemonía político-militar a escala planetaria. El orden se basaría en la imposición del miedo psicológico. Obviamente, el sistema resultante no lograría satisfacer las necesidades de libertad y creatividad propias del espíritu humano. Según Elgin, dado el despliegue militar necesario para afrontar cualquier amenaza, la vida individual equivaldría casi exclusivamente a «no estar muerto».

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