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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (12 page)

Lo importante de estas normas es que todas representan situaciones en que todos se benefician de la obligatoriedad de la norma. Lejos de reprimir nuestros deseos y necesidades fundamentales, estas normas son precisamente lo que nos permiten Htisfacerlos. Por supuesto, una vez que los usuarios aceptan la mecánica de la norma, es obvio que les constriñe, porque impide adoptar la estrategia individualista del preso que testifica contra su compañero. Pero esta coacción de hecho no es contraria a sus intereses. Aveces necesitamos la amenaza de una imposición externa para emprender acciones que redundan en nuestro beneficio.

Teniendo esto en cuenta, conviene destacar la perversidad de lina gran parte de la rebeldía promovida por la contracultura. Durante décadas la imagen de los ciudadanos sin rostro haciendo cola pacientemente ha servido como objeto de desprecio y burla, como el emblema de todo lo que no funciona en la sociedad de masas. ¿Cuántas veces hemos visto comparar a las masas con un rebaño de ovejas o vacas yendo al matadero? ¿Yuna fila de personas que comen lo que les proporciona una cadena de montaje, despojadas de su individualismo por el anonimato de la máquina? ¿Y una ristra de personas vestidas con trajes idénticos »ibÍendo por una escalera mecánica o entrando en un vagón del metro? (La película
Koyaanisqatsie
s un ejemplo especialmente obvio). El héroe siempre es el que se marcha de la cola, el que se niega a aceptar el conformismo «descerebrado» de las masas. Pero ¿el conformismo es tan descerebrado como parece?

A menudo se dice que todas las normas sociales son una imposición de unos sobre otros. Todos nos enfadamos cuando alguien nos interrumpe en mitad de una frase; nos enfrentamos a quien intente colarse en una fila; tocamos la bocina al coche que nos cierra en paso en un cruce. Estas son formas de expresar nuestra desaprobación social, de castigar al infractor. Pero el hecho de que las normas nos sean impuestas no significa que sean represivas o que representen una limitación intolerable de la libertad individual. Allá donde exista un conflicto de acción colectiva, siempre habrá una razón para saltarse las normas. Al ver un grupo de gente que espera pacientemente en fila, la tentación de colarse es inevitable. Es necesario algún tipo de control social para mantener un sistema de beneficios mutuos; por eso conviene castigar la desobediencia. Pero esto no significa que todas las normas sociales sean tiránicas o restrictivas, ni que quienes las obedecen sean simples conformistas o cobardes. También se les conoce como «buenos ciudadanos».

En cualquier caso, conviene distinguir entre la rebeldía que pretende acabar con las convenciones absurdas o anticuadas y la que viólalas normas sociales legítimas. En otras palabras, la
dismsi/m
y la
desviación
no son lo mismo. La disensión es como la desobediencia civil. Se produce cuando una persona está dispuesta a respetar una serie de normas, pero sinceramente no le convence el contenido concreto de la normativa vigente. En este caso, la desobedecerá sin plantearse las consecuencias. En cambio, una desviación se produce cuando alguien se salta las normas para obtener algún beneficio personal. Estas dos actitudes pueden ser difíciles de diferenciar. Unos intentarán hacer pasar sus desviaciones por divergencias y otros se convencerán a sí mismos de que su desobediencia es una cuestión ética. Muchas personas que cometen alguna desviación de la norma se consideran unos auténticos disidentes.

Por ejemplo, en la década de 1960 se criticaron duramente muchas de las normas sociales que gobernaban las relaciones entre ambos sexos. La caballerosidad masculina tradicional consistía en prestar una atención excesiva a la salud y el bienestar de las mujeres: había que abrirles las puertas, ofrecerles el abrigo cuando hiciera frío, invitarlas a comer, etcétera. Las feministas argumentaban que estas normas, lejos de ayudar a las mujeres, reforzaban la idea de que eran inútiles e incapaces de valerse por sí mismas. A raíz de ello, muchas personas empezaron a disentir de esta norma, adoptando formas de conducta más igualitarias. Pero esta disensión también iba acompañada de una gran cantidad de desviaciones sociales. Los hombres másjóvenes interpretaron la crítica del comportamiento masculino tradicional como un permiso generalizado para hacer lo que quisieran. Esto produjo una epidemia de mala educación o gamberrismo en la población masculina. En vez de buscar formas alternativas de expresar respeto y afecto hacia las mujeres, muchos hombres simplemente han dejado de hacerles caso. Para estos hombres la igualdad significa: «Yo me ocupo de lo mío y ella de lo suyo».

Esta confusión fue firmemente apoyada por la contracultura. De hecho, uno de sus grandes méritos fue no distinguir entre la desviación y la disensión (o más concretamente, empezar a tratar
toda desviación como una disensión)
. ¿Cómo si no puede explicarse el supuesto nexo de Martin Luther King, los movimientos pro derechos civiles y los defensores de la libertad con las bandas de moteros Harley-Davidson, los traficantes de cocaína y los hippies trotamundos? Para muchas personas, entre ambos grupos había una relación incuestionable. Pero ser libre para oponerse ala tiranía no es lo mismo que ser libre para hacer lo que a uno le dé la gana en beneficio propio. Sin embargo, la contracultura hizo todo lo posible por acabar con esta distinción.

Es interesante comparar el programa político de Martin Luther King con el de Abbie Hoffman. En su famosa «Carta desde la cárcel municipal de Birmingham», escrita en 1968 mientras cumplía condena por haber participado en una manifestación pro derechos civiles en Alabama, King aludió claramente a la disyuntiva entre desviación y disensión: «Jamás he sido partidario de atentar contra la ley o eludirla como harían los secesionistas fanáticos. Eso nos llevaría a la anarquía. Quien desobedece una ley debe hacerlo abiertamente, amorosamente […] y estando dispuesto a aceptar el castigo. Sostengo que el individuo que infringe una ley por creerla sinceramente injusta y acepta voluntariamente el castigo quedándose en la cárcel para agitar la conciencia de la comunidad en cuanto a su injusticia, está de hecho expresando un enorme respeto por la ley».

Comparemos esto con la mentalidad de los
yippies
. Oficialmente, el término procede de las siglas inglesas YIP del Partido Internacional de lajuventud, aunque Hoffman explicara que surgió cuando estaba borracho con unos amigos, rodando por el suelo y gritando: «¡Yipi!» Los
yippies
invadieron la Convención Nacional del Partido Demócrata celebrada en Chicago en 1968 y provocaron mucho revuelo al proponer presentar a un cerdo como candidato a la presidencia, echar LSD en el suministro de agua corriente de Chicago y mandar cuadrillas de hombres y mujeres
yippies
a seducir a los delegados del gobierno y a sus familias después de drogarles con ácido.

¿Sería esto una desviación o una disensión? Hay una prueba muy sencilla que podemos hacer para intentar diferenciarlos. Puede sonar anticuado, pero sigue siendo útil hacerse esta sencilla pregunta: «¿Qué pasaría si
todos
hiciéramos algo así? ¿El mundo se convertiría en un sitio mejor?». Si la respuesta es no, entonces hay motivos para la sospecha. Una gran parte de la rebeldía contracultural, como iremos viendo, no pasa esta sencilla prueba.

*

Esta reflexión nos permite detectar en qué se equivocó Freud al diagnosticar la dinámica entre civilización y barbarie. El fallo se ve claramente al comparar el análisis freudiano de la «condición natural» de la humanidad con el de Thomas Hobbes. Freud apoyaba al inglés en su convencimiento de que sin las leyes y normas que gobiernan la humanidad civilizada, la vida sería «solitaria, miserable, repugnante, bestial y corta». Aunque el hombre primitivo tuviera una mayor libertad para dar rienda suelta a sus instintos, argumentaba Freud, «sus posibilidades de disfrutar mínimamente de esta felicidad eran muy escasas». En contraste con Hobbes, sin embargo, Freud afirmaba que la inseguridad de la esencia natural del individuo parece aportar un dato revelador sobre la psique humana. Dado que la cooperación puede ofrecernos ventajas tan obvias, decía el austríaco, la inseguridad de la esencia individual indica lo poderoso que debe de ser el instinto violento o agresivo.

En
El malestar en la cultura
, Freud escribe que «como consecuencia de la hostilidad primaria que existe entre los seres humanos, la sociedad civilizada se ve perpetuamente amenazada con la desintegración. Los intereses comunes no logran mantenerla unida; las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses razonables». Este argumento es fallido, pero también altamente instructivo. Freud observa que tenemos mucho que ganar de nuestra «labor común». La «razón» nos dice que deberíamos portarnos de una manera civilizada y hacer todo lo posible por participar en proyectos comunes. El hecho de que en ocasiones seamos incapaces de cooperar y nos resulte tan difícil trabajar en grupo demuestra que nuestras tendencias más antisociales —nuestros instintos agresivos— son extremadamente poderosos. Tanto, que a menudo logran imponerse al enorme atractivo que ofrecen las ventajas procedentes de la colaboración. La labor necesaria para construir una civilización ha de ser gigantesca, ya que debemos procurar reprimir estos instintos tan tremendamente poderosos.

Por lo tanto, la teoría freudiana afirma que toda la violencia existente en la naturaleza humana es una expresión directa de nuestros instintos agresivos y destructivos. Estos instintos no pueden eliminarse; sólo pueden sublimarse o reprimirse. Por lo tanto, el nivel de violencia nunca cambia. Simplemente se reorienta, dirigiéndolo hacia nuestro interior en vez de darle una expresión externa. En lugar de atacar a otras personas, desarrollamos formas cada vez más sofisticadas de torturarnos psicológicamente. Como ilustra el modelo freudiano del cerebro humano visto como una «olla a presión», la violencia interiorizadajamás desaparece. Hoy en día, al observar a un individuo civilizado sabemos que tras su rostro tranquilo hay un torrente de furia y resentimiento a punto de desbordarse. Por eso, en opinión de Freud, la naturaleza humana nos revela un hecho sustancial: la violencia no reprimida está relacionada con nuestra esencia instintiva subyacente.

En cambio, Hobbes opina que lo más importante de la violencia espontánea es que
no
revela nada importante sobre la naturaleza humana. Según él, lo que genera violencia son los rasgos superficiales de nuestras interacciones sociales. Freud afirma que si compartimos un interés por colaborar unos con otros, debe de ser porque nos lo dicta la «razón». Hobbes, sin embargo, cree que en ausencia de normas, el hecho de compartir intereses comunes no necesariamente desemboca en una intención individual de colaborar. Podría parecer razonable querer robar las verduras del vecino en vez de tener un huerto propio; mentir en vez de decir la verdad; escaquearse en vez de trabajar. Es decir, que la razón puede sumirnos en conflictos de acción colectiva. Además, sin haber leyes y normas, no tenemos la seguridad de que los demás vayan a cumplir sus acuerdos. Podrían atacarnos mientras estamos dormidos o robarnos el fruto de nuestro trabajo. Esta idea nos pone a todos muy nerviosos. Por eso sucede que una persona sin ninguna intención hostil pueda protagonizar un ataque preventivo contra sus vecinos para adelantarse a posibles agresiones futuras. Como diría Hobbes, las personas se invaden unas a otras no sólo para obtener beneficios, sino también por su propia seguridad.

En su opinión, no hay nada que demuestre que el ser humano esté gobernado por un profundo amor a la violencia y la agresión. Aunque la naturaleza sea violenta, no es porque los seres humanos sean esencialmente agresivos. El problema que nos plantea nuestra propia naturaleza es que nos impide fiarnos unos de otros. Por eso empleamos actitudes agresivas y estrategias abusivas, pero no porque tengamos una necesidad esencial de explotar a los demás. Lo hacemos básicamente para protegernos de la injusticia ajena. En el dilema del preso, cuando sospechamos que nuestro compañero va a declarar en nuestra contra, nos parece una locura no declarar contra él. Así que los dos salimos perjudicados, pero no porque sintamos un profundo deseo de fastidiar al otro, sino para protegernos a nosotros mismos. Esto no demuestra la existencia de un salvaje «deseo de muerte» que avasalle todas nuestras facultades racionales; se trata simplemente de una respuesta racional a una situación de desconfianza mutua.

En resumen, Hobbes analiza el desarrollo de la civilización en términos mucho más modestos que Freud. Según él, la violencia que surge de manera espontánea suele proceder de la inseguridad. Los demás nos dan miedo y por eso tendemos a enfrentarnos a ellos. Sin embargo, al eliminar el origen de la inseguridad también eliminaríamos la motivación para la violencia. La existencia de un orden no implica la represión de nuestra naturaleza instintiva, sino la aplicación de suficiente autoridad como para equiparar el deseo individual con el bien común. Dado que el problema es superficial —pues sucede en la estructura de la interacción social— la solución también podrá ser superficial. No necesitamos transformar la conciencia humana para corregir el fallo. Bastaría con reestructurar los incentivos individuales. La civilización puede considerarse una solución técnica a los problemas derivados de la interacción social. Por lo tanto, nunca implica una profunda transformación de la naturaleza humana. En resumen, Freud parece haber exagerado tremendamente el sacrificio que se requiere para formar parte de la sociedad y, por tanto, el nivel de represión que exige la civilización.

*

Para ver en qué se diferencian Hobbes y Freud en sus análisis del estado natural, consideremos el ejemplo concreto de una carrera armamentista. Como todos sabemos, la violencia tiende a multiplicarse si no se corrige. Los preparativos militares tienen la misma tendencia. Al hacer acopio de armamento, el objetivo básico es tener un arsenal mayor y más mortífero que cualquier posible enemigo. Si dos países se temen entre sí, el empeño de ambos en superarse militarmente produce un conflicto de acción colectiva. En cuanto un país se adelanta, incita al otro a redoblar sus esfuerzos. Finalmente acaban desapareciendo las ventajas y ambos vuelven al punto de partida, pero habiendo elevado enormemente el presupuesto destinado a defensa. Además, como la inversión en material militar suele tener que justificarse de cara a una población que quiere darle una utilidad, este acopio desmedido puede reducir el nivel general de seguridad.

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