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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (15 page)

Todo esto resulta de lo más extraño. Podría suceder que conforme un país se va haciendo más rico, el crecimiento económico adicional produzca incrementos cada vez más pequeños del grado de felicidad. Pero lo más sorprendente es descubrir que, a la larga, el crecimiento no genera mejoría alguna. Cada año que pasa, nuestra economía produce más coches, casas, aparatos electrónicos, electrodomésticos, comida preparada… más de todo. Por si esto fuera poco, la calidad de los productos mejora dramáticamente año tras año. Al darnos un paseo por la típica casa norteamericana, lo que más sorprende es la abundancia de bienes materiales. ¿Cómo es posible que este cúmulo de cosas no haga felices a sus dueños?

Sin embargo, rodeados como están de toda esta riqueza, los miembros de la clase media siguen estando «atrapados» económicamente. La gente cada vez trabaja más, con mayor estrés y menos tiempo libre. Parece lógico que no estén demasiado contentos. Pero ¿cómo puede un aumento de riqueza producir semejantes resultados? Siendo más ricos, ¿no deberíamos trabajar menos?

La situación es tan preocupante como para que determinadas personas incluso se lleguen a plantear la validez del crecimiento económico. Al fin y al cabo, nuestra sociedad se sacrifica mucho para conseguir una alta tasa de crecimiento económico. El desempleo, la inseguridad laboral, la desigualdad social y la degradación medioambiental son sólo algunas de las lacras que soportamos a cambio de mantener saneada la economía. Pero si la creciente prosperidad no nos hace más felices, ¿de qué nos sirve? Parece que, como poco, hemos confundido nuestras prioridades.

Pensemos en la imagen que teníamos de nuestro futuro. Supuestamente, la mecanización y los electrodomésticos iban a eliminar casi por completo la necesidad de trabajar. Pero en los últimos veinte años ha aumentado el número de horas que los norteamericanos dedican a trabajar. La creciente productividad. tenía que haber producido una riqueza generalizada, y elimina! con la pobreza tal como la conocemos. Sin embargo, pese a que en Canadá el PIB se ha duplicado desde los años setenta, el nivel de pobreza básica sigue siendo el mismo. ¿Y qué fue de aquellos coches voladores que nos anunciaban, o esos trenes de alta velocidad no contaminantes? El transporte se ha convertido en una pesadilla para la mayoría de los habitantes de las ciudades. Y para colmo de males, en Norteamérica el promedio de vehículos no contaminantes ha descendido.

¿Quién hubiera imaginado hace treinta años que las cosas iban a salir así? ¿Cómo es posible haber aumentado tanto nuestra riqueza sin haber logrado mejorar realmente nuestro nivel de satisfacción? Nos repiten constantemente que nuestra sociedad no puede «permitirse el lujo» de tener una sanidad ni una educador públicas. Pero entonces, ¿cómo lográbamos hacerlo hace treinta años, cuando el país era la mitad de rico que ahora? ¿Qué pasa con todo ese dinero?

La respuesta es bastante clara. El dinero se gasta en compra: productos de consumo privado. Pero si este nivel de vida no nos hace felices, ¿por qué queremos seguir teniéndolo? Parece haber algo patológico en los hábitos de consumo de nuestra sociedad. Estamos obsesionados con comprar más y más cosas, aunque esto nos exija hacer sacrificios absurdos en otras parcelas de nuestra vida. Este comportamiento compulsivo es el que los críticos denominan «consumismo».

Pero identificar la compulsión no es lo mismo que explicarla. Si el consumismo tiene efectos tan negativos, ¿por qué seguimos practicándolo? ¿Seremos como esos niños que siempre comen demasiada tarta aunque sepan que les va a dar dolor de estómago?

*

Una de las escenas de cine más comentadas en los últimos tiempos es la escena de
El club de la pelea
en que el narrador sin nombre (interpretado por Ed Norton) recorre con la vista su apartamento vacío, llenándolo mentalmente de muebles de Ikea. La escena palpita al llenarse de precios, números de serie y nombre de producto, como si la mirada de Norton fuese un ratón de ordenador comprando objetos de un catálogo virtual. Es una escena magnífica que comunica con eficacia lo que pretende: el protagonista vive en un mundo masificado, consumista, estéril. Si es cierto eso de «Dime qué compras y te diré quién eres», entonces el narrador parece el típico currante conformista con hábitos de consumo bien definidos.

Por muchos motivos, esta escena parece una versión cibernética de las primeras páginas de la novela de John Updike
Corre, Conejo
. Tras pasar otro día desolador vendiendo a domicilio el mondador de verduras MagiPeel, Harry Angstrom vuelve a casa, donde está su mujer —embarazada y medio borracha—, a la que ya no quiere. Harto, se marcha en su coche sin rumbo fijo, con dirección sur. Mientras intenta poner sus pensamientos en orden, la música que suena en la radio, las noticias deportivas, los anuncios, las vallas publicitarias, todo ello se mezcla en su cabeza, formando un monolito monótono de logotipos y marcas.

Conviene destacar que si al estrenarse en 1999
El club de la pelea
se consideró «marginal» y «transgresora», el libro
Corre, Conejo
tuvo mucho éxito cuando se publicó en 1960. Además, si la novela social tuviera una fecha de caducidad, ésta se habría retirado de las librerías hace ya mucho tiempo. El hecho de que siga vigente, y que aún produzca asombro y admiración, nos hace plantearnos si realmente se trata sólo de una crítica o ya forma parte de la mitología moderna.

Lo que
El club de la pelea
y
Corre, Conejo
tienen en común es que ambos plantean un nexo indisoluble entre el consumismo y la sociedad de masas. La alienación que lleva al protagonista de
El club de la pelea
a volar su apartamento con todo dentro no es muy distinta de la furia contenida que le lleva a crear el clandestino club de la pelea donde un grupo de hombres se reúnen en plena noche para pelearse unos contra otros hasta perder el sentido. Ambos actos son una sublevación contra la conformidad represiva de la sociedad moderna.

Esta identificación del consumismo con la masificación es tan habitual que todos estamos acostumbrados a ella. Al oír la palabra «consumismo», ¿qué imagen le viene a la cabeza a un norteamericano? La mayoría de nosotros pensamos, como ya hemos dicho, en el típico barrió residencial de la década de 195Ó. Vemos coches relucientes con alerones traseros, verjas pintadas de blanco, casas impecables, hombres con traje de franela gris y corbata estrecha. Pensamos en esa actitud de intentar «estar a la altura del vecino»: comprar el último aparato que haya salido al mercado para impresionar a los demás, aparcar el coche reluciente fuera del garíye para que se vea, pasar horas pensando en la opinión de los demás miembros de la comunidad. Ante todo, vemos una sociedad de conformistas compulsivos, un rebaño de ovejas sujeto a la manipulación interminable de los empresarios y publicistas.

Pero la idea de que el consumismo obedezca a una necesidad de
conformarse
no es tan obvia. Los jóvenes aveces buscan un estilo concreto de pantalones vaqueros o de zapatillas deportivas con el argumento de que «es lo que lleva todo el mundo». Ellos lo que quieren es integrarse, ser aceptados. Pero ¿cuántas personas adultas hacen lo mismo? La mayoría de ellos no se gastan el dinero en cosas que les sirvan para integrarse, sino en cosas que les permitan diferenciarse de los demás. Se gastan el dinero en bienes que les proporcionen una
distinción
, Compran cosas para sentirse superiores. Quieren demostrar que están a la última (calzado Nike), que tienen mejores contactos (auténticos puros habanos), que están mejor informados (whisky escocés de malta) , que saben distinguir lo bueno (café exprés de Starbucks), que son éticamente superiores (productos de Body Shop) o más ricos por las buenas (maletas Louis Vuitton).

En otras palabras, el consumismo parece el resultado de la batalla de los consumidores por superarse unos a otros. El origen del problema es el consumo competitivo, no el conformismo. Si los consumidores fueran unos conformistas, saldrían a la calle a comprar todos exactamente lo mismo y serían felices. No habría ningún motivo para salir a comprar nada nuevo. Por tanto, la necesidad de conformarse no explica en absoluto el carácter compulsivo del comportamiento consumista, es decir, el hecho de que la gente gaste más y más dinero estando en números rojos y sabiendo que no van a ser más felices a largo plazo.

Entonces, ¿por qué acusamos de consumismo a quienes se empeñan en «estar a la altura del vecino»? Quizá la culpa la tenga «el vecino», que debió de ser el primero que quiso quedar por encima de los demás. Quizá fuera esta necesidad de destacar, de ser mejores que los demás, lo que aceleró la tendencia consumista.

En resumen, son los inconformistas, no los conformistas, quienes fomentan el consumo. Aun publicista esta idea le parecerá obvia. La identidad corporativa está relacionada con la diferenciación. Lo importante es conseguir que el producto destaque entre los demás. La gente se identifica con las marcas por la originalidad que aportan.

Entonces, ¿cómo puede haberse equivocado tanto la crítica social? ¿De dónde ha salido la idea de que el consumismo busca la conformidad?

El libro de Jean Baudrillard
La sociedad de consumo
, publicado en 1970, es un clásico en el campo de la sociología cultural y la crítica social. Basándose en la obra de Guy Debord, Baudrillard afirma que un producto de consumo es algo tan abstracto que la economía no es nada más que un sistema de signos. Las «necesidades' que expresamos a través del mercado no reflejan ningún deseo real subyacente, sino que son una manera de conceptualizar nuestra participación en el sistema simbólico. De hecho, la idea de tener «necesidades» es un «pensamiento ilusorio» producido por el mismo ensueño que nos hace creer que estamos consumiendo «objetos».

Esta hipótesis explica convenientemente por qué la sociedad de consumo no consigue hacernos felices. Las «necesidades» que satisface serían tan sólo una «función (inculcada en el individuo por la lógica interna del sistema». Según Baudrillard, si el sistema pudiera funcionar sin tener que alimentar a sus trabajadores no existiría el pan. De igual modo, si el sistema pudiera funcionar sin precisar unos consumidores con unas «necesidades», no existirían las necesidades. En sus propias palabras, «las necesidades existen sólo porque el sistema las necesita».

Sin embargo, cuando Baudrillard intenta describir estas ne cesidades supuestamente ficticias, el libro adquiere un matiz inesperadamente cómico. En una sección dedicada a analizar el ai tilugio o «gadget» —un objeto inútil que sirve como símbolo de estatus social—, uno de los objetos que tacha de especialmente ridículo es el limpiaparabrisas de dos velocidades. Parece ser que allá por 1970, este pequeño invento les pareció muy ostentoso a los intelectuales franceses.

Cómo han cambiado las cosas en los últimos treinta años. Sería interesante saber qué opinaría Baudrillard de los coches mo dernos equipados con limpiaparabrisas de velocidad variable por no hablar de su exótica opción «intermitente». ¿De verdad sor. inútiles estos artilugios? ¿Quién compraría hoy en día un coche que no tuviera limpiaparabrisas de velocidad variable? ¿Y hacer lo implica que nuestras necesidades sean totalmente efímeras y formen parte de un sistema ideológico gobernado por el capital (o por los fabricantes de automóviles) ? ¿No será que los limpia-parabrisas de velocidad variable son realmente
útiles
?

Aquí surge un tema importante que tiene que ver con el punto de vista del crítico. ¿Quién puede decidir arbitrariamente lo que es útil y lo que no, o qué necesidades son auténticas y cuáles son falsas? Limitarse a afirmar que todas las necesidades son ideológicas no parece servir de mucho. ¿Qué saca en claro Baudrillard llamándonos «ingenuos» por creer que necesitamos unos limpiaparabrisas de velocidad variable? Al leer
La sociedad de consumo
, es fácil imaginarle con un traje negro mal planchado, fumando un Gauloise, sentado en la terraza de Les Deux Magots, quejándose del tráfico, ironizando sobre los estadounidenses y esos limpiaparabrisas tan estrafalarios que han inventado.

De hecho, la ingenuidad parece afectar más bien a quienes aceptan esta crítica de la sociedad de consumo. Al leer la lista de bienes de consumo que (según él) la gente no necesita, lo que leemos es una lista de los bienes de consumos que no necesita
un intelectual de mediana edad
. Cerveza Budweiser no, whisky escocés de malta sí; películas de Hollywood no, teatro vanguardista sí; coches Chrysler no, coches Volvo sí; hamburguesas no,
risotto
sí; etcétera. Además, los intelectuales suelen tener prejuicios contra los bienes de consumo en general, precisamente porque les interesan y estimulan más las ideas que las cosas.

En otras palabras, el término «consumismo» siempre parece afectar sólo
a lo que compran los demás
. Por eso da la impresión de que la supuesta crítica del consumismo es puro esnobismo mal disimulado o, peor aún, puritanismo. Conviene recordar que la tradición cristiana es muy anticonsumista, empezando por el propio Jesucristo, que dijo aquello de que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Esto es porque los ricos tienen cubiertas sus necesidades materiales y el mundo material siempre se ha considerado un reino de corrupción y pecado. El verdadero cristiano debe alzar los ojos y procurar hallar la felicidad en lo espiritual.

Obviamente, si esta crítica del consumismo no aportase nada nuevo, los radicales de izquierdas no la habrían aceptado. Lo que le añadió atractivo fue una teoría derivada del marxismo que caló hondo durante la década de 1960 y que aparece claramente en la obra de Baudrillardl Según Marx, el capitalismo tiene crisis periódicas de superproducción. Éstas se originan cuando el dueño de una fábrica intenta reducir sus gastos de producción. Esto lo conseguirá incorporando la fabricación en serie. Así aumentará la cantidad de bienes producidos y con la mecanización prescindirá de abundante mano de obra (lo que le permite despedir trabajadores y bajar sueldos) . La teoría (aparentemente plausible) de Marx es que estas dos estrategias son contradictorias. La fabricación en serie incrementa la producción, pero también reduce los sueldos de los trabajadores, cosa que produce un descenso de la demanda. Finalmente, el capitalista se quedará con un remanente de productos sin vender, al haber privado a la clase trabajadora del dinero necesario para comprarlos. El resultado será una crisis de saturación generalizada.

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