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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (19 page)

Sin embargo, a los dos años la empresa se vio con el agua al cuello. En palabras de su jefe de mercadotecnia John Williamson, «cuando caes en manos de la masificación, pierdes el control del cliente». En Gran Bretaña, la compañía tocó fondo cuando una concursante del programa televisivo
Gran Hermano 4
.

Tania do Nascimento, estuvo semanas paseándose por la pequeña pantalla con un biquini y una
bandana
Burberry, ante un público de millones de personas. ¿Se podía esto considerar una buena publicidad para la marca? Ni mucho menos. Nascimento se había hecho famosa al pavonearse de sus hazañas sexuales y jurar que, si ganaba, gastaría el dinero del premio en aumentarse el pecho con implantes de silicona.

El problema, según los publicistas de la casa, es el carácter «transicional» de la marca Burberry. Su pedigrí aristocrático la convierte en un símbolo de estatus social. Quien lleva ropa de Burberry está diciendo: «Me preocupa más la elegancia clásica que la moda». Por supuesto, cuando la casa lanzó su campaña de renovación, una abrumadora mayoría de la población no sabía la diferencia entre Burberry y cualquier otra tela escocesa. Los que sí estaban «al tanto» vestían la marca para poder telegrafiar un mensaje a otras personas entendidas e intercambiar con ellas sutiles miradas de reconocimiento mutuo. Burberry era un símbolo de
distinción
. Como ya hemos visto, la distinción implica tanto un elemento de inclusión como de exclusión. Consiste tanto en reafirmar la pertenencia al grupo superior de los informados, como en negar la pertenencia al grupo inferior de los desinformados.

Lo más importante de la elegancia es que no puede tenerla cualquiera. Burberry podía haber protegido la exclusividad de su producto manteniendo los precios muy altos, aunque es muy difícil conseguir vincular una marca comercial con un diseño de cuadros escoceses. Por eso empezaron a multiplicarse por todas partes los plagios de Burberry. Su clásica trama de cuadros se hizo inmediatamente asequible para la gran masa —personas como la concursante Nascimento— cuyo concepto de elegancia es totalmente opuesto a la imagen de marca que se pretendía cultivar. Y que las prendas Burberry pudieran comunicar el mensaje «me gustan los
reality shows y
operarme las tetas», en vez de «prefiero la elegancia clásica», bastó para que la mayoría de los miembros de la élite no quisieran saber nada del asunto.

Otra manera de explicarlo es decir sencillamente que Burberry se vulgarizó y dejó de ser un símbolo de distinción. Y aquí vemos el punto de contacto evidente entre la crítica de la masificación y el problema del consumismo. El gran defecto de la sociedad de masas es que convierte a los individuos en miembros del rebaño, piezas del engranaje, víctimas de un conformismo descerebrado. Todos llevan unas vidas vacías y superficiales, dominadas por valores frivolos y materialistas. El sistema les manipula para amoldarlos a sus requisitos funcionales e impedir que sepan lo que es la auténtica creatividad, la libertad o la satisfacción sexual completa. Pero, claro, dicho todo esto, ¿quién iba a querer ser miembro de la sociedad de masas? La gente más bien querrá demostrar como sea que no son víctimas del conformismo, que no son una simple pieza del engranaje. Y, por supuesto, al divulgarse una imagen negativa de la sociedad de masas, todos procuraban hacer precisamente eso, distanciarse.

Por tanto, la rebeldía contracultural —que rechazaba las normas de la sociedad «tradicional»— se convirtió en un importante símbolo de distinción. En una sociedad que premia el individualismo y desprecia el conformismo, ser un «rebelde» constituía ya una nueva categoría transicional. «Atrévete a ser diferente», nos dice constantemente la publicidad. En la década de 1960, ser un
beat
o un hippie era una forma de demostrar que uno
no
era un «estrecho» ni un tonto. En la década de 1980, vestirse como un punk o un
goth
[18]
servía para dejar claro que uno no era pijo ni
yuppie
. Era una forma de demostrar claramente el rechazo de la sociedad tradicional, pero también una afirmación tácita de superioridad. Equivalía a telegrafiar un mensaje que venía a decir «yo, al contrario que tú, no me he dejado engañar por el sistema. No soy un peón descerebrado».

El problema, por supuesto, es que no todos podemos ser unos rebeldes, por la misma razón que tampoco podemos ser todos elegantes ni tener buen gusto. Sí todos nos apuntáramos a la contracultura, ésta se convertiría en «la cultura», a secas. Entonces el rebelde tendría que inventar una
nueva
contracultura, para poder reestablecer la distinción. Desde el primer momento, la contracultura constituye un movimiento muy exclusivo. Una serie de símbolos sucesivos —el collar largo, el imperdible, el calzado o pantalón vaquero de una marca concreta, el tatuaje maorí, el piercing, el silenciador de coche— sirven como medio de comunicación entre las personas que están «al tanto». Pero al ir pasando el tiempo, el círculo de personas enteradas irá en aumento y los símbolos se harán cada vez más comunes. Esto naturalmente erosiona su distinción, del mismo modo que Nascimento «cutrificó» la marca Burberry. Con el paso del tiempo, el «club» será cada vez menos elitista y el rebelde tendrá que buscarse algo distinto. Por eso la contracultura tiene que inventarse a sí misma constantemente. Por eso los rebeldes aceptan y rechazan tendencias casi a la misma velocidad con la que los adictos a la moda devoran marcas.

De este modo, la rebeldía contracultural se ha convertido en uno de los pilares del consumismo competitivo. Thomas Frank lo explica del siguiente modo:

Tras hacerse una «cirugía estética alternativa», la «rebeldía» sigue cumpliendo con su función tradicional de justificar los constantes ciclos de obsolescencia económica con una eficacia admirable. Como nuestra capacidad para llenar los armarios de las cosas que compramos depende del eterno baile de productos que tenemos ante los ojos y de creer incansablemente que lo nuevo es mejor que lo viejo, deben convencernos una y otra vez de que las «opciones» son más valiosas que las existentes o las previas. Desde la década de 1960, la expresión más empleada en publicidad es «lo último»; e «inconformismo» es el término que emplean para enseñarnos a abandonar nuestras viejas pertenencias y comprar lo que ellos hayan decidido ofrecernos este año. Ycon los años, el rebelde se ha convertido en la imagen obvia de esta cultura consumista, simbolizando un eterno cambio sin rumbo y una eterna preocupación por el «sistema» o, más concretamente, por los trastos que el «sistema» le hizo comprar el año pasado.

Por supuesto, para mantener la ideología que sustenta este consumismo, es esencial que la rebeldía se publicite masivamente como una «apropiación». De este modo, los ciclos continuos de obsolescencia se pueden achacar al sistema, en vez de considerarlos el resultado de la competición por un bien posicional.

El mito de la apropiación sirve para ocultar que «lo alternativo» es, y siempre ha sido, un buen negocio. Una inspección esporádica de cualquier tienda de la cadena Urban Outfitters
[19]
bastaría para confirmarnos esta impresión. Además, como la filosofía «antisistema» considera la cultura como una red de represiór y conformismo, el abanico de estilos rebeldes es potencialmente infinito. Cualquiera que haya desobedecido una norma tiene posibilidades comerciales. La vestimenta de los traficantes de drogas, por ejemplo, lleva décadas marcando el «estilo urbano» Si uno se pasa la noche en una esquina vendiendo bolsas de pastillas, tendrá bastante frío. Más le vale ponerse un plumíferoy unas botas Timberland. Sin embargo, el gran público ha asimilado este estilo de vestir a través del
hip-hop
, no del consumo dt drogas. Han visto lo que llevan los jugadores de la NBA y les suena la última colección de Tommy Hilfiger.

Otro ejemplo es el deporte del monopatín o
skateboard
. La revista
Adbusters
sacó un número especial sobre la subcultura del monopatín en el mismo mes que
Jackass
[20]
ocupaba el primer pues to en la lista de películas más taquilleras de Norteamérica. El reportaje incluía una foto a doble página que ilustraba el carácter transgresor de los patinadores con primeros planos de naves, escaleras y rampas gastadas y destrozadas por el roce de las ruedas. Pero los asiduos a este deporte no tienen ninguna fijación con las sedes de las empresas privadas; se lo pasan igual de bien destrozando propiedades públicas. Como ha demostrado el film
Jackass
, la estupidez y la destrucción indiscriminada interesan a un amplio sector del mercado. La cinta recaudó más de 64 millones de dólares a partir de su estreno.

Brian Graden, el director de programación de MTV, lo describía así: «Al descubrir el genio creativo de la mentalidad transgresora y urbana de
Jackass
, enseguida supimos que tendría éxito entre el público joven». Y tenía razón. Pero ¿es factible decir que la MTV y Johnny Knoxville se «apropiaron» la cultura del monopatín? Para apropiarse de algo, tendrá que haber algo que merezca la pena apropiarse. Nadie pone en duda que la tradición de «desparramar» es una parte importante de la subcultura del
skateboard
. Lo único que hicieron Knoxville y sus muchachos fue grabarlo en vídeo. Hasta cierto punto, desparramar puede considerarse una actividad «antisistema». Al fin y al cabo, consiste en no respetar las normas. Los aficionados a esta actividad hacen todo lo que sus padres les han dicho que no hagan. Es más, los ciudadanos integrados probablemente les miren mal y los vigilantes de seguridad les querrán echar de los recintos privados. Pero ¿es transgresor? Por supuesto que no. Como mucho es una desviación social leve.

Es importante recordar que la primera moda del monopatín fue a mediados de la década de 1970. Duró poco en gran parte por la violenta reacción popular que surgió contra los patines de ruedas (que a su vez se asociaban con la cultura de discoteca). A partir de entonces, el monopatín se convirtió en un deporte marginal (es decir, perdió aceptación popular). Para entonces, numerosos pueblos y ciudades ya lo habían prohibido en las aceras, parques y centros comerciales. Todo ello le dio un cierto aire de rebeldía, porque la policía y los guardias de seguridad tenían que desalojar a los patinadores, llamándoles «malditos crios» y demás. Esto preparó el terreno para su regreso triunfal.

Desde entonces, el estilo rebelde asociado con el monopatín ha tenido una influencia enorme en el mundo del deporte (y el
snowboard
, que procede directamente de él, aportó miles de millones de dólares al moribundo negocio del esquí). Se ha acusado a la empresa Nike de «apropiarse» de la rebeldía de la década de 1960 al usar en su publicidad la canción «Revolution» de los Beatles o al contratar al escritor
beat William
Burroughs como portavoz. Pero también existen empresas como Vans, que genera 300 millones de dólares al año vendiendo el concepto de «deporte alternativo». ¿Hay tanta diferencia entre construir parques para practicar el monopatín y fabricar pistas de tenis? Los dos son negocios lucrativos. En Estados Unidos se crearon más de mil parques para montar en monopatín en los dieciocho meses que van de enero del 2001 a junio del 2002. ¿Mil parques de patinaje en dieciocho meses? Eso mueve mucho dinero. Pero ¿también implica asimilar una subcultura? No. Es sencillamente «satisfacer una necesidad de la población». Todas las empresas lo hacen. ¿Acabará por destruir la subcultura en cuestión? Por supuesto. Sencillamente porque los deportes «de riesgo» no son tan tremendos como los pintan. Nada de lo que haga un patinador en una pista de
skateboard
es la mitad de peligroso que jugar al fútbol americano. Los que practican deportes de riesg( simplemente se niegan a ser atletas universitarios. Cuando los pijos de universidad empiezan a aficionarse a un deporte alternativo, desaparece la distinción y no queda más remedio que buscar algo nuevo.

Gracias al mito de la contracultura, las personas más opuestas al consumismo son a menudo quienes tienen actitudes más consumistas. Veamos el caso de Naomi Klein. Al comienzo de su libro
No Logo
se queja de que en su barrio de Toronto acaban de convertir varios edificios industriales en
lofts
residenciales. Informa al lector de que ella vive en un sitio mucho más «auténtico», una nave industrial de verdad, con la solera de un barrio popular, pero imbuida del espíritu urbano y lo que ella llama la «estética del vídeo musical». Klein da las suficientes pistas sobre su barrio como para que quien conozca Toronto deduzca que se trata de la zona de King-Spadina. Y cualquiera que sepa un mínimo sobre la sociedad canadiense sabrá que cuando Klein escribió el libro, un
loft
industrial en la zona de King-Spadina era quizá la propiedad inmobiliaria más codiciada del país, comparable aun
loft en
el barrio del SoHo en Manhattan.

Pero, en contraste con los barrios residenciales tradicionales de Toronto, como Rosedale y Forest Hill, alcanzables a golpe de talonario, los
lofts
industriales del barrio de Klein sólo los podían comprar personas con contactos sociales. Se trataba de viviendas ilegales que no podían comprarse ni alquilarse abiertamente. Sólo el sector más exclusivo de la élite cultural tenía acceso a ellos.

Por desgracia para Klein, el ayuntamiento de Toronto aprobó un magnífico proyecto para detener el crecimiento urbano descontrolado que consistía en recalificar todos los barrios céntricos y aplicar una fórmula «multiuso» en toda la zona. King-Spadina pasó a ser un distrito mixto cuyos edificios podían destinarse a fines industriales, comerciales o residenciales. El barrio renació con la restauración de sus viejas naves y fábricas, la construcción de edificios de apartamentos, la apertura de restaurantes, etcétera.

Sin embargo, para Klein fue un desastre. ¿Por qué? Sencillamente porque con la recalificación se le llenó el barrio de
yuppies
. ¿Y qué tienen de malo los
yuppies
? Aparte de ser lo que son, ¿qué crimen han cometido? Según Klein, dieron al barrio «un autobombo patético, que antes no tenía». Pero, como demuestra a lo largo de toda la introducción a su libro, ella también es consciente —patéticamente consciente— del lugar donde vive. Describe el barrio como un lugar donde «en las décadas de 1920 y 1930 los emigrantes rusos y polacos se paseaban procurando no llamar la atención […] reuniéndose en las tiendas de ultramarinos para discutir sobre Trotsky y los líderes del Sindicato de Trabajadoras de la Industria Textil». Klein nos cuenta también que Emma Goldman, «la famosa anarquista y sindicalista», vivía en su calle ¡Qué emocionante para ella! Menuda
distinción
debe de dar eso.

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