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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (38 page)

Hablando en plata, el problema es que las «necesidades espirituales» de la contracultura no coinciden con los principios de las grandes iglesias tradicionales. La función de las religiones occidentales es enseñar unos principios morales, santificar el matrimonio y la familia, fortalecer la estabilidad social con creencias, ritos e instituciones comunes. El contenido de la fe, aunque no deja de ser importante, es secundario frente al cometido puramente mundanal de la religión. Por otra parte, las auténticas crisis espirituales (muerte y pecado, cielo e infierno) pueden curarse con la doctrina promulgada por las jerarquías eclesiásticas. De hecho, nuestras necesidades actuales no son espirituales en el sentido tradicional de la palabra, pero sí son terapéuticas, porque tenemos que liberarnos de la represión y los condicionamientos sociales inherentes a las instituciones. Por tanto, los curas y sacerdotes son los menos adecuados para atender a las necesidades espirituales del mundo moderno. No pueden resolver los conflictos entre individuos e instituciones porque representan precisamente a las instituciones que se consideran causantes del enfrentamiento. Si las iglesias nos enseñan unos principios morales y la moralidad no es más que un sistema de normas represivas, entonces la Iglesia no tiene nada que ofrecernos. Su salvación no es más que una pseudosalvación encubridora de una socialización autoritaria.

Por tanto, no sorprende que los miembros del movimiento de simplicidad voluntaria den la espalda a las religiones tradicionales. Sin embargo, aunque algunos se hayan refugiado en la psicoterapia de Jung o Freud, una gran mayoría prefiere las religiones orientales como el budismo o el taoísmo. Existen paralelismos interesantes entre la psicoterapia y el misticismo oriental. Ambos pueden considerarse terapias de liberación que sirven para alterarnos la conciencia y emanciparnos de determinados condicionamientos. Ambos son hasta cierto punto críticas culturales con elementos individualistas (especialmente el taoismo) que entroncan con la filosofía contracultural del «sé tú mismo». Pero lo que tiene el misticismo oriental y no tiene la psicoterapia es la credibilidad que confiere el exotismo.

*

Una de las convicciones más inquebrantables de la contracultura es que los ciudadanos asiáticos son más espirituales que los occidentales y que la mejor ruta hacia la liberación sería una especie de síntesis entre la mentalidad oriental y la occidental. Existe una enorme cantidad de bibliografía dedicada a tender un puente entre ambas culturas, y uno de los autores más destacados es Alan Watts. Con obras como
Psicoterapia del Este, psicoterapia del Oeste, Esto es eso
y
Cosmología gozosa
, Watts contribuyó decisivamente a popularizar la religión oriental desde una perspectiva contra-cultural. Pero no hizo su labor en solitario. Los conceptos y términos budistas e hindúes se convirtieron en una obsesión en la literatura
beat
de Alien Ginsberg y Jack Kerouac, entre otros.

De hecho, podemos comparar ambas mentalidades mediante una serie de contraposiciones entre Oriente y Occidente que a todos nos resultan absolutamente familiares:

El resumen de estas dos mentalidades opuestas es que los occidentales vemos el mundo como un conjunto de piezas inertes y cuasimecánicas aptas para la manipulación y explotación, mientras que los orientales ven el mundo como un todo que debemos procurar entender o apreciar. Occidente considera al individuo como una unidad atómica naturalmente separada e incluso opuesta al resto de la sociedad, mientras que en Oriente el individuo es un ser social cuya naturaleza no puede entrar en conflicto con el todo (es interesante comparar esta interpretación con la lista de lo «auténtico» y lo «carca» de Norman Mailer. Oriente es auténtico. Occidente es claramente carca).

Estos conceptos opuestos de Oriente y Occidente se han implantado firmemente en nuestra cultura. Sin embargo, habría que plantearse si verdaderamente hacen justicia a ambas culturas.

*

El cartel decía «Vas a comprar». Era amarillo chillón, con enormes letras en inglés y chino, y estaba colgado en una tienda del barrio de Mongkok, en Hong Kong. Y no había mucho más que añadir, porque en Hong Kong las tiendas, los centros comerciales y los mercados son claramente la gran atracción turística. La mitad del presupuesto de quienes acuden a la «Región Administrativa Especial» se gasta en ir de compras. Así que, cuando pasé un verano en la ex colonia británica, no fui una excepción. Sabía que «iba a comprar».

Cuando en 1997 Hong Kong volvió a estar bajo jurisdicción china, a sus habitantes les preocupaba enormemente el futuro político, económico y cultural, pero ante todo les inquietaba la posibilidad de que Pekín pudiera deteriorar la política económica hipercapitalista que ha convertido a Hong Kong en un centro económico, financiero y comercial. Pero no había por qué preocuparse. Gracias al acuerdo alcanzado en 1984 bajo el lema de «un país, dos sistemas», en virtud del cual Hong Kong conservará su sistema capitalista durante al menos cincuenta años después del traspaso, la economía sigue avanzando. Cuando la mayor parte de la industria artesanal cruzó la frontera y se instaló en el sur de China, la economía local se centró en el sector de los servicios y en el valor añadido a la producción. Convertido hoy en el primer exportador mundial de ropa, relojes y juguetes, Hong Kong es un gigantesco calentador capaz de alimentar al ansia consumista global; y también caldea el ambiente con gigantescos mercados locales que absorben los artículos defectuosos, las líneas de producción canceladas y los saldos.

Pasé una soleada mañana en el mercado de Stanley, un laberinto de puestos callejeros y tiendas al sur de la isla de Hong Kong. Fui con la sincera intención (totalmente equivocada, como se demostraría después) de comprar unos pantalones ligeros y pasar el resto del tiempo paseando por el monte. Tres horas después de llegar al mercado, salía con una mochila abarrotada y los primeros síntomas de resaca tras un atracón consumista.

Como sucede en las tiendas más elegantes de Causeway Bay y los mercados más cutres y menos comerciales de Kowloon, la sobreabundancia del mercado de Stanley puede ser abrumadora. Todos los productos imaginables se venden rebajados y con posibilidad de negociar el precio. La lógica interna de un mercado tan increíblemente copioso es que, al cabo de un rato, incluso después de repasar las posibles necesidades, caprichos, cumpleaños, celebraciones y tipos de cambios, resulta imposible encontrar una excusa para no comprar. En muchos de los puestos no dejan probarse la ropa y fiarse de las tallas es un riesgo, pero ¿qué importa eso si un par de pantalones «cargo» valen quince dólares? Ninguna de las tiendas hace facturas y cuando se me rompa el reloj del ejército suizo no voy a poder devolverlo, pero qué más da. Lo tiraré a la basura y se acabó. Habré perdido lo que cuesta un menú Big Mac.

Esta situación podría parecer una consecuencia del estatus de Hong Kong como ex colonia del imperio británico. Al fin y al cabo, si se pudieran destilar los elementos de la mentalidad occidental que hemos detallado antes, la esencia resultante podría denominarse «consumismo». Es la clásica característica definitoria de nuestra existencia superficial, materialista y alienada. Por tanto, si Hong Kong es la meca del materialismo, será como consecuencia de los ciento cincuenta años de influencia y explotación occidental.

Sin embargo, la insinuación de que este tipo de consumismo sea un fenómeno claramente occidental es ridicula, como puede atestiguar cualquiera que haya viajado por el resto de Asia. La cultura consumista es mucho más flagrante en Singapur, Taipei, Shanghai y Tokio que en Los Angeles, Londres o Toronto. No hay ninguna duda de que el consumismo asiático es de cosecha absolutamente propia. La mayoría de las sociedades asiáticas no sólo valoran enormemente los bienes materiales, sino que tienen una serie de símbolos de distinción propios de su cultura y cuyo consumo confiere un estatus social especial! La mayoría de los occidentales no conoce suficientemente las costumbres chinas para reconocer estos códigos sociales, cosa que les impide entender lo competitivo que puede llegar a ser el consumismo asiático.

El occidental medio no sabe, por ejemplo, que los peces de acuario son un producto de consumo conspicuo en la cultura china tradicional. Tener una enorme pecera en el vestíbulo o un sofisticado estanque en el jardín se considera tan ostentoso como ir a trabajar en un Rolls Royce Silver Phantom. La extravagante morfología que tienen hoy los peces de colores chinos se debe a esta competitividad, porque los implicados crean mutaciones cada vez más exóticas. El carpín ojo de burbuja y el cabeza de león negro son productos desafortunados de esta carrera hacia el abismo.

En la cultura china, los restaurantes tienen una enorme importancia. Está mal visto hablar del precio de los platos, porque las inquietudes «materiales» son propias de las clases bajas. Los invitados occidentales suelen abochornar a sus anfitriones chinos pidiendo arroz como acompañamiento (una práctica común en Norteamérica, pero abominada por las clases pudientes asiáticas). Tampoco está bien visto pedir un alimento campesino como el tofu en un restaurante, aunque hay una serie de platos que imitan (y cobran caro) el sabor del tofu. Y, por supuesto, en todos los locales buenos tienen la famosa sopa de aleta de tiburón, un plato que no gusta a nadie, pero cuyo altísimo precio acaba pagándose precisamente por lo exagerado que es. Parece difícil encontrar mejores ejemplos de consumismo competitivo.

La que sí parece una característica propia de Occidente es la insistente presencia del anticonsumismo. Incluso sin valorar el tradicional ascetismo cristiano, el movimiento contracultural de la década de 1960 implantó en casi todas las sociedades occidentales un fuerte tabú contra la clásica rivalidad social. Este tabú no existe en el resto del mundo (incluida Asia), cosa que explíca la desaforada exuberancia consumista que existe en ciertos países. Los occidentales a menudo contamos a nuestros conocidos orientales lo
poco
que hemos pagado por un reloj, una prenda o un coche. Esto inevitablemente produce un enorme desengaño. En Asia lo importante es contar a los demás lo
mucho que
hemos pagado por nuestras propiedades.

*

Allá por el año 1959, Alan Watts reconocía que la versión de la filosofía zen adoptada por la generación
beat
era una versión que guardaba poca relación con el modelo original. En su ensayo «El zen
beat
, el zen carca y el zen» hablaba de la preocupante caricatura en que habíamos convertido la centenaria práctica oriental, una simple excusa para el «falso intelectual vanguardista y rompedor que deja caer referencias al zen y al jazz para justificar un alejamiento de la sociedad que en realidad es sólo una despiadada explotación de los demás. En opinión de Watts, una lectura perezosa e interesada de los textos clásicos estaba dando lugar a «una actitud bohemia muy aprovechada». Y, efectivamente, tenía motivos para preocuparse.

Una serie de textos muy conocidos de la literatura budista aconsejan a sus fieles una extraordinaria complacencia. Linchi, maestro zen de la época T'ang, afirmaba que «el budismo no requiere ningún esfuerzo. Hay que ser corriente, nada especial. Comed vuestra comida, haced de vientre, orinad y cuando estéis cansados id a descansar. Los ignorantes se reirán de mí, pero los sabios lo entenderán». Y uno de los poemas zen más antiguos sugiere que «si queréis alcanzar la más pura verdad, no intentéis dilucidar entre el bien y el mal. El conflicto entre el bien y el mal es una enfermedad de la mente».

Bastan estas dos citas para entender por qué la filosofía zen es tan tremendamente susceptible a lo que Theodore Roszak llama la «adolescentización». El rechazo de las normas que rigen el bien y el mal, la entrega aparente a una laxitud esencial y el encumbramiento de las funciones corporales primarias entroncan perfectamente con «el silencio taciturno de la juventud» y consagran la libertad sin límites. El problema surgió cuando el individualismo metafísico del zen (que niega todo conflicto entre las naturalezas individuales nacidas de la madre Tao) fue adoptado por la contracultura como un credo artístico y social bajo el lema de «sé tú mismo» o «todo vale». Era previsible que el zen
beat
se convirtiera en pura aspereza juvenil dorada con esa pátina de credibilidad que tiene el exotismo asiático.

Pero a Roszak no parece importarle especialmente si la contracultura da al zen un tratamiento adecuado o no. En su opinión, el tema de la autenticidad es lo de menos; lo realmente importante es haber creído que la filosofía zen iba a ser la panacea. Cuando se trata de liberarse del «orden triste, codicioso y egoísta de nuestra sociedad tecnológica», cada uno tiene que capear el temporal por su cuenta. ¿Quién sabe si lo bueno era la versión zen de Kerouac y Ginsberg o el hinduismo de los Beatles y The Who? Lo importante es que ambos proporcionaban un soporte válido para rechazar la represión cultural y encauzar la rebeldía espiritual.

Tal como lo ve Roszak, toda cultura, por secular y tecnocrática que sea, necesita algún tipo de misterio o tradición que unifique a la sociedad civil. Este nexo puede ser de dos tipos: la manipulación que se impone desde arriba y la opción voluntaria que libera a la mente, encaminándola hacia la exploración y la imaginación. El destino de nuestra sociedad es ser heredera de la tradición y el misterio de la cristiandad. Según Roszak, la contracultura nos ha acercado a culturas orientales que nos han aportado verdaderas vías de liberación espiritual, no sólo la pseudoliberación ofrecida por nuestras iglesias locales.

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