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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (40 page)

Como era de esperar, los
hutong
atraen a los turistas y aunque albergan a casi la mitad de la población de Pekín, muchos de ellos se están derribando para sustituirlos por edificios modernos. Las guías de viajes se quejan de que las clases populares chinas se estén poniendo al día y conminan a los visitantes a ver esta reliquia de la sociedad ancestral condenada a desaparecer. Por eso, un día decidimos ir a ver los
hutong
.

Aunque se puede pasear tranquilamente por el casco antiguo, a sus habitantes no les gusta. Lo que quieren es que el turista alquile un
riksa
, el típico carro chino llevado por un conductor. Por eso, mientras paseaba con mis compañeros de viaje por las callejuelas viendo cómo viven los lugareños, teníamos a un furibundo conductor de
riksa
pegado a los talones. Nos siguió durante un cuarto de hora, chillando sin parar. Finalmente, uno de nosotros se dio la vuelta y le contestó a gritos, haciendo un gesto amenazador con la mano. No fue precisamente el sincero encuentro entre dos culturas que yo había esperado tener.

Pero después me di cuenta, cuando ya era tarde, de lo bochornoso de la situación. Al fin y al cabo, estábamos avasallando el lugar donde vivían una serie de personas y tratándolas como si fueran un espectáculo barato y exótico. El porteador tenía toda la razón al enfadarse, porque nuestra obligación era aceptar los términos que él nos imponía.

Sin embargo, yo no estaba dispuesto a pagar por dar un paseo en
riksa
. La idea de montarme en un carro para ver el casco antiguo me parecía menos «real», menos auténtica. Como dice Trilling, una de las características de la autenticidad es la ausencia de todo intercambio comercial. En el momento en que interviene un producto o un acto retribuido, la experiencia se convierte en pura modernidad. Pagar por un paseo en
riksa
habría sido aceptar que no estábamos contemplando la cruda realidad de los
hutong
, sino una versión artificial o comercial. Yeso era sencillamente inaceptable, porque el menor indicio de «falsa autenticidad» atentaba contra el concepto del viaje en sí.

En su libro
El turista: una nueva teoría de la clase ociosa
, Dean MacCannell establece una diferencia entre lo que llama la «fachada» y la «trastienda» de determinados establecimientos sociales como son un restaurante y un teatro. La fachada es donde están los clientes, los dueños, los empleados y los miembros del público, mientras que en la trastienda están las cocinas, los aseos, los cuartos de máquinas, los camerinos, etcétera. Los clientes sólo tienen acceso a la fachada, mientras que los actores y los camareros tienen acceso a ambos entornos.

La trastienda tiene un cierto misterio. Es un sitio donde existen secretos, disfraces y comportamientos que pueden perjudicar la «realidad» que ofrece la fachada. Inevitablemente, la propia existencia de la trastienda confirma la idea de que la fachada es falsa y artificial, mientras que lo real y lo auténtico sucede en la trastienda. Esta diferenciación entre el aspecto interno y el externo nos recuerda inevitablemente a la película
El mago de Oz
, con ese hombrecillo oculto entre bastidores, que mueve las cuerdas y palancas que sirven para controlar la actuación del «mago». Esto no es ninguna casualidad, porque Frank L. Baum, el autor del libro
El mago de Oz
, también fue uno de los primeros expertos en arte visual a finales del siglo XIX. Su tratado sobre escaparatismo es un clásico en el campo de la publicidad, escrito sólo unos meses antes de la fábula infantil que transformaría toda su carrera.

Jean Baudrillard afirma en numerosas ocasiones que nuestra cultura es pura fachada. En su opinión, la realidad no tiene «trastienda», sino múltiples capas de espectáculo y simulacro: «Vivimos una época en la que el "consumo" ha invadido nuestra vida por completo, de modo que todas nuestras actividades están unidas en una sola modalidad combinatoria, todas nuestras vías de satisfacción han sido trazadas de antemano, hora tras hora, y todo nuestro entorno se ha vuelto totalizador, climatizado, doméstico y culturizado». Todo es comercial y, por lo tanto, nada es real.

Lo que pretende el viajero que va a países ajenos es penetrar el simulacro de la fachada y acceder a la realidad de la trastienda. Si nuestra sociedad es pura fachada, la atracción de las sociedades no occidentales es que parecen ser pura «trastienda» —es decir, candidez, franqueza y autenticidad—, porque viven una gran parte de su existencia a la vista de todos.

Es cierto que en numerosos lugares del mundo, sobre todo en las regiones supuestamente «exóticas» de Asia y África, las gentes tienen un concepto de lo público y lo privado muy distinto del nuestro. Muchas de las actividades que los occidentales intentan mantener ocultas, como la preparación de la comida en un restaurante o determinadas actividades domésticas, ocurren allí a plena luz del día. Desde el punto de vista del turista, lo más interesante de esos lugares es ver estas «escenas robadas» de personas comiendo o realizando actividades domésticas, intromisiones que en Norteamérica podían acabar provocando una llamada a la policía. Por eso fuimos a los
hutong
y, una vez que nos quitamos de encima a nuestro perseguidor, nos mereció la pena. Al vernos cotilleando en su jardín, la gente salía de su casa y nos invitaba a entrar a echar un vistazo.

Los paisanos no son tan ingenuos como parecen. Saben que la mayoría de los turistas quieren «ver algo distinto», experimentar la «auténtica» Cuba, o Tailandia, o India. Y a cierto precio están dispuestos a proporcionar experiencias tales como una excursión por el Nepal, una noche en una cabaña indígena en Borneo, una visita a una destilería escocesa. Sin embargo, esto es pura «fachada», puro artificio que el viajero experto procurará traspasar. En el encuentro que se produce entre el turista y el lugareño, lo exótico (como lo
cool
) es un objetivo en constante movimiento.

Todos buscamos lo mismo: esa experiencia auténtica que anule la alienación inherente a la vida moderna. Si hay individuos dispuestos a pagar por una falsa ceremonia india en Alberta mientras otros insisten en pasar una noche razonablemente emocionante en una cabaña indígena en Borneo, es porque unos tienen un criterio menos estricto que otros en cuanto a lo que es, o no, «auténtico». Como dice el experto en turismo Erik Cohen, «el turismo masivo no funciona porque sea una estafa monumental, sino porque la mayoría de los turistas tienen un concepto de la "autenticidad" mucho más laxo que el de los intelectuales y los expertos».

*

Los fans de la
Guía del autoestopista galáctico
de Douglas Adams recordarán la escena en que Zaphod Beeblebrox, el desaliñado y bicéfalo ex presidente de la galaxia, acaba metido en el Vórtice de la Perspectiva Total. Es decir, se enfrenta a la tortura psíquica más salvaje que pueda sufrir una criatura sensible. Quien entra en el Vórtice contempla durante un instante la infinidad de la creación y su relación con ella. En la inmensidad del espacio y el tiempo, se ve un punto diminuto dentro de un punto diminuto con un cartelito que dice «Este eres tú». El Vórtice destruye el ego y aniquila el alma. Todos lo que entran en él salen convertidos en idiotas frenéticos y balbucientes, es decir, todos menos Zaphod, que sale con una sonrisa satisfecha. Al fin y al cabo, ha constatado lo que siempre había sabido, que es un tío estupendo y la persona más importante del universo.

Esta es una de las parodias más sangrantes que existen de la «estética turística» de la contracultura. En un puñado de veloces párrafos, Adams expone hábilmente el narcisismo básico que mueve a todo viajero «auténtico». El Vórtice no afecta a Zaphod (como le pasa a Alanis Morissette con India), porque usa el universo entero como pasto espiritual.

Los críticos del turismo, incluidos los que se consideran «viajeros», recurren frecuentemente a metáforas sexuales, a menudo siniestras o violentas, para describir lo que está sucediendo. Un viaje a un lugar exótico puede tener un matiz contemplativo, a veces sutilmente parecido al voyeurismo, pero no siempre es así. Como afirma Julia Harrison en
Being a tourist
[Ser un turista] , «hay poca inocencia en la mirada del viajero entusiasta», ya que cada impresión, cada veredicto, dependerá de lo mucho o poco que se aproxime al concepto que esa persona tenga de lo «auténtico». Y como hemos visto, el criterio sobre este asunto no es objetivo, sino que depende totalmente de la necesidad que se tenga de «buscar la inocencia».

Sin embargo, como los propios lugareños a veces empañan esta necesidad de inocencia que tiene el viajero, a menudo se consideran un obstáculo, algo que conviene evitar en la medida de lo posible. Los viajeros, sobre todo los que quieren experimentar el exotismo de la vida, suelen pasar mucho tiempo con sus compatriotas, sin relacionarse en absoluto con los habitantes del lugar. Un viaje es una oportunidad perfecta para iniciar relaciones abiertas y sinceras con otros individuos occidentales, porque la naturaleza efímera y temporal del encuentro fomenta la idealización del otro en una relación libre de imposiciones, ataduras y expectativas. Los albergues juveniles son sitios perfectos para iniciar este tipo de amistad, y la ausencia de ataduras sociales hace que el sexo esporádico sea muy frecuente entre los turistas.

La película
La playa
, estrenada en el año 2000, es una excelente indagación en la idea de que el ansiado exotismo de estos viajes suele experimentarse con la ausencia absoluta de lugareños. El protagonista es un joven viajero llamado Richard (interpretado por Leonardo DiCaprio) que no está dispuesto a dejarse idiotizar por la sociedad de masas. Por eso decide viajar a Tailandia, donde se desilusiona al ver lo vulgar, comercial y turístico que es Bangkok. ¡Si es igual que Estados Unidos! Gracias a un mapa que se ha dejado en el hotel un turista medio zumbado, descubrirá en compañía de unos amigos franceses una isla secreta donde se han instalado otros viajeros alienados (es decir, hippies) que han construido una comunidad paradisiaca en una playa oculta de la costa por una cordillera de montañas.

La playa
constituye una profunda exploración de la visión contracultural del exotismo. Un grupo de occidentales alienados viajan a Asia en pos de la «verdad», pero se dan de bruces con la alienación de los lugareños. Así que dan con una isla
deshabitada
donde crean una comuna matriarcal dedicada al consumo de drogas, el amor libre y la convivencia relativamente liberada. Incluso se inventan un lenguaje propio para evitar los prejuicios inherentes a sus respectivas culturas. En resumen, en Asia logran recuperar su inocencia perdida, pero en un sitio donde no hay
ni un solo asiático
.

La película tiene varias escenas involuntariamente molestas que retratan la absurda visión occidental del exotismo. La felicidad se empaña cuando un miembro de la comuna es devorado por un tiburón que ha logrado colarse milagrosamente en el lago. Por la noche se improvisa una ceremonia funeraria en torno al fuego del campamento. Un hombre joven con pelo blanco estilo «rasta» empieza a rasguear una guitarra y acaba tocando la clásica introducción al «Canto de redención» de Bob Marley. La condescendencia de este «blanco disfrazado de negro» cantando una canción sobre la emancipación de los esclavos convierte el «Gracias, India» de Morissette en un himno a la sensibilidad. Pero, una vez más, es lo de siempre: el imparable marketing de la contracultura. Al fin y al cabo, el mensaje central es que, en su país, estos occidentales estaban igual de oprimidos que los esclavos. Su descubrimiento de esta isla (sin tailandeses pesados empeñados en venderles baratijas) es un milagro comparable a la necesidad reprimida que tienen los «rastas» de huir de «Babilonia» y volver a su añorada Etiopía.

*

En última instancia, el viajero moderno se enfrenta a un serio dilema. Por un lado, el afán de exotismo convierte el viaje en un bien posicional y obliga a los viajeros serios a hacer un enorme esfuerzo para ir siempre por delante de las oleadas masivas de turistas. Por otra parte, cuando la masa de turistas llega a una zona virgen, la economía se transforma por completo para dar cabida a los futuros visitantes. Curiosamente, esa actitud anticapitalista que fomenta las cruzadas en pos del exotismo es la que empuja a los países subdesarrollados hacia la rueda de la economía global.

Puede parecer que no hay manera de evitar ninguno de los cuernos de este dilema. El turismo industrial es repugnante, vulgar y abusivo. El placer de un viaje aparentemente exótico se verá anulado por el descubrimiento de que huir de la modernidad no soluciona el problema, sino que lo alimenta. Pero quedarse en casa es rechazar una ganga intercultural fácilmente asequible. Entonces, ¿qué posibilidades le quedan al viajero bienintencionado?

Un modo de viajar que casi nunca mencionan los sociólogos y demás expertos en turismo es el viaje de negocios. Sin embargo, hay mucho que decir sobre esta modalidad aparentemente auténtica y carente de todo egoísmo. Como hemos visto, la mayoría de los viajeros buscadores de lo exótico (aunque sea inconscientemente) tienen el problema de que están demasiado concentrados en la psicología social del viaje como experiencia y no en la experiencia en sí. Es decir, en vez de elegir un destino basado en criterios relativamente objetivos tales como comodidad, buen servicio, importe, amabilidad de la población local y demás, eligen sus destinos basándose en su «autenticidad» o «exotismo» y en el capital social que aporta de cara a la ansiada distinción. El valor de un destino depende de la cantidad de «modernos» que ya hayan ido y en el nivel de preparación que tenga la población nativa. Este aspecto simbólico del turismo transforma los destinos potenciales en bienes posicionales.

Ninguno de estos problemas afecta al viaje de negocios. En contraste con el viajero exótico, que gasta la menor cantidad de dinero posible mientras se zambulle en la diferencia, el enviado profesional normalmente habrá sido enviado por el gobierno local. Su viaje representa un descenso de lo simbólico a lo material. Este individuo no busca significados espirituales, ni bienes posicionales, ni monumentos turísticos, sino un intercambio comercial que, en principio, no tiene por qué ser abusivo ni unilateral. Puede estar relacionado con la competencia, como en el caso de dos empresas que compitan por una cuota de mercado en un país extranjero. Pero en contraste con las oleadas de turistas generadas por los buscadores de un capital social, este tipo de competitividad beneficia a la población local, que podrá negociar con mejores condiciones. Finalmente, puede que el único modo «auténtico» de viajar sea el viaje de negocios. Todo lo demás es turismo.

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