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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (37 page)

Sin embargo, Hardt y Negri no explican por qué el supuesto Imperio es tan malo. Simplemente equiparan el orden con la represión y el desorden con la libertad. Pero todos reconocemos que la ley es esencial para asegurarnos la libertad personal en un contexto doméstico. Entonces, ¿por qué íbamos a oponernos a su instauración en el contexto internacional? ¿Qué tienen de malo la «paz, el equilibrio y el cese de todo conflicto»? ¿Y quién demonios quiere vivir en la «nueva barbarie»?

9.
Gracias, India

E
n 1995, una canadiense discotequera llamada Alanis Morissette sacó un disco con el título de
Jagged Little Pill
[37]
. Las letras intimistas y el poderoso ritmo de las melodías convirtieron el álbum en el equivalente femenino del
Nevermind
de Nirvana y Morissette se alzó como un referente poderoso y deslenguado para miles de mujeres alienadas y faltas de afecto. Pese a estar igual de alienada que Kurt Cobain, la canadiense supo afrontar mejor el estrés y el desconcierto inherentes a la fama. Tras varios años de intensa gira mundial, Morissette se retiró para recuperar energías. Corrió en competiciones de triatlón, hizo sus pinitos en el campo de la fotografía y viajó a Cuba y a India. Este último país le impresionó profundamente, y le dio una confianza y una espiritualidad que se revelarían en su siguiente disco,
Supposed Former lnfatuation Junkie
.

El gran éxito de ese disco —la canción «Gracias»— contiene un fragmento profundamente impactante. El coro es una estrofa de continuo agradecimiento a las personas y acontecimientos que han formado parte de su desarrollo espiritual. En un momento determinado dice «Gracias, India». El descarnado ensimismamiento de esta frase dejó anonadados a muchos de sus oyentes. ¿Acaso imaginaba a mil millones de voces alzándose desde la península índica para decirle al unísono: «De nada, Alanis. Cuando quieras, aquí nos tienes»?

Sin embargo, esta actitud no es del todo original. Hace muchas décadas que el mundo occidental empezó a usar los países del Tercer Mundo como telón de fondo para sus viajes iniciáticos personales. Esta tentación procede directamente de la teoría contracultural. Dado que nuestra cultura es un sistema de manipulación y control, quizá logremos librarnos del engaño si nos zambullimos en otra cultura (cuanto más radicalmente opuesta, mejor).

Con su inagotable capacidad para idealizar ciegamente todo lo que es distinto, a la contracultura siempre le ha fascinado el exotismo. Para saciar este interés podemos viajar a lugares como India y América Central; practicar las creencias y rituales religiosos de los chinos y los nativos americanos; o adoptar el idioma, la vestimenta y las tradiciones de otras culturas; por ejemplo, aprender lenguajes dialectales, ponernos pareos
batik
o empezar a hacer yoga. En cualquier caso, el objetivo siempre será el mismo: quitarse las ataduras de la modernidad tecnocrática y transformar nuestra conciencia de modo que podamos vivir una vida más auténtica.

El gran fallo de la contracultura es su incapacidad para concebir una sociedad libre coherente y mucho menos un programa político realista que sirva para cambiar la sociedad actual. Sin embargo, la búsqueda del exotismo ha favorecido la negación generalizada del problema al dar a entender que a la vuelta de la esquina existe otra cultura con una manera de pensar y actuar completamente distinta y, sobre todo, capaz de liberarnos de los barrotes de la modernidad. Los rebeldes contracultural es llevan años esperando que les toque una tarjeta como la del Monopoly que sirve para librarse de ir a la cárcel y han creído encontrarla en los sitios más extraños, como en la locura de la revolución china o en las plantaciones de peyote del desierto de Mojave. Sin embargo, estas experiencias sido todo menos auténticas. Al proyectar sus propios deseos y ansiedades sobre otras culturas, los rebeldes contraculturales han fabricado un concepto de «lo exótico» que simplemente refleja su propia ideología.

*

La fascinación por el exotismo no es ni mucho menos un fenómeno nuevo. Descubrirse a uno mismo a través de una intensa búsqueda del Otro es un tema recurrente en la civilización occidental, encarnado en conceptos tan románticos como el Salvaje Oeste, la Misteriosa África y el Remoto Oriente. Existe la profunda convicción de que la mal llamada civilización nos ha hecho perder el contacto con nuestra verdadera esencia, con el auténtico significado de la vida. Pero si la gran culpable es la civilización, entonces es obvio que la «realidad» aún debe de existir en algún otro lugar, es decir, en las culturas primitivas, las religiones esotéricas o incluso la historia antigua. Un tema recurrente es el del «buen salvaje», que aparece en los textos políticos de Jean-Jacques Rousseau, los libros de Gustave Flaubert sobre sus viajes por Egipto y los cuadros que pintó Paul Gauguin en Haití. En opinión de Rousseau, el hombre primitivo sería feliz mientras pudiera autoabastecerse, colmar su necesidad innata de comida y sexo sin verse afectado por la desigualdad que caracteriza a la sociedad moderna. Según el francés, en los grandes países europeos el ser humano se había alienado de su verdadera esencia con la creación de una serie de necesidades artificiales y falsas obligaciones, tales como la cortesía hipócrita que enmascaraba la tremenda crueldad de la sociedad burguesa.

Esto suena muy parecido a la manida crítica de la sociedad de masas, salvo que la noción del buen salvaje no es en realidad una búsqueda del exotismo, sino la nostalgia que tenía Europa de su propio pasado. Rousseau incluso pensaba que la ciudad suiza de Ginebra conservaba una cierta inocencia y un auténtico ambiente de comunidad que debía protegerse de toda posible corrupción. De igual modo, tanto en Gauguin como en Flaubert vemos este deseo de recuperar aquello que Europa tuvo y no retuvo. Lo que atraía a Flaubert de Egipto era la crudeza de la vida diaria, en contraste con la mojigatería, cursilería, soberbia y discriminación racial de la burguesía francesa. En Egipto descubrió valores que en su sociedad ya habían desaparecido. Pero lo que le sacaba de quicio era concretamente la élite francesa; no criticaba la mentalidad ni las costumbres de las masas. Flaubert compartía con Rousseau el espanto que le producía la rutina hipocritona y remilgada de la sociedad europea.

Esto no coincide con el anhelo contracultural de destruir por completo la cultura y el pensamiento occidentales. En su caso el exotismo no es un intento de volver a los orígenes, sino una necesidad de hallar lo Otro, es decir, la diferencia
per se
. Son muchos los rebeldes contraculturales que dan rienda suelta a estos deseos a través de la literatura fantástica y la ciencia-ficción (subgéneros que han pasado así a engrosar las listas de best sellers). Desde la Hiperbórea que retrata Robert E. Howard en
Conan el bárbaro
(«la barbarie es el estado natural de la humanidad. La civilización es antinatural») hasta la Tierra Media de
El señor de los anillos
, de J. R. R. Tolkien, los rebeldes contraculturales siempre han suspirado por un mundo completamente distinto del nuestro, es decir, un mundo «encantado» donde no existan las leyes físicas ni sociales normales. Buscan un mundo que existiera en unos tiempos (como diría Tolkien) anteriores a la «ley del hombre».

Si había quienes se contentaban con fantasear con el mundo de marras, otros salían en su busca. Unos lo hacían literalmente, siguiendo el rastro del «continente perdido» de la Atlántida. Otros experimentaban con drogas, convencidos de que el LSD, los hongos mágicos y el peyote les transportaban a otras dimensiones de la existencia. Un elevado número de rebeldes intentaron hallar su mundo alternativo en las culturas no occidentales, donde aún se practicaban rituales mágicos y no habían llegado las encorsetadas estructuras de la tecnocracia occidental. Desde
Siddhartha
de Hermann Hesse hasta
Las enseñanzas de don Juan
, de Carlos Castaneda, los rebeldes contraculturales han buscado desesperadamente el modo de huir de la civilización occidental (a través de un mundo milagrosamente desprovisto de las restricciones deprimentes de la vida cotidiana). El
Libro tibetano de los muertos y
el
I Chingse
convirtieron en las biblias gemelas de ese movimiento emergente.

El resultado fue una desmesurada proyección de anhelos y fantasías contraculturales sobre el mundo no occidental. Quizá no podamos hallar la Tierra Media o visitar a los «grandes antiguos» en los espacios interestelares, pero podemos peregrinar a India o viajar a Nepal o descubrir algún otro país exótico, todo lo lejos del nuestro que nos sea posible. Y si no podemos recorrernos el mundo, siempre tendremos la posibilidad del viaje interior, hacia las profundidades de nuestro más recóndito ser. En cualquiera de los dos casos, el escapismo se convirtió en la actividad principal de la contracultura.

*

Aunque la idealización de las culturas no occidentales tuvo su máximo apogeo en la década de 1960, todavía influye poderosamente en los críticos de la sociedad de masas. Pensemos en la «simplicidad voluntaria», el movimiento de consumo disciplinado que tomó su nombre del libro de Duane Elgin publicado en 1981 con ese título. A la hora de la verdad, el libro es un compendio de una serie de creencias y prácticas que proceden directamente de la contracultura de la década de 1960. En su versión actual, se trata de un intento deliberado de huir del ciclo de trabajo-gastos-deudas que marca la pauta de la vida moderna actual. Sin embargo, aunque el modelo de vida «autocontrolado» afecta concretamente al consumismo, el movimiento que proyecta Elgin implica un rechazo mucho más profundo de la sociedad occidental.

La simplicidad voluntaria (SV) surgió de los rescoldos de las teorías utópicas de los años sesenta, cuando los hippies admitieron su intento fallido de crear una nueva conciencia colectiva para transformar las instituciones sociales. Los miembros de «esta cultura pionera pasaron de querer transformar la sociedad a procurar dar con una filosofía de la vida que encarnase la nueva conciencia de un modo práctico y útil. El activismo social dio paso al intento de vivir a ras de suelo». El concepto político del movimiento lo resumía el eslogan «Piensa globalmente, actúa localmente», aunque en el libro de Elgin se establece claramente que la política queda relegada frente al desarrollo espiritual. Cuando los rebeldes contraculturales se dieron cuenta de que su gigantesco cambio institucional no iba a producirse se replegaron en sí mismos, y una generación entera de activistas intentó «superar la desesperación y la alienación cultural desde ese gran espacio mental donde todos somos uno».

El movimiento SV no tiene ninguna relación con la pobreza ni el primitivismo, pese a la evidente influencia de Thoreau, que desde su cabaña de campo mantenía que era necesario «simplificar, simplificar». Al fin y al cabo, la pobreza oprime al crear impotencia y desamparo, mientras que la meta de la SV es proporcionar a sus miembros poder y autocontrol. Pero no pretende dar la espalda a la tecnología moderna, ni rechazar el progreso. Su intención es aprovechar los adelantos de hoy para llevar una vida más lineal y menos mediatizada, dotada de mayor orden y claridad (esto se observa claramente en la revista
Real Simple
, uno de los más curiosos heraldos del movimiento). No consiste en retirarse del mundo, sino en encontrar el suficiente tiempo y energía para participar activamente en nuestra comunidad y en el mundo Elgin incluso aporta un gráfico útil para contrastar la «mentalidad del mundo industrial» con la «mentalidad de la simplicidad voluntaria». La primera se da en una sociedad que tiene como meta el progreso material y cuyos miembros se forjan una identidad que depende sólo de su posición social y económica. Para ellos la autonomía y la movilidad tienen una enorme importancia, pero están dominados por la burocracia y la tecnocracia, que mantienen engrasada la maquinaria. En cambio, la simplicidad voluntaria mantiene que el equilibrio y la armonía entre las necesidades materiales y espirituales es el objetivo básico de una vida sensata y frugal, gobernada por comunidades autoabastecidas y autogobernadas. Por encima de todo, la clave de la simplicidad voluntaría es la «perfección interior», un proceso de desarrollo espiritual que nos permitirá adquirir la nueva mentalidad.

En líneas generales, el proyecto de simplicidad voluntaria no tiene nada de exótico. Al fin y al cabo, la noción de que la buena vida consiste en un equilibrio adecuado entre las necesidades materiales y espirituales forma parte de la filosofía occidental desde Aristóteles, y sigue siendo un componente explícito y esencial del cristianismo. En su homilía de celebración del nuevo milenio, el papa Juan Pablo II despotricó contra el consumismo y pidió a sus feligreses que no olvidaran el credo antimaterialista de la Iglesia católica.

Por eso es curioso que la mayoría de los partidarios del movimiento de simplicidad voluntaria rechacen las llamadas religiones occidentales (Judaismo, catolicismo, protestantismo) como procedimientos legítimos para alcanzar la perfección interior. Elgin cita un sondeo que hizo en la comunidad SV en la que preguntaba a los encuestados sobre el método que habían elegido para lograr la perfección interior. Sólo un 20 por ciento empleaba las religiones occidentales tradicionales, mientras que un 55 por ciento usaba técnicas orientales como el zen o la meditación trascendental. Los encuestados podían mencionar más de un método de perfeccionamiento, pero las religiones mayoritarias no estaban entre las favoritas. Además de la meditación, un 46 por ciento nombraba técnicas como la bioinformación y la visualización, un 26 por ciento usaba la terapia Gestalt y un 10 por ciento el psicoanálisis. Esta falta de confianza en las religiones tradicionales se asienta sobre los dos puntales de la espiritualidad moderna: la estructura de las grandes religiones mayoritarias y la curiosa naturaleza de nuestras supuestas necesidades espirituales.

En cualquier caso, las iglesias tradicionales son instituciones jerárquicas y burocráticas fundamentales en el funcionamiento de la sociedad de masas, y el movimiento SV abraza la tradición contracultural ortodoxa al condenar la burocracia. El libro de Elgin incluso contiene un apéndice que enumera los defectos de las grandes instituciones (la lista habitual de características como la creciente complejidad, la rigidez y la alienación) Junto con un gráfico que muestra el inevitable desplome de la civilización debido a la creciente e ingobernable complejidad de nuestra sociedad, con su aciaga combinación de instituciones mastodónticas y desintegración social.

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