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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (33 page)

Lo constaté en persona el día en que mi cuñado, orgulloso de haber comprado una parcela en una urbanización recién construida a las afueras de la ciudad, me pidió que le ayudara a elegir entre las distintas «posibilidades» existentes para su futura casa. Desde que me compré una casa victoriana en el centro de Toronto, me he convertido en una especie de experto en decoración rudimentaria, es decir, sé pintar, recubrir con escayola, arreglar los rodapiés, poner baldosas, cambiar los puntos de luz y ese tipo de cosas. Soy uno de esos que en las tiendas de bricolaje preguntan al encargado qué anchura de contrachapado conviene usar para reparar un subsuelo centenario de abeto veteado. Así que parecía la persona adecuada para echar una mano a mi cuñado. Acepté con la cabeza llena de imágenes de Levittown y
El show de Truman
. Elegir entre varios modelos de casa tampoco sonaba muy complicado. Estaba convencido de que sería como elegir los elementos optativos de un coche, es decir, habría que seleccionar entre unas cincuenta opciones enumeradas en una hoja de papel y quizá entre tres o cuatro ofertas especiales.

Cuál sería mi sorpresa cuando llegué a la «sede central» y el representante de la empresa constructora nos soltó una carpeta de unos cinco centímetros de grosor que incluía todas las opciones posibles. Obviamente, el extrarradio ya no es lo que era. Las ideas preconcebidas que pudiera tener sobre casas cortadas por el mismo patrón desaparecieron rápidamente. El número de posibilidades era verdaderamente abrumador. Y las opciones no eran todas decorativas. Cada componente básico de la casa se podía modificar. En primer lugar, la urbanización tenía veinte modelos de casa diferentes, con superficies desde 470 hasta 1.140 metros cuadrados, y cada uno de ellos se ofrecía con tres «alzados» distintos: ladrillo, piedra o madera. Cada alzado determinaba la configuración de las terrazas y las ventanas. El constructor se negaba a construir dos casas contiguas del mismo modelo, precisamente para evitar la uniformidad. Esto implicaba que tras elegir el tipo de casa, había que encontrar una parcela donde estuviera permitido construirla.

Una vez seleccionada la casa y la parcela, empezaba la cosa en serio. ¿Qué altura se quería para los techos? ¿Dos metros y medio o tres metros? ¿Se iban a poner claraboyas? ¿Cuántas? ¿Dónde? ¿El sótano iba a ser habitable? ¿Con qué tipo de suelos? ¿Madera, parqué, baldosas o moqueta? ¿Qué tipo de barandilla en las escaleras? ¿Techos lisos o estriados? ¿Molduras de escayola? ¿Escurreplatos incorporado? ¿Qué tipo de sistema eléctrico, normal o con doble potencia? ¿Una mesa central en la cocina? ¿Con o sin pila? ¿Y el recubrimiento del mobiliario de cocina? ¿Contrachapado, granito o fórmica? Sólo después de haber elegido estos componentes estructurales podía uno dedicarse a la cuestión decorativa, donde el número de posibilidades pasaba de cientos a miles. Para facilitar la toma de decisiones, las opciones se agrupaban por precios en distintos «grados», cada uno de los cuales contenía múltiples estilos y, finalmente, cada estilo se desglosaba en una amplia gama de colores. Por ejemplo, había cinco grados de baldosa, cada uno de ellos con veinte estilos diferentes; cuatro grados de moqueta, con diez estilos cada uno; seis grados de rodapiés; y un número casi infinito de armarios de cocina. Por último, había que elegir el número y localización de las conexiones de teléfono, televisión y red informática local.

Evidentemente, sería imposible tomar todas estas decisiones de una sola sentada. Hice un par de comentarios sobre las ventajas de gastarse el dinero en rodapiés y poner un buen suelo de madera de roble, y dejé que mi cuñado y su mujer se devanaran los sesos en cuanto a los tipos de suelo, las muestras de materiales y la carpeta llena de posibilidades. Lo que estaban haciendo, de hecho, era supervisar la construcción de una casa hecha a su medida. Pero el precio que iban a pagar era
inferior
al precio medio de una casa antigua en el centro de Toronto. Es decir, iban a obtener todas las ventajas de la producción en serie y ninguno de los inconvenientes.

Al observar la construcción de la casa durante los siguientes meses, fuimos descubriendo los trucos del constructor. Las técnicas de fabricación en serie han mejorado enormemente desde la década de 1950. Levitt usaba materiales de construcción genéricos y empleaba la mecanización para construir casas completas. A partir de entonces las casas se fueron desglosando en una serie de componentes modulares que se fabrican por separado. La construcción a menudo consiste simplemente en encajar estas piezas para formar los distintos modelos posibles. Por ejemplo, las vigas del tejado son prefabricadas y se montan usando unos corchetes metálicos. El revestimiento de vinilo se empotra sin clavos ni tornillos, después de montar la estructura de sujeción. Los suelos laminados se ensamblan sin clavos ni pegamento.

La segunda característica llamativa de la técnica constructiva es el empleo de la técnica japonesa de «producción mínima», que consiste en no tener un inventario permanente. Un día aparecen todos los ladrillos con los obreros necesarios para instalarlos en las casas indicadas. Al día siguiente serán varias toneladas de tablillas para el tejado, que quedarán instaladas antes de que anochezca. Es más, el constructor no participa directamente en la edificación. No sólo es modular el material; también lo es el tipo de labor. Todo el proyecto de construcción estaba fraccionado en tareas discrecionales subcontratadas a una empresa independiente. El contratista sólo tenía cuatro empleados para supervisar y coordinar la construcción de más de doscientas casas.

El resultado de esta técnica de construcción flexible queda bien patente en el producto acabado. Ya sólo las urbanizaciones pobres constan de un modelo único de edificación. Los avances tecnológicos aplicados a la construcción permiten eliminar la uniformidad industrial y seguir obteniendo beneficios. Este sistema de producción avanzado se está aplicando también en otros sectores. Las fábricas de automóviles modernas producen simultáneamente coches diferentes en la misma cadena de montaje.

Esto plantea la sospecha de que la homogeneidad asociada a la fabricación en serie no sea una característica intrínseca de la «sociedad de masas», sino sólo una etapa en el desarrollo del sistema de producción. De ser esto cierto, sería un duro golpe para la teoría contracultural. Según esta teoría, el capitalismo requiere un consumidor conformista para crear un sistema de necesidades homogéneas que le permita deshacerse del «excedente» de productos idénticos creados por la fabricación en serie. Pero si la mecanización ya no elabora productos necesariamente idénticos, no habrá ningún motivo para pensar que el sistema capitalista se nutre exclusivamente del conformismo.

Obviamente, esto no aborda la cuestión fundamental, es decir, ¿qué tiene de malo la homogeneización? Si la gente elige voluntariamente vivir en casas parecidas, llevar una ropa parecida y participar en actividades parecidas, ¿quiénes somos los demás para criticarlo? Mientras realmente quieran hacerlo, será muy difícil argumentar en su contra. Por otra parte, si la producción en serie les da acceso a unos bienes que de otra manera no habrían podido pagar, sería una maldad negárselos simplemente porque no nos gusten estéticamente. Esto es algo que los buenos críticos de la sociedad de masas como William Whyte (autor de
The Organization Man
)
[34]
tardaron poco en descubrir. En el texto denominado «El individualismo de la periferia urbana», Whyte reconoce que aunque «las filas interminables de bungalows idénticos sean un espectáculo descorazonador», este tipo de construcción es «el precio que conlleva la vivienda de bajo coste. Y no es un precio tan elevado; quien no piense que la pobreza ennoblece admitirá que estas nuevas urbanizaciones son mucho menos antitéticas para el desarrollo del individuo que las filas y filas de siniestros bloques de apartamentos a los que han sustituido».

En otras palabras, si se puede elegir entre reducir la pobreza y reducir la homogeneidad, la mayoría de las personas eligen la primera opción. Y si esto conlleva un mar de casas prefabricadas, habrá que aceptarlo como una consecuencia de la decisión tomada. La homogeneidad sólo es nociva cuando es obligada en vez de voluntaria, es decir, cuando se trata de una trampa elegida sin querer o cuando se impone como castigo por algún supuesto fallo cometido.

Pero lo importante no es establecer si la economía de mercado fomenta la homogeneidad, ya que es innegable que sí, al menos hasta cierto punto. Lo que interesa saber es si se trata de un proceso ilegítimo o no, y si refleja decisiones tomadas voluntariamente. Una serie de personas pueden tener muchos motivos para querer consumir productos similares. Por ejemplo, determinados artículos generan lo que los expertos denominan «economías de red». Un aparato de fax sería un ejemplo típico de este fenómeno. Es imposible mandar un fax si la persona a quien se envía no tiene el correspondiente aparato para recibirlo, de forma que cada individuo que compra uno de estos aparatos creará un ligero beneficio positivo para los demás dueños de aparatos de fax al incrementar el número de personas a las que todos podrán, en teoría, enviar un fax. Por eso los aparatos de fax baratos, que se empezaron a comercializar en 1984, no acabaron de «cuajar» hasta 1987. Al principio a la gente lo consideraba caro, sencillamente porque había pocas personas a quienes se pudiera mandar un fax. Por lo tanto, en 1984 se vendieron sólo 80.000 unidades. Pero al aumentar el número de usuarios, el sistema alcanzó el punto de «masa crítica» en que el número de aparatos vendidos hacía que mereciera la pena comprarse uno. En el año 1987 se vendieron un millón de aparatos de fax (la implantación del correo electrónico y el teléfono móvil ha sido parecida).

Siempre que existan economías de red, se generarán beneficios asociados a la normalización. Gracias a que un teclado es un objeto estándar, todos podemos ponernos a escribir en cualquier ordenador. Gracias a que las tuercas y tornillos vienen en tamaños estándares, sólo nos hace falta tener un juego de llaves inglesas en casa. Gracias a que un coche tiene una configuración estandarizada, sabemos qué pedal corresponde al acelerador y cuál al freno. Gracias a que los restaurantes de comida rápida tienen un funcionamiento estandarizado, en cualquier ciudad del mundo podemos comer en cinco minutos. Gracias al protocolo estandarizado que regula la comunicación entre unos ordenadores y otros, todos podemos disfrutar de la magia de Internet.

Pero las ventajas de la estandarización no sólo se aplican a los bienes materiales. El atractivo de ciertos productos culturales procede de las ventajas derivadas de formar parte de un gran público. El placer de ver una película, un programa de televisión, o leer un libro tiene mucho que ver con la posibilidad de comentarlo después con los amigos o compañeros de trabajo. Esto explica el fenómeno del «taquillazo». Una película puede llegar a su «masa crítica» en el momento que tantas personas hablan de ella que los demás se sienten obligados a verla sólo para poder participar en la conversación (o porque quieren saber de qué está hablando todo el mundo). El mercado del libro funciona de la misma manera, lo que explicaría por qué existe una brecha tan gigantesca entre las cifras de ventas de un libro normal y las de un best seller. Precisamente porque los libros se consumen en un
contexto socialy
no de forma aislada, sucede que muchas personas a menudo quieran consumir lo mismo que otras.

El éxito de los
reality shows
, por ejemplo, no está relacionado sólo con el contenido. El público ve estos programas para poder hablar de ellos: quiénes son los mejores pretendientes y por qué; qué concursantes merecen ganar o perder; y cómo han funcionado o fallado sus estrategias. Cuando la televisión estaba recién inventada, a la gente no le quedaba más remedio que ver «los mismos espectáculos televisivos» (como decía Mumford). Esa limitación tecnológica ya no existe. Sin embargo, lo que descubrimos en un universo de quinientos canales es que una gran parte del público está deseando ver los mismos programas. De hecho, estos espacios son los únicos temas de conversación que comparten las personas de distintas clases sociales.

Obviamente, cuando se trata de productos asociados a una economía de red, el resultado no siempre es el mejor. Puede suceder que todos se estanquen en un equilibrio local por debajo de lo óptimo. En concreto, el público a menudo elige un artículo de mala calidad en vez de otro igual de disponible sólo porque es el que más se está vendiendo (el vídeo VHS frente al Betamax es el ejemplo más clásico). Los productos innovadores y con estándares teóricamente superiores a los anteriores pueden tardar en hacerse con el mercado, porque no se valorarán adecuadamente hasta que alcancen una masa crítica.

El mismo fenómeno afecta a la literatura, la televisión y el cine. Incluso aunque la gente odie el cine taquillero de verano, quizá vaya a verlo sólo por tener un tema de conversación. También se puede producir un efecto de compensación voluntaria cuando el público compra un producto por
creer que
va a ser el más vendido. Es el caso de una persona que compra una casa lo más discreta posible con miras a poder revenderla mejor. Si esto lo hace un número suficientemente amplio de personas, se convertirá en una especie de profecía autocumplida, es decir, la mayoría de la gente comprará la casa sólo porque parece la que va a comprar la mayoría de la gente.

Obviamente, los enemigos de la masificación han proporcionado un arsenal de argumentos publicitarios a las empresas que venden productos no estandarizados. Por ejemplo, un sistema operativo informático se parece mucho a un teclado, es decir, el usuario obtiene un enorme beneficio de la estandarización y la compatibilidad. Dos empresas como IBM y Microsoft se hicieron con el mercado al establecerse desde el primer momento como el producto estándar. A partir de entonces, las empresas competidoras como Apple han intentado implantarse sugiriendo que quienes usan el producto estándar son unos conformistas víctimas del pensamiento único. Recordemos el famoso anuncio «1984» de Apple. En una pantalla gigante, ante una multitud de trabajadores alineados en filas, aparece la imagen de Gran Hermano, que se dirige al público con las siguientes palabras: «Hoy celebramos el primer glorioso aniversario de la Ley de Purificación de Información. Hemos creado, por primera vez en la historia, un jardín de ideología pura, donde cada trabajador podrá desarrollarse libre de la plaga de las confusas y contradictorias verdades. Nuestra Unificación del Pensamiento es un arma más poderosa que cualquier tropa o ejército terrestre. Somos un solo pueblo, con una sola voluntad, una sola resolución, una sola causa. Nuestros enemigos morirán de un exceso de verborrea y los enterraremos inmersos en su confusión. ¡Venceremos!»

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