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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (31 page)

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Aun así, la opinión generalizada es que la publicidad nos hace gastar dinero en productos que normalmente no nos interesarían. Esta convicción se basa en el enorme éxito de la marca comercial como técnica publicitaria destinada al gran público. El fenómeno de la lealtad a una determinada marca (pese a no haber ninguna diferencia significativa con las marcas de la competencia) se considera especialmente irracional.

«Las marcas son para la ganadería», reza un lema popular entre los activistas anticonsumistas. Y no parece que estén muy alejados de la realidad. Como bien saben los gurús del marketing, Al y Laura Ries, implantar una marca en el mercado se parece a marcar el ganado en el rancho: «Colocar una marca consiste en lograr diferenciar un producto de los demás, igual que se marca una res a fuego candente para diferenciarla del resto del ganado del rancho. Esto es importante precisamente porque las demás reses son todas muy parecidas». Una campaña de consolidación de una marca tiene que crear una identidad para el producto, es decir, un conjunto de significados y valores que se acaben asociando exclusivamente con ese producto concreto y con ningún otro.

El fenómeno de las marcas comerciales surgió a finales del siglo XIX, conforme las empresas fueron implantando la mecanización. Los productos fabricados en serie eran tan parecidos que resultaba muy difícil distinguir la procedencia de cada camisa, zapato o barra de jabón. Los empresarios se dieron cuenta de que tenían que fabricar productos reconocibles, de modo que empezaron a señalar su mercancía con un nombre o marca comercial. Pero no bastaba con que el nombre del artículo fuese visible; los consumidores necesitaban un motivo para comprar una marca en vez de las demás. Y las cosas no han cambiado desde entonces. En un mundo donde se usan los mismos materiales, ingredientes o métodos de producción, el truco no es asociar el producto con sus componentes, sino con valores como la belleza, la juventud, la salud, la sofisticación o lo
cool
. Hay que dotar al producto de una «aureola», de un significado que sirva para darle una identidad.

Esta compra de una
identidad
—de un significado en lugar de unas características físicas— es lo que a los detractores de la publicidad les resulta tan irracional y desagradable de las marcas. Un procedimiento tan absurdo (por ejemplo, que alguien crea sinceramente que un champú puede producir una sensación de
emoción
) implica forzosamente que se ha engañado o manipulado a los consumidores. ¿Cómo si no se explica el hecho de que el agua sea más cara que la gasolina? ¿O que los restaurantes caros tengan un
sommelier que
sugiere un tipo de agua mineral para acompañar a cada uno de los platos?

Sin embargo, no es bueno despreciar tanto al consumidor. Como afirma Schudson, aunque el concepto de la marca surge por la necesidad de crear una distinción para solucionar la falta de diferenciación, el hecho de que se haya conseguido implantar con éxito no está necesariamente relacionado. A menudo olvidamos que gastar dinero implica correr un riesgo. Podemos comprar algo distinto de lo que queríamos, o puede ser que nos timen. Un aparato puede ser defectuoso; un alimento puede estar pasado o rancio; un artículo anunciado por la televisión puede no estar a la altura de lo esperado. Existen tantos mecanismos de protección del consumidor (como el plazo de devolución, el periodo de garantía, las asociaciones de defensa del ciudadano y la correspondiente legislación) que tendemos a olvidar el miedo que nos ha producido siempre la posibilidad de que nos estafen.

Por tanto, los consumidores han tenido que tomar ciertas medidas para minimizar el riesgo. En las comunidades pequeñas y relativamente tranquilas, las personas establecían relaciones de confianza mutua con los tenderos, minoristas y vendedores, por lo que sabían diferenciar los productos locales buenos de los malos. Al urbanizarse la sociedad, cada vez resultó más difícil establecer y mantener este tipo de relaciones. Conforme la población iba adquiriendo una mayor movilidad, perdían el contacto con esos productos locales en los que tanto confiaban. La publicidad de las marcas comerciales nacionales funcionó en gran parte porque hasta cierto punto protegía al consumidor. La población de todas las ciudades del país descubrió que podía fiarse de una serie de marcas estables.

Los sistemas de envasado y empaquetado sirvieron para ofrecer una mayor protección al consumidor. Antes de la introducción del envoltorio como algo habitual, el comprador tenía que estar atento para evitar que el tendero le vendiera alimentos adulterados o hiciera trampas al pesar la mercancía. La normalización y regularización de los productos alimentarios dificultó enormemente este tipo de estafa, sobre todo cuando se introdujo el etiquetado (que impedía cerrar el producto una vez abierto). La empresa de ketchup Heinz, una de las pioneras en el campo de los productos enlatados, afrontaba claramente estos problemas en sus primeras campañas. Un anuncio de prensa que se hizo famoso en 1922 mostraba a un tendero envolviendo en papel una lata de un producto Heinz. El texto informaba al lector de que la compañía Heinz tenía vigilado a cada tendero individual: «Nuestro equipo de vendedores es lo bastante grande como para poder visitarle muy frecuentemente, cada dos o tres semanas».

Los enemigos del consumismo parecen olvidar que la publicidad nacional (y ahora internacional) de productos de una determinada marca comercial sirve como pantalla protectora del consumidor. Pero lo que más les indigna es el aspecto obvio de la comercialización de una marca, es decir, que vende una amalgama de significados que tienen poco que ver con el auténtico producto. No solemos conceder importancia a la calidad de la tela de una camisa, las costuras de un pantalón vaquero o el alcohol que contiene una botella de vodka. Lo que nos importa es la identidad que confieren las marcas Tommy Hilfiger, J. Crew y Absolut. Pero esto no quiere decir que seamos idiotas. El consumidor medio es muy sensato y sabe que no existen diferencias importantes entre unas y otras marcas de un mismo producto. Sabe que en realidad se está bebiendo un anuncio, no una botella de vodka; y que lleva puesta una marca de ropa, no un pantalón vaquero. A través de las marcas expresamos quiénes somos y qué es lo que valoramos. Al consumir las marcas que están de moda, nos consideramos más
cool
.

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Los expertos en mercadotecnia saben que nuestras decisiones sobre las marcas que vamos a consumir no son arbitrarias ni aleatorias, sino bastante predecibles. Lo normal es consumir productos de varias marcas incluidas dentro de una determinada «categoría» representativa de un estilo de vida. Cada una de estas categorías (etiquetadas por los expertos en mercadotecnia con nombres como «joven convencional» o «intelectual con dinero») está sujeta a criterios muy estrictos sobre las marcas que conviene comprar y las que no. Todo este proceso es fundamental para obtener la codiciada distinción que, como hemos visto, es el verdadero objetivo del consumismo.

Esta idea de que somos lo que consumimos puede resultar desconcertante. El filósofo Mark Kingwell aborda el asunto de la siguiente forma:

En el mundo moderno no hay experiencia más inquietante y vertiginosa que descubrir que un buen publicista considera mi esforzada individualidad tan transparente y manipulable como si yo llevara clavado en la frente un informe sobre nichos de mercado preferentes. El hecho de que alguien sepa con una segundad casi absoluta la marca de vodka que voy a comprar constituye una amenaza mucho mayor para mi valiosa identidad personal que cualquier droga alucinógena […] Yo puedo creerme dueño de unas decisiones meditadas e individuales, pero resultan ser manipuladas y predecibles. Por tanto, me veo obligado a preguntarme si no seré un pelele cultural no libre, sino predeterminado.

El asunto que está tratando Kingwell aquí es la vieja cuestión filosófica del libre albedrío. Como seres humanos que somos, preferimos pensar que, hasta cierto punto, nuestras decisiones son propias. Sólo de este modo reflejarán quiénes somos, haciéndonos responsables de nuestras acciones y, por tanto, capaces de aceptar las consiguientes críticas y elogios. Pero si nuestras decisiones son hasta cierto punto predecibles, entonces en vez de seres libres, ¿no seremos marionetas culturales que bailan al son de las imposiciones consumistas?

La idea de que la previsión atente contra la libertad es muy antigua, pero revela una paradoja interesante. Imaginemos por un momento que nuestros actos, incluidas nuestras decisiones consumistas, no fuesen predecibles. En ese caso, no se podría saber a qué hora (o qué día) íbamos a aparecer a trabajar; si nos iba a dar por conducir con cuidado y conscientemente o bien con la imprudencia de un adolescente adicto a la velocidad; si en un momento dado íbamos a ser ingeniosos y sociables, o de repente nos íbamos a volver ariscos y retraídos; si íbamos a pasar una semana comiendo sushi y a la siguiente nos iba a horrorizar. ¿Y si nos diera por leer el
New Yorker
religiosamente todas las semanas, pero no nos interesara nada el
Harper's
o el
Atlantic Monthly
? ¿Y si nos encantara nuestro coche Lexus recién comprado, pero nos diera por colgar un par de dados gigantes delante del parabrisas y pintar dragones de colorines en el capó?

Es decir, ¿qué sucedería si nos diera por portarnos de una manera totalmente aleatoria e imprevisible? ¿Sería una forma de afirmar nuestra individualidad? ¿Y nuestros amigos admirarían nuestra marcada personalidad o se asustarían con el cambio?

Curiosamente, ser predecible es la esencia de tener una identidad. El filósofo Daniel Dennett llama a la identidad el «centro de la gravedad narrativa» y es una descripción perfecta. Igual que un centro de gravedad es una abstracción que usamos para unificar y predecir el comportamiento de una cierta cantidad de materia, la identidad es una abstracción que usamos para organizar y predecir el comportamiento de un individuo. Lejos de amenazar nuestra individualidad, sería patológicamente extraño que nuestras decisiones consumistas no fuesen muy predecibles. ¿Qué vamos a hacer, comprar algo que no nos guste sólo para afirmar nuestra personalidad?

Esto no tiene ningún sentido. Cuando la gente se queja de que algo atenta contra su individualidad o identidad, de hecho están reaccionando ante lo peligroso que resulta el consumo competitivo para su estatus social. En otras palabras, se quejan de que las masas sigan pisándoles los talones. Están convencidos de que para mantener la individualidad, basta con actuar de una manera impredecible. Pero lo que realmente nos interesa no es la individualidad sino la distinción; y ésta no se consigue siendo diferentes por las buenas, sino siendo diferentes como miembros reconocibles de un club exclusivo. Esto hará que nuestras decisiones sean eminentemente predecibles, porque existe una serie relativamente pequeña de posibilidades en cada escala de lajerarquía social. Para hacer una predicción muy fiable del comportamiento de un determinado individuo, basta con observar a otras personas que se encuentren en una situación parecida.

Pero la verdadera pregunta es: ¿por qué luchar contra ello? Estar siempre al tanto de «lo más rompedor» puede ser una labor muy ardua. La mayoría de la gente que lo intenta suele quedarse sin aliento antes de cumplir los treinta años. Quizá la solución sea aprovecharnos de los publicistas para mejorar nuestra competitividad consumista. Es sencillo. Basta con ir al sitio web de Amazon, rellenar una lista de preferencias, comprar una serie de productos y pedir al sistema que nos recomiende unos cuantos discos y libros. Seguro que son mejores —y probablemente más
cool
— que los que hubiéramos elegido por nuestra cuenta.

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En los últimos años un estudio sobre la denominada «difusión» ha permitido hacer público un descubrimiento académico fascinante, que ha demostrado cuántos fenómenos sociales distintos y aparentemente inconexos nacen dentro de una población y la recorren de una manera consistente y predecible. Un buen número de tendencias parecen seguir una pauta similar, desde las rachas de delincuencia hasta los peinados, pasando por los nuevos estilos musicales y los suicidios juveniles. Además, el mejor modelo para estudiar su evolución no procede de la sociología, sino de la epidemiología. Es decir, las ideas, las modas, los comportamientos y los productos nuevos parecen difundirse del mismo modo que lo hace el virus de un catarro o una gripe.

Es bien sabido que las epidemias no avanzan de una manera lineal, es decir, con una serie de brotes diarios que se conviertan en una plaga. Lo que sucede es que primero se infecta un pequeño grupo de personas y si no se les aisla rápidamente, enseguida contagiarán a un grupo mayor. Entonces, si este grupo se mezcla con la población general, la infección «reventará» y se convertirá de la noche a la mañana en una epidemia generalizada.

La difusión de lo
cool
sucede de la misma manera. Empieza con un pequeño grupo de «innovadores» que son unos inconformistas congénitos, siempre pendientes de lo que hace, dice, se pone o usa una diminuta minoría de personas. A los innovadores les imita un grupo ligeramente mayor formado por los «primeros seguidores», que son lo que podríamos denominar los expertos en lo
cool
. Este grupo vigila constantemente a los innovadores y valora lo que están haciendo para decidir si sigue o no sus pasos. En caso afirmativo, una «mayoría avanzada» secundará rápidamente a los «primeros seguidores», y la tendencia se multiplicará exponencialmente conforme se incorporen los miembros de la «mayoría tardía» y las masas precavidas que jamás se atreverían a formar parte de la vanguardia. Finalmente, la epidemia de lo
cool
se irá apagando al tiempo que los «rezagados», los más resistentes a la moda y el cambio, se apunten desganadamente. Dentro de este último grupo están esas personas que siguen esperando a ver si va a cuajar la locura de Internet.

Como lo que llamamos «moda» funciona en gran parte de esta manera, es normal que algunas personas como Kingwell expresen su preocupación. Es cierto que los publicistas saben lo que vamos a comprar y nos convencen de que eso es «expresar nuestra individualidad». Y también es cierto que muchos de nuestros amigos compran los mismos productos precisamente por este motivo. Pero el concepto de conformismo manipulado es una simple ilusión procedente del hecho de que, por definición, la mayoría de nosotros formamos parte de la «mayoría avanzada» o de la «mayoría tardía». Innovadores hay muy pocos, y los primeros seguidores también escasean. Las personas
cool
están, en el mejor de los casos, entre las primeras filas de la «mayoría avanzada», lo suficientemente cerca de la vanguardia como para disimular lo aburridos que son en realidad.

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