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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (20 page)

Aquí se trasluce la verdadera naturaleza de la protesta de Klein. La llegada de los
yuppies
erosionó su estatus social. Sus quejas sobre la comercialización en el fondo expresan la tristeza que le produce esta pérdida de distinción. Hace unos años, decir «vivo en un
loft en
King-Spadina» era un mensaje muy claro para quienes supieran entenderlo. Equivalía a decir: «Soy lo más. Probablemente mejor que tú». Pero con diez o doce bloques de pisos alrededor, el barullo puede entorpecer la transmisión del mensaje. Porque, ¿cómo va a distinguir la gente si vives en un loft auténtico o en una de esas birrias para
yuppies
?

A Klein sólo le queda una opción. Si el dueño de su edificio decide convertirlo en un bloque de pisos, tendrá que marcharse Esto lo dice como si fuese una obviedad. Pero si su casero decide reformar el edificio, ¿por qué no compra su
loft por
las buenas (No será por falta de dinero). El problema, por supuesto, es que un piso en un edificio normal no es tan chic como un
loft
auténtico. A la hora de la verdad, no es más que un piso «con los techos muy altos».

Por lo tanto, ya está claro cuál es el problema. No es su casero el que amenaza con echarla del barrio; es el miedo a perder su estatus social. Lo que Klein parece olvidar es que son detalles como el «caché» de un barrio los que mueven el mercado inmobiliario, los que confieren un valor a un determinado edificio. La gente compra estos
lofts
porque quieren tener el estilo de Naomi Klein. O, mejor dicho, quieren compartir su estatus social. Obviamente, a ella no le hace maldita la gracia.

Aquí vemos, en estado puro, la mecánica del consumismo competitivo. Lo curioso es que nadie haya reparado en ello, aunque esté contado en la introducción de un libro que se considera la biblia del anticonsumismo.

5.
La rebeldía radical

«L
a Revolución Industrial y sus efectos han sido un desastre para la humanidad. Han aumentado enormemente la esperanza de vida de los países «desarrollados», pero han creado sociedades inestables formadas por individuos insatisfechos con sus vidas; han sometido a los seres humanos a todo tipo de humillaciones; han producido un sufrimiento psicológico generalizado (en el Tercer Mundo el sufrimiento también es físico); y han dañado seriamente nuestro planeta. El progreso ininterrumpido de la tecnología empeorará la situación. Someterá a los seres humanos a mayores indignidades y deteriorará aún más la naturaleza; probablemente traiga mayores trastornos sociales y psicológicos; y quizá incremente el maltrato físico, incluso en los países "desarrollados".

»Por lo tanto, abogamos por una revolución contra el sistema industrial. Ésta podría emplear la violencia o no, como podría ser repentina o consistir en un proceso relativamente gradual que abarque un par de décadas. Es imposible predecir nada. Tan sólo somos capaces de bosquejar las medidas generales que deben tomar quienes odian el sistema industrial para ir preparando una revolución contra una sociedad semejante. No será una revolución social. Su objetivo no será acabar con el gobierno, sino con la base económica y tecnológica de la sociedad actual.»

Estas líneas son de los primeros párrafos del «manifiesto de Unabomber». En las décadas de 1980 y 1990, Unabomber se hizo famoso en Estados Unidos porque enviaba paquetes bomba a conocidos científicos, ingenieros y políticos de todo el país, es decir, a los responsables de la perpetuación de la «base económica y tecnológica» de la sociedad. Las bombas iban cuidadosamente ocultas, a menudo en objetos de uso cotidiano, como cajas de puros o libros, con detonadores que las hacían estallar al abrirse. En uno de los casos, la bomba tenía un dispositivo sensible a la presión para hacerla explotar cuando el avión en que viajaba alcanzara una cierta altura.

La policía pasó quince años sin lograr dar caza a Unabomber. Cuando parecía que todo estaba perdido, en 1996 el terrorista contactó anónimamente con la policía, ofreciéndose a interrumpir su cadena de atentados si el
New York Times
o el
Washington Post
publicaban su manifiesto. Curiosamente, ambos periódicos aceptaron la propuesta, por lo que recibieron un aluvión de críticas. Cuando el texto se hizo público, el hermano de Unabomber lo reconoció y llamó a la policía. Gracias a los datos que aportó, los agentes se presentaron en una pequeña cabaña cerca de Lincoln, en el estado de Montana, donde Theodore Kaczynski vivía desde 1979 como un ermitaño, sin suministro eléctrico, alimentándose de las verduras de un huerto y de los conejos que cazaba y preparando bombas caseras.

Al publicarse el manifiesto de Unabomber, un sector de la izquierda descubrió, para su gran sorpresa, que estaba de acuerdo en casi todo. Obviamente, cómo no, aparecían muchos elementos de la teoría contracultural. ¿Es verdad que la tecnología moderna ha creado un sistema de dominación total? Claro que sí. ¿Estamos destruyendo sistemáticamente la naturaleza? Pues sí. ¿La sociedad industrial proporciona sólo placeres compensatorios? Correcto. ¿La gran masa está formada por conformistas compulsivos y ultrasociales? Noticias frescas.

A la hora de la verdad, la diferencia entre la filosofía de Kaczynski y la doctrina de la izquierda era más táctica que conceptual (en Internet se hizo muy popular un test que consistía en distinguir entre las citas de Al Gore publicadas en su libro
La tierra enjuego: ecología y conciencia humana y los
fragmentos del manifiesto de Kaczynski, cosa que al parecer era increíblemente difícil) . La izquierda compartía sus ideas; lo que no aceptaba era el envío de paquetes bomba. Pero incluso en eso, los dogmas de Kaczynski sobre la violencia se parecían bastante a los que defendían en la década de 1960 personajes como Jean-Paul Sartre y Frantz Fanon
[21]
y, por supuesto, Malcolm X,

En resumen, el «caso Unabomber» puso sobre el tapete un asunto que los partidarios de la contracultura habían evitado cuidadosamente durante décadas. ¿Dónde se traza la línea divisoria entre la transgresión y la patología? ¿Cuándo se convierte la «filosofía antisistema» en una enfermedad mental? ¿Cuál es la diferencia entre la conducta antisocial y la oposición a la sociedad de masas? ¿En qué momento lo «alternativo» se transforma en pura demencia?

*

Todo grupo político radical tiene su cuota de majaras e inadaptados. Aun así, los movimientos contraculturales parecen haber tenido más de la cuenta. Desde la secta dejonestown hasta la familia Manson, pasando por la Nación del Islam y la Sociedad para Triturar a los Hombres de Valerie Solanas, los «rojeras de los años sesenta» siempre han sido muy sensibles a los cantos de sirena que entonaban los lunáticos y los perturbados. Los libros como
El retomo de los brujos
, los alienígenas, las teorías sobre dioses galácticos, los rituales druídicos, la Atlántida, la teosofía, la Cienciología, la Orden Rosacruz… La credulidad de los rebeldes contracultúrales parece no tener fin.

La explicación parece sencilla. Aunque la contracultura no cuente entre sus filas con más chalados que el resto de los grupos, está poco preparada para enfrentarse a ellos. Esta torpeza se debe a su incapacidad para distinguir entre desviación y disensión social. Como la cultura se considera un gigantesco sistema de represión, cualquiera que desobedezca una norma, por el motivo que sea, podrá alegar que está participando en un acto de «resistencia». Por otra parte, quien critique esta reivindicación será tachado de marioneta del «sistema», otro fascista opresor que intenta imponer sus normas al individualista rebelde.

Por este motivo, la contracultura siempre ha tendido a idealizar el comportamiento delictivo. Desde
Bonnie y Clyde hasta American Psycho
, la tentación ha sido reinterpretar (e intelectualizar) el crimen, el secuestro y el asesinato, que se consideran formas de hacer crítica sociológica. La legislación antidroga estadounidense exacerbó esta tendencia. Si era fácil pensar que los traficantes de cocaína de
Easy Rider
luchaban por la libertad, entonces ¿por qué no iban a estar haciendo lo mismo Mickey y Mallory en
Asesinos por naturaleza
? Hubo quien dijo que Dylan Klebold y Eric Harris estaban haciendo una crítica de la masificación educativa cuando mataron a varios de sus compañeros del colegio Columbine (¡se negaban a someterse a la tiranía de los estudiantes veteranos!). Lo que hizo Lorena Bobbit fue un alegato feminista (¡se negaba a ser una víctima!). Mumia Abu-Jamal
[22]
se estaba enfrentando al racismo de la policía (¡planta cara al poder!). Y, por supuesto, a O.J. Simpson le tendieron una trampa.

En cada uno de estos casos, un crimen corriente (o sorprendente) se interpretó desde un punto de vista político y después se defendió o justificó como un acto de protesta contra el «sistema». El modelo de esta estrategia interpretativa se forjó al final de la década de 1960. Esto lo demuestra la indulgencia con que se trataba a los Ángeles del Infierno (que desembocó en el infausto concierto de los Rolling Stones en Altamont en 1969). Pero tuvo una mayor importancia política la reacción popular ante los disturbios ocurridos en cientos de «barrios negros» (sobre todo Watts y Detroit) a finales de la década de 1960. Los izquierdistas de raza blanca tendieron a incluir estas revueltas en el movimiento pro derechos civiles, y se negaron a considerarlas un fenómeno aislado. Según su versión, los estadounidenses de raza negra sólo querían protestar pacíficamente, encabezados por Martin Luther King, pero no habían conseguido el cambio que pedían. Cada vez más frustrados, acudieron a líderes radicales (como Malcolm X y Stokely Carmichael) y decidieron expresar su indignación de forma más violenta, con disturbios. Según un defensor de los derechos civiles, las revueltas de Watts demostraron que los estadounidenses de raza negra se negaban a «encaminarse pacíficamente hacia la cámara de gas». Fueron una respuesta «a la atrocidad del desempleo y la miseria del gueto».

Esta interpretación la han canonizado directores como Spike Lee. El problema es que carece de un fundamento empírico. Cuando se produjeron los catastróficos disturbios de Detroit, por ejemplo, la industria del automóvil estaba en pleno auge y el desempleo de personas de raza negra era sólo del 3,4 por ciento. La renta media de una familia de raza negra era sólo un seis por ciento inferior a la de una de raza blanca, y los estadounidenses de raza negra tenían una de las tasas de vivienda propia más altas del país. Las conocidas imágenes del gueto de Detroit —kilómetros de solares vacíos y edificios abandonados— fueron una
consecuencia
de los disturbios, no una de sus causas.

Por otra parte, no es cierto que las revueltas coincidieran con una búsqueda de «líderes negros» más radicales. Las ideas extremistas defendidas por hombres como Malcolm X y Bobby Seale siempre tuvieron más apoyo de los rebeldes contraculturales blancos que de la comunidad negra. A lo largo de toda su vida, Malcolm X nunca tuvo un apoyo superior al 10 por ciento entre las personas de su misma raza (ni siquiera en su cuartel general de Nueva York), en cambio las opiniones negativas llegaban al 48 por ciento. Un posterior informe sobre la población negra indicaba que los líderes Carmichael y Rap Brown tenían ambos un apoyo del 14 por ciento, con cifras de desaprobación del 35 por ciento para Carmichael. Pero la imagen de los militantes negros entrando en la asamblea de California armados con rifles MI fue irresistiblemente atractiva para muchos radicales blancos que querían una revolución total contra el orden social. Por el contrario, la integración de Martin Luther King era sólo un ejemplo más de la capacidad del sistema para asimilar la disensión.

De este modo, la contracultura reinterpretó el desarrollo de las relaciones raciales estadounidenses y las adaptó a sus preferencias políticas. En vez de considerar la defensa de los derechos humanos como una batalla para conseguir unas leyes más justas, la interpretaron como el disparo inicial de una rebelión total contra la cultura y la sociedad estadounidenses. Pero al hacerlo, sentaron un precedente de aceptación de la conducta antisocial en los barrios de raza negra que, en muchos sentidos, empeoró las condiciones de los guetos del país.

Hoy en día, la izquierda progresista estadounidense sigue sin saber dónde se debería trazar la línea divisoria entre la desviación y la disensión en la cultura afroamericana. Una parte considerable de la cultura
hip-hop
, por ejemplo, es una clara defensa de la conducta antisocial, pero hay quienes sólo se animan a criticar este mensaje cuando procede de un rapero de raza blanca (tiene razón el músico Eminem al llamar hipócritas a quienes le critican por unas letras que a menudo son blandas en comparación con las habituales del
hip-hop
«negro»).

Incluso cuando la conducta delictiva no se disfraza de protesta, a menudo la politizan quienes la consideran un rechazo de la represión social. Sostendrán que aun cuando un altercado callejero no proteste abiertamente contra la pobreza y el racismo, éstas son claramente sus causas. Aunque los protagonistas no hablen de política conscientemente, su revuelta sólo podrá tratarse como un asunto político.

Ésta es la famosa teoría de que para entender una conducta delictiva hay que acudir a las «raíces» del individuo. Como la mayoría de las teorías, tiene su parte de verdad. El problema surge cuando se aplica a rajatabla, dando por hecho que
todo
delito o conducta antisocial puede eliminarse si se toman medidas políticas contra la injusticia social. Esto ignora las tentaciones libertarias inherentes a todo orden social. En una gran parte de los casos, el crimen es rentable. Quienes lo practican se lucran con él. Por tanto, siempre habrá necesidad de imponer un castigo social a quienes han elegido perjudicar a los demás para beneficiarse ellos; y siempre habrá que adoptar algún criterio para diferenciar la conducta antisocial de la protesta social.

Pero la teoría contracultural hace prácticamente imposible distinguir entre la represión «buena» —que aplica unas normas para asegurar una cooperación mutuamente beneficiosa— y la represión «mala» —que hace víctimas de la violencia gratuita a los débiles y desfavorecidos—. Y si encima se aplica la teoría de las raíces de la conducta delictiva, los resultados pueden ser intelectualmente extenuantes. Si la sociedad es un gigantesco sistema represivo, entonces cada acto, por violento o antisocial que sea, puede considerarse una forma de protesta o una «revancha». De este modo, la culpa de todo suceso malvado la tendrá el «sistema», no cada individuo responsable de sus actos.

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