Recuerdos prestados

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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

 

Cuando Joyce abandona el hospital después de un terrible accidente, con su vida y su matrimonio hechos pedazos, empieza a recordar cosas que no debería. Conoce bien las callejuelas de París, ciudad que jamás ha visitado, y sueña con una niña rubia cuya identidad ignora... Su vida y la de Justin, un experto en arte, se cruzarán una y otra vez en esta entrañable y mágica historia.

Cecelia Ahern

Recuerdos prestados

ePUB v1.1

Mapita
09.03.13

Título original:
Thanks for the memories

Cecelia Ahern, julio 2009

Traducción: Borja Folch

Nº de páginas: 316

Editor original: Mapita (v1.1)

Colaboran: Enylu, Mística y Natg {Grupo EarthQuake}

ePub base v2.1

Agradecimientos

Quiero dar las gracias a estas maravillosas personas por su amor, sus consejos y su apoyo: David, Mimmie, papá, Georgina, Nicky, Rocco, Jay, Breda y Neil. A Marianne, por parecer Midas en ocasiones y por su visión extraordinaria. Gracias también a Lynne Drew, Amanda Ridout, Claire Bord, Moira Reilly, Tony Purdue, Fiona Mclntosh y todo el equipo de Harper Collins. Como siempre, un agradecimiento especial a Vicki Satlow y Pat Lynch. Tampoco quiero olvidarme de todos mis amigos, por los ánimos y el apoyo que me han dado en esta aventura. Gracias especialmente a Sarah por ser piadosa entre las piadosas. También a Mark Monahan, del Trinity College, a Karen Breen, del IrishBlood Transfusión Service, y a Bernice, de Viking Splash Tours.

Dedicado, con amor, a mis abuelos,

Olive y Raphael Kelly, y Julia y Con Ahern.

Gracias por los recuerdos

Prólogo

Cierra los ojos y mira la oscuridad.

Ese era el consejo que solía darme mi padre cuando de niña no podía dormir. Ahora no querría que hiciera eso, pero he decidido seguir su consejo. Miro fijamente la inmensa negrura que se extiende más allá de mis párpados cerrados. Aunque estoy tumbada y quieta en el suelo, me siento colgada del punto más alto que quepa imaginar; agarrada a una estrella en el cielo nocturno con las piernas pendiendo sobre la fría y negra nada. Echo una última mirada a la mano que sujeta la luz y me suelto. Caigo, luego floto, vuelvo a caer y, finalmente, aguardo la tierra de mi vida.

Ahora sé, como sabía cuando era esa niña que espantaba el sueño, que detrás de la pantalla traslúcida de los ojos cerrados hay color. Me provoca, me reta a abrir los ojos para impedir que me duerma. Destellos rojos y ambarinos, amarillos y blancos motean mi oscuridad. Me niego a abrirlos. Me rebelo y aprieto los párpados aún más para bloquear los puntitos de luz, meras distracciones que nos mantienen despiertos pero que son un indicio de que hay vida al otro lado.

Pero no hay vida en mí. Tendida al pie de la escalera, no siento nada. El corazón me late deprisa; es el único púgil que queda en pie en el ring; un guante rojo de boxeo se agita victorioso en el aire, negándose a rendirse. Es la única parte de mí que se preocupa, la única parte que alguna vez se ha preocupado. Lucha por bombear la sangre que debe curarme, por reemplazar la que estoy perdiendo. Pero ésta abandona mi cuerpo tan deprisa como llega, formando un profundo océano negro en torno a mí.

Deprisa, deprisa, deprisa. Siempre vamos con prisa, nunca vamos sobrados de tiempo. Siempre estamos tratando de llegar a alguna parte. Tendría que haber salido hace cinco minutos, ya tendría que haber llegado. El teléfono vuelve a sonar y percibo la ironía. De haberme tomado mi tiempo, ahora podría contestar.

Ahora; no entonces.

Podría haberme demorado todo el tiempo del mundo en cada uno de esos peldaños. Pero siempre vamos deprisa. Todos, salvo mi corazón, que está empezando a ralentizarse. No me importa demasiado. Me llevo una mano a la barriga. Si he perdido el bebé, y sospecho que así ha sido, me reuniré allí con él. Allí… ¿dónde? Donde sea. Él; una palabra sin corazón. Él o ella tan joven; en qué iba a convertirse seguirá siendo una incógnita. Pero allí podré mimarlo.

Allí; no aquí.

Le diré: «Lo siento, corazón, perdona que haya echado a perder tus oportunidades, mi oportunidad, nuestra oportunidad de pasar la vida juntos. Pero ahora cierra los ojos y mira la oscuridad, tal como está haciendo mamá, y juntos encontraremos el camino.»

Oigo un ruido y percibo una presencia:

—Dios mío, Joyce, oh, Dios mío. ¿Puedes oírme, cielo? Dios mío, Dios mío. Señor, no, por favor, a mi Joyce no, no te lleves a mi Joyce. Resiste, cielo, estoy aquí. Papá está aquí.

No quiero resistir y tengo ganas de decírselo. Me oigo gemir, un gimoteo como de animal que me deja pasmada, me asusta. Quiero decirle que tengo un plan. Quiero marcharme, sólo entonces podré estar con mi bebé.

Entonces; no ahora.

Ha logrado que dejara de caer pero aún no he aterrizado. En cambio me ayuda a hacer equilibrios sobre la nada, a flotar mientras me veo obligada a tomar una decisión. Quiero seguir cayendo, pero él está llamando a la ambulancia y me agarra la mano con tal furia que es como si fuese él quien se aferrara con desespero a la vida. Como si yo fuese cuanto tiene. Entre sollozos, me aparta el pelo de la frente. Nunca le había oído llorar. Ni siquiera cuando murió mamá. Me estruja la mano con una fuerza que jamás habría imaginado que su cuerpo viejo tuviera; recuerdo que en efecto soy todo lo que tiene y que él, una vez más, igual que antes, es todo mi mundo. La sangre sigue fluyendo a través de mí. Deprisa, deprisa, deprisa. Quizás esté yendo deprisa otra vez. Quizá no me haya llegado la hora.

Noto la piel áspera de unas manos viejas que estrechan las mías, y su intensidad y familiaridad me obligan a abrir los ojos. La luz los llena y entreveo su cara, una mirada que no quiero volver a ver jamás. Se aferra a su bebé. Me consta que he perdido el mío; no puedo dejar que pierda el suyo. Estoy tomando la decisión y ya comienzo a arrepentirme. Finalmente he aterrizado, estoy en la tierra de mi vida. Y aun así mi corazón palpita.

Incluso roto, sigue funcionando.

Un mes antes
1

—La transfusión de sangre —anuncia la doctora Fields desde la tarima de un aula del edificio de letras del Trinity College— es el proceso de transferir sangre o componentes sanguíneos de una persona al sistema circulatorio de otra. Las transfusiones de sangre sirven para tratar diversas enfermedades y afecciones como la pérdida masiva de sangre por un traumatismo o una intervención quirúrgica, o cuando falla el mecanismo para producir glóbulos rojos.

»Veamos unos datos. En Irlanda se necesitan tres mil donaciones cada semana. Sólo un tres por ciento de los ciudadanos irlandeses son donantes, y proporcionan sangre para una población de casi cuatro millones. Una de cada cuatro personas necesitará una transfusión durante su vida. Ahora echad un vistazo al aula.

Quinientas cabezas se vuelven a la izquierda, a la derecha y hacia atrás. Risitas incómodas rompen el silencio. La doctora Fields alza la voz por encima del revuelo:

—Al menos ciento cincuenta personas de las que hay en esta sala necesitarán una transfusión de sangre alguna vez.

Eso los acalla. Alguien levanta la mano.

—¿Sí? —asiente Fields.

—¿Cuánta sangre necesita un paciente?

—¿Qué longitud tiene un trozo de cuerda, zopenco? —se mofa una voz desde las últimas filas, y una bola de papel sale volando hasta la cabeza del chico que ha preguntado.

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