Un don. No se me había ocurrido verlo así. Miro a los padres de Bea, sonriendo orgullosos, y pienso en ella antes del intermedio, flotando con su bandada de cisnes. Niego con la cabeza. No, no hace daño a nadie.
—Pues eso —concluye papá, encogiendo los hombros.
—Pero no entiendo por qué ni cómo ni…
—¿Qué os pasa a la gente hoy en día? —dice entre dientes, y entonces el hombre que está a mi lado se vuelve.
Le susurro una disculpa.
—En mis tiempos, las cosas simplemente eran —prosigue papá—. No nos poníamos a analizarlas cien veces. Nada de cursos universitarios donde la gente se licencia en «porqués» y «cómos». A veces, cielo, sólo tienes que olvidar esas palabras y matricularte en una asignatura menor que se llama «gracias». Mira esta historia —señala al escenario—. ¿Ves que a alguno de los presentes le preocupe el hecho de que ella, una mujer, se haya convertido en cisne? ¿Y has oído algo más ridículo en tu vida? —Niego con la cabeza, sonriendo—. ¿Por casualidad has conocido a alguien que se haya convertido en cisne últimamente?
Me río y susurro:
—No.
—Pues fíjate. Esta puñetera obra ha sido famosa en el mundo entero durante siglos. Tiene aficionados no creyentes, ateos, intelectuales e incluso cínicos. —Señala con el mentón al hombre que nos ha hecho callar—. Aquí hay toda clase de gente esta noche, y todos quieren ver que el tipo de las medias termina liado con esa chica cisne para que ella pueda salir del lago. Sólo con el amor de alguien que nunca antes haya amado puede romperse el hechizo. ¿Por qué? ¿A quién diantres le importa por qué? ¿Crees que tu chica de las plumas va a preguntar por qué? No. Lo que hará es dar las gracias porque entonces podrá salir y ponerse lindos vestidos y dar largos paseos en vez de tener que picotear pan mojado en un lago apestoso hasta el fin de sus días.
Me quedo muda de asombro.
—Y ahora chitón, nos estamos perdiendo la actuación —añade—. Ahora ella quiere suicidarse, ¿ves? Esto sí que es dramático.
Apoya los codos en el balcón y se inclina hacia el escenario ladeando la cabeza a la izquierda, como si siguiera la función más con el oído que con los ojos.
Durante la ovación, con todo el público en pie, Justin espía al padre de Joyce mientras éste la ayuda a ponerse un abrigo rojo, el mismo del día de su colisión en Grafton Street. Luego ella se encamina hacia la salida más cercana llevando a su padre a remolque.
—Justin —le dice Jennifer con mala cara, mientras su ex marido sigue apuntando hacia el techo con los binoculares en vez de mirar a su hija, que saluda en el escenario.
Justin deja los impertinentes y aplaude sonoramente, gritando algún que otro «bravo».
—Eh, chicos, voy tirando hacia el bar para coger un buen sitio —anuncia animadamente, y se dirige hacia la puerta.
—¡Ya hemos reservado! —le grita Jennifer, haciéndose oír por encima de los aplausos.
Justin se lleva una mano al oído y menea la cabeza al tiempo que grita por encima del hombro:
—¡No te oigo!
Escapa y echa a correr por los pasillos, buscando la escalera para subir a la galería inferior. El telón debe de haber bajado por última vez, porque la gente comienza a salir de los palcos, abarrotando los pasillos de tal modo que Justin no puede seguir avanzando.
De modo que cambia de plan: irá corriendo hasta la salida y la esperará allí. Así seguro que la intercepta.
—Vayamos a beber algo, cielo —dice papá mientras caminamos sin prisa detrás del gentío—. He visto un bar en este piso.
Nos paramos para leer unas indicaciones.
—Por aquí se va al bar —digo, sin dejar de buscar a Justin Hitchcock.
Una acomodadora nos explica que el bar sólo está abierto para los artistas, el equipo técnico y familiares.
—Fantástico, así podremos estar un poco tranquilos —le dice papá, saludándola con la gorra—. Ay, tendría que haber visto a mi nieta ahí arriba. No había estado tan orgulloso en mi vida —agrega, llevándose la mano al corazón.
La mujer sonríe y nos permite entrar.
—Vamos, papá.
Tras comprar nuestras bebidas, lo arrastro al fondo de la habitación para sentarnos a una mesa de un rincón, lejos de la gente que va llegando.
—Si intentan echarnos, Gracie, no pienso abandonar mi jarra —comenta papá—. Me quedaré sentado.
Retorciéndome las manos con nerviosismo, me siento en el borde de la silla y busco a Justin con la mirada. «Justin.» Su nombre resuena en mi cabeza, juega revolcándose en mi lengua como un cerdo contento en el estiércol.
La gente va saliendo del bar hasta que sólo quedan familiares, técnicos y artistas. Nadie vuelve a abordarnos para que nos vayamos, quizá sea una de las ventajas de ir con un anciano. La madre de Bea entra con los dos desconocidos del palco y reconozco al hombre rechoncho. Pero ni rastro del señor Hitchcock. Mis ojos lo buscan por todo el bar.
—Ahí está —susurro.
—¿Quién?
—Una de las bailarinas. Hacía de cisne.
—¿Cómo lo sabes? Se veían todas iguales. Hasta el chico mariquita pensaba que eran la misma. ¿No has visto que profesaba su amor a la mujer equivocada? Maldito idiota.
Ni un indicio de Justin, y empieza a preocuparme que hayamos desperdiciado otra oportunidad. Quizá tenía que marcharse pronto y no va a venir al bar.
—Papá —digo en tono apremiante—, salgo un momento a ver si veo a una persona. Por favor, no te muevas de esta silla. Vuelvo enseguida.
—El único movimiento que haré será éste.
Coge la jarra y se la lleva a los labios. Toma un sorbo de Guinness, cierra los ojos y saborea la cerveza, dejándole un bigote de espuma encima del labio.
Salgo aprisa del bar y deambulo por el inmenso teatro, sin saber por dónde empezar a buscar. Aguardo un rato cerca del lavabo para caballeros, pero no aparece. Miro al palco donde estaba sentado, pero está vacío.
Justin renuncia a seguir esperando junto a la puerta de salida cuando ve que apenas quedan espectadores. Habrá salido sin que la viera, ha sido una tontería pensar que había una única salida, se dice suspirando con desaliento. Ojalá pudiera viajar por el tiempo hasta el día de la peluquería y volver a vivir aquel momento; esta vez lo haría bien. Entonces el móvil empieza a vibrar en el bolsillo, sacándolo de su ensoñación.
—Tronco, ¿dónde estás? —dice su hermano al otro lado.
—Hola, Al. He vuelto a verla.
—¿A la mujer de Sky News?
—¡Sí!
—¿A la vikinga?
—Sí, sí, a ella.
—¿A la mujer de
Antiques Roadshow
que…?
—¡Sí! Por Dios, ¿tenemos que enumerarlo todo otra vez?
—Oye, ¿no has pensado que puede ser una acosadora?
—Si es una acosadora, ¿por qué ando siempre tras ella?
—Ah, claro. Bueno, a lo mejor el acosador eres tú y no te has dado cuenta.
—Al… —Justin aprieta los dientes.
—Da igual, vuelve corriendo antes de que a Jennifer le dé un ataque. Otro.
Justin suspira.
—Voy.
Apaga el teléfono con brusquedad y echa un último vistazo a la calle. Entre la multitud algo llama su atención, un abrigo rojo. Sintiendo un subidón de adrenalina, sale corriendo y adelanta a la gente a empellones con el corazón palpitando, sin apartar los ojos del abrigo.
—¡Joyce! —llama a toda voz—. ¡Joyce, espera!
Ella sigue caminando como si no pudiera oírle.
Justin tropieza y va dando empujones; la gente lo insulta y le da codazos hasta que por fin la tiene a su alcance.
—Joyce —dice jadeando, cogiéndola del brazo.
Ella da media vuelta, revelando una cara de miedo y sorpresa. La cara de una desconocida.
La mujer le arrea con el bolso en la cabeza.
—¡Au! —se queja Justin, que se disculpa y regresa lentamente hacia el teatro, procurando recobrar el aliento, frotándose la cabeza dolorida, maldiciendo y refunfuñando para sus adentros. Llega a la puerta principal, pero no se abre. Vuelve a intentarlo con cuidado y luego la hace traquetear. Instantes después, empuja y tira de la puerta con todas sus fuerzas, para acabar perdiendo los estribos y dándole una buena patada.
—¡Eh, oiga! ¡Está cerrado! ¡El teatro está cerrado! —le informa un empleado desde el otro lado del cristal.
Cuando regreso al bar doy gracias de encontrar a papá sentado en el rincón donde lo había dejado. Sólo que ahora no está solo: sentada en una silla a su lado, con la cabeza cerca de la suya como si estuviera enfrascada en una profunda conversación, está Bea. Me entra el pánico y corro hacia ellos.
—Hola —saludo al acercarme, aterrada por lo que pueda haberle dicho papá.
—Ah, ya estás aquí, cielo —dice él—. Pensaba que me habías abandonado. Esta buena chica ha venido a ver si estaba bien, visto que alguien ha intentado deshacerse de mí otra vez.
—Soy Bea —sonríe, y no puedo evitar fijarme en lo mayor que se ha hecho. Lo segura de sí misma que parece. Por poco me vienen ganas de decirle que la última vez que la vi era «así de alta», pero me abstengo de deshacerme en elogios ante su extraordinaria transformación en una mujer adulta.
—Hola, Bea.
—¿Nos conocemos? —Unas delicadas arrugas surcan su frente de porcelana.
—Eh…
—Es mi hija Gracie —tercia papá, y por una vez no le corrijo.
—Ah, Gracie —dice Bea negando con la cabeza—. Estaba pensando en otra persona. Encantada de conocerte.
Nos damos la mano y retengo la suya un poco más de la cuenta, extasiada por el tacto de su auténtica piel, no sólo un recuerdo.
—Has estado maravillosa esta noche. Me he sentido muy orgullosa —digo entrecortadamente.
—¿Orgullosa? Ah, claro, tu padre me ha dicho que diseñaste los vestidos. —Sonríe—. Son preciosos. Me sorprende que no nos hayamos visto hasta ahora, siempre hemos tratado con Linda para las pruebas.
Me quedo boquiabierta y papá se encoge de hombros un poco nervioso, tomando un sorbo de lo que parece su segunda jarra. Una mentira nueva por una jarra nueva. El precio de su alma.
—Bueno —contesto—, no los diseñé yo. Sólo… —¿Sólo qué, Joyce?—. Sólo los supervisé —concluyo como una boba—. ¿Qué más te ha contado?
Me siento para aplacar los nervios y busco a su padre con la mirada, esperando que no elija este momento para entrar y saludarme en medio de esta ridícula mentira.
—Bueno, justo cuando has llegado me estaba contando cómo le salvó la vida a un cisne —dice la joven.
—Con una sola mano —añaden ambos al unísono, y se ríen.
—Ja, ja —suelto un poco forzada—. ¿En serio? —le pregunto a papá con recelo.
—Ay, mujer de poca fe.
Papá bebe otro sorbo de Guinness. Setenta y cinco años y ya se ha tomado un brandy y una jarra: dentro de nada perderá el oremus. Sabe Dios qué contará entonces. Tenemos que irnos cuanto antes.
—Bueno, ¿sabéis una cosa, chicas?, es fantástico salvar una vida, os lo digo de verdad —pontifica papá—. No puedes saber lo que es si no lo has hecho.
—Mi padre, el héroe. —Sonrío.
Bea ríe y se dirige a él:
—Es igual que mi padre.
Aguzo el oído y pregunto:
—¿Está aquí?
Bea echa un vistazo al bar.
—No, todavía no. No sé dónde se ha metido. Seguramente se esconde de mi madre y su nuevo novio, por no hablar del mío. —Ríe—. Aunque eso es otra historia. Sea como fuere, se considera Superman…
—¿Por qué? —interrumpo, y procuro refrenarme.
—Hará cosa de un mes, donó sangre —explica levantando las manos—. ¡Tachán! ¡Eso es todo! —Se echa a reír—. Pero piensa que es una especie de héroe que le ha salvado la vida a alguien. O sea, no lo sé, puede que lo haya hecho. Pero no habla de otra cosa. La donó en una unidad móvil en la universidad donde estaba dando un seminario; seguramente la conocen, está en Dublín. ¿Trinity College? En fin, tampoco tiene más importancia, pero es que sólo lo hizo porque la médica era guapa y por esa cosa china, ¿cómo se llama? Eso de que, cuando le salvas la vida a alguien, ese alguien está en deuda contigo, o algo por el estilo.
Papá se encoge de hombros.
—No hablo chino. Ni lo entiendo. Aunque ella come arroz sin parar. —Me señala con un gesto de la cabeza y arruga la nariz—. Arroz con huevos o algo así.
Bea se ríe.
—Bueno, el caso es que pensó que, si iba a salvarle la vida a alguien, merecía que la persona salvada se lo agradeciera a diario durante el resto de su vida.
—¿Y cómo esperaba que hiciera eso? —pregunta papá inclinándose hacia delante.
—Llevándole una cesta de muffins, o la ropa al tinte, o el periódico y un café a la puerta de casa cada mañana, un coche con chófer, asientos de primera fila en la ópera… —Pone los ojos en blanco y frunce el ceño—. No recuerdo qué más dijo, pero todo eran ridiculeces de este estilo. Total, que le dije que ya puestos podría tener un esclavo si quiere esa clase de trato, en vez de salvar la vida de nadie.
Se ríe y papá ríe con ella, mientras pongo los labios en forma de «o».
—No me malinterpreten, en realidad es un hombre muy considerado —añade enseguida, al fijarse en mi silencio—. Y estuve orgullosa de que donara sangre con el terror que le dan las agujas. Les tiene una fobia tremenda —le explica a papá, que va asintiendo mientras habla—. Es este de aquí.
Abre el guardapelo que lleva colgado del cuello y, si he recobrado el habla, vuelvo a perderla al instante.
En un lado del guardapelo hay una fotografía de Bea y su madre, y en el otro una de ella con su padre cuando era pequeña, en un parque, el mismo día de verano que está claramente arraigado en mi memoria. Recuerdo cómo saltaba rebosante de entusiasmo y cuánto tardamos en lograr que se estuviera quieta. Recuerdo el olor de su pelo cuando se sentó en mi regazo y apretó su cabeza contra la mía y gritó «¡Luis!» tan alto que por poco me dejó sorda. Nada de eso me había ocurrido a mí, por supuesto, pero lo recuerdo con el mismo cariño que un día que fui a pescar con mi padre de niña; percibo cada una de las sensaciones de ese día con la misma claridad que la bebida que en este momento saboreo y que baja por mi garganta; el frío del hielo, la dulzura del agua… Para mí es tan real como los momentos pasados con Bea en el parque.
—Tendré que ponerme las gafas para ver esto —dice papá, cogiendo el guardapelo de oro entre sus dedos—. ¿Dónde es?
—Es el parque que había cerca de donde vivía antes, en Chicago. Aquí tengo cinco años, con mi padre; me encanta esta fotografía. Fue un día muy especial. —La mira con ternura—. Uno de los mejores.